In memoriam, en el 75 aniversario de su muerte
Pronunciado por Don Manuel Azaña en el Ayuntamiento de Barcelona, el 18 de julio de 1938
Habla para todos los españoles, incluso para los que no quieren oír.
Cada vez que los gobiernos de la República han estimado conveniente que me dirija a la opinión general del país, lo he hecho desde un punto de vista intemporal, dejando a un lado las preocupaciones más urgentes y cotidianas, que no me incumben especialmente, para discurrir sobre los datos capitales de nuestros problemas, confrontados con los intereses permanentes de la nación.
A pesar de todo lo que se hace para destruirla, España subsiste. En mi propósito, y para fines mucho más importantes, España no está dividida en dos zonas delimitadas por la línea de fuego; donde haya un español o un puñado de españoles que se angustian pensando en la salvación del país, ahí hay un ánimo y una voluntad que entran en cuenta. Hablo para todos, incluso para los que no quieren oír lo que se les dice, incluso para los que, por distintos motivos contrapuestos, acá o allá, lo aborrecen. Es un deber estricto hacerlo así, un deber que no me es privativo, ciertamente, pero que domina y subyuga todos mis pensamientos. Añado que no me cuesta ningún esfuerzo cumplirlo; todo lo contrario. Al cabo de dos años, en que todos mis pensamientos políticos, como los vuestros; en que todos mis sentimientos de republicano, como los vuestros, y en que mis ilusiones de patriota, también como las vuestras, se han visto pisoteados y destrozados por una obra atroz, no voy a convertirme en lo que nunca he sido: en un banderizo obtuso, fanático y cerril.
Incumbe a los gobiernos dirigir la política, dirigir la guerra, los cuales gobiernos se forman, subsisten o perecen según los vaivenes de su fortuna o de su popularidad, como las aprecian los órganos responsables en los que se representa y por los que se expresa la opinión pública. Y puesto a discurrir sobre la política y sobre la guerra desde aquél punto de vista que he nombrado y que me pertenece por obligación, he procurado siempre afirmar verdades que ya lo eran antes de la guerra, que lo son hoy, como seguirán siéndolo mañana. Seguramente estas verdades las hemos descubierto entre todos, cada cual a su manera: unos por puro raciocinio; otros las han descubierto por los implacables golpes de la experiencia.
Lo que importa es tener la razón.
Lo que importa es tener razón, y después de tener razón, importa casi tanto saber defenderla; porque sería triste cosa que, teniendo razón, pareciese como si la hubiésemos perdido a fuerza de palabras locas y de hechos reprobables. Es seguro que, a la larga, la verdad y la justicia se abren paso; mas, para que se lo abra, es indispensable que la verdad se depure y se acendre en lo íntimo de la conciencia y se acicale bajo la lima de un juicio independiente y que salga a la luz con el respaldo y el seguro de una responsabilidad. He deseado siempre que todos lo hagan así. El derecho de enjuiciar públicamente subsiste a pesar de la guerra, salvo en aquellas cosas que pudieran perturbar conocidamente lo que es propio y exclusivo de las operaciones de la defensa. De esta manera, cada cual aporta su grano de arena a formar la opinión. Pero, más que un derecho, es una obligación imperiosa, ineludible, en todos los que de una manera o de otra toman parte en la vida pública. Es una obligación difícil de cumplir ¡Cómo no va a serlo! Demasiado lo sé. Para vencer esa dificultad se recomienda mucho, como higiene moral, el ejercicio cotidiano de actos de valor cívico, menos peligrosos que los actos de valor del combatiente en el campo de batalla, pero no menos necesarios para la conservación y la salud de la República.
En esta tarea de aconsejar a la opinión, o, más exactamente, de poner a la opinión en condiciones de saber lo que conviene al país, no he regateado nunca mi parte; tampoco hoy. Pienso que, en España, amigos y enemigos están habituados a escucharme como a un hombre que nunca dice lo contrario de lo que siente. O a no escucharme, y por igual razón.
El drama español en el campo internacional
Con estas advertencias llamo en primer término vuestra atención sobre un hecho que todos conocéis: de todas las fases por las que ha ido pasando este drama español, la que hoy predomina y absorbe a todas las demás es la fase internacional.
El drama español surgió aparentemente con los caracteres de un problema de orden interior de España, como un gigantesco problema de orden público. Todos los gobiernos de la república se han esforzado por situarlo así, y porque no fuese más, y ya era bastante. Y la sinceridad de los propósitos y de las intenciones de todos los gobiernos de la República, no puede ponerse en duda, aunque no sea más, si no hubiera otras razones, que por la consideración e su propia conveniencia, porque, de que el drama español dejase de ser un conflicto nuestro, sólo mayores desventuras y calamidades y conflictos podrían venir. Pero el ataque a mano armada contra la República descubrió pronto su aspecto de problema internacional. ¿Lo descubría porque unos grupos sociales o unas fuerzas políticas o las fuerzas armadas del estado se rebelaban contra el régimen establecido? No. Se rebelaba esta fase, porque otros estados europeos, principalmente Alemania e Italia, acudían decididamente con hombres y material, en apoyo de los que atacaban violentamente a la República. ¿Y por qué acudían? ¿Por qué les prestaban este apoyo? ¿Acaso por pura simpatía política, o emprendiendo lo que se llamaría malamente una cruzada ideológica? ¿Por puro espíritu y de propaganda? No. En el fondo, al Estado alemán y al Estado italiano les importa muy poco cuál sea el régimen político de España, y si la República española se hubiese prestado a entrar en el sistema de política occidental europea que planteaba el Gobierno italiano y a trabajar por deshacer el statu quo actual y a servir los intereses de la naciente hegemonía italiana en el Mediterráneo, ¡ah!, s seguro que en Roma y en Berlín se hubiese declarado que la República española era el arquetipo de organización estatal. Les prestan esa ayuda para incorporar a España, con todo lo que España significa, a pesar de su debilidad militar, al sistema que nace en Roma, y que no me voy a cansar en definir, porque todos lo conocéis.
Cuando los síntomas probatorios de esta situación aparecieron, y los divulgamos, y los dimos a conocer al mundo, no fuimos creídos. Se pensó, tal vez, que eran artículos para la exportación, trabajos de propaganda. Yo mismo, allá por julio o agosto del 36, en las primeras manifestaciones públicas que hice para el extranjero sobre nuestra cuestión, lo dije así. Debieron de creer que yo me había adscrito a los principios de la propaganda. Después, los gobiernos de la República, incesantemente, han llevado a todas partes las pruebas de este hecho; pruebas irrefutables que destruían la convencional actitud de fingir una duda, y todas estas pruebas fueron recibidas o con una reserva desconfiada o con una simpatía taciturna; pero ya nadie lo puede poner en duda, nadie puede afectar la posición de la duda y ha sido preciso, para que estas dudas no puedan subsistir, ni si quiera como artificio de discusión, que los agresores confiesen la agresión, se jacten de ella, expliquen sus fines, y no solo esto, si no que conviertan la agresión en moneda de cambio y en materia de regateo y de contrato.
Delante de esta situación ¿Qué han hecho los gobiernos de la República? ¿Acaso declara la guerra a Italia y a Alemania? No. Han ido con su derecho a las instituciones internacionales creadas para el mantenimiento de la legalidad. España, sobre todo con la República, había tomado en serio los propósitos, aunque no siempre los métodos de la Sociedad de Naciones; y se había adherido a los principios que inspiraban los planes de seguridad colectiva. Aunque todos los españoles, por raro caso estaban unánimes en mantener en nuestro país una neutralidad a todo trance y costa, España acepto las limitaciones que a esa política de neutralidad contiene y contenía el pacto de la Sociedad de Naciones, con tal de sumarse a una obra superior de interés general.
La República inscribió en su Constitución los principios generales del pacto. La República se sumó a la política de sanciones cuando el ataque italiano contra Etiopía, secundando la política de los poderosos de la tierra, que entonces tenían la fortuna de que su interés nacional coincidiese con los dictados que rigen la vida moral de la Sociedad de Naciones. Cuando la política de sanciones fracasó por lo que todo el mundo sabe, la Republica española quedo expuesta, descubierto el costado, a las represalias del rencor. Pocas semanas después de decretarse la abolición de las sanciones y todavía vivo el conflicto de Etiopía, comenzaba la agresión italiana contra nuestro país. Y no solo esto. España, lo mi9smo bajo la monarquía que bajo la República, se había mantenido fiel al sistema de equilibrio y de statu quo en la Europa occidental y en el Mediterráneo; equilibrio basado en la hegemonía Británica y en la libertad de comunicaciones marítimas de Francia con su imperio en África. No nos ligaba a este sistema ningún pacto, ni público ni secreto, ninguna alianza, ningún tratado. Pero era la consecuencia de nuestro estado interior, de nuestra posición en el mapa de Europa. Trastornarlo, habría supuesto un esfuerzo gigantesco en el orden militar, completamente desproporcionado a los recursos del país y sin nada que ver con su conveniencia fundamental.
Tales han sido los crímenes de la República en el orden internacional. Cuando los gobiernos de España fueron a presentar sus reclamaciones y sus alegaciones donde debían -y no sólo a Ginebra-, todos los proyectos propuestos o solicitados o requeridos por el Gobierno español fracasaron. ¿Por qué? La tesis consiste en decir que el dar paso a las reclamaciones del Gobierno español, por justas que sean, habría producido la guerra general. Nunca he podido admitir la realidad de esa tesis. No se puede admitir, no en el orden teórico, si no en el orden de los factores políticos, tal como de hecho están situados en Europa; no se puede admitir que el mantenimiento sereno y digno de las obligaciones pactadas fuese a producir un conflicto internacional. Opinión que, dicha por mí, podría parecer interesada; pero en ella me acompañan eminentes estadistas extranjeros que han tenido sobre sí la responsabilidad del poder en sus países durante los días más agudos de la crisis, y opinan lo mismo.
Es, por otra parte calumnioso y desatinado afirmar que el Gobierno, éste u otro, de la Republica, ha buscado, ha deseado nunca una guerra general para disolver en ella nuestro problema nacional. Sería una táctica equivocada atosigar a los demás, con los peligros que corren con una u otra política. Es impertinencia tratar de explicar a los demás en que consiste su interés nacional. Ya ellos lo saben muy de sobra. Sería pueril creer que la política internacional de un país puede fundarse, no ya exclusivamente, pero ni siquiera principalmente en la semejanza o diferencia de los regímenes políticos.
Los intereses fundamentales de España son ajenos a toda conflagración europea
La política internacional de un país está determinada por datos inmutables o de muy difícil mudanza, y por debajo de los regímenes políticos, hay valores de otro orden que los rebasan y que, en realidad, los subyugan. Me excuso de poner ejemplos del exterior que son bien palpitantes y están en la noticia de todos. Basta volver la vista a nuestro país. La República ha hecho la misma política internacional que la monarquía y por iguales razones. Pero dentro de teso y dejando a salvo el interés nacional de cada cual como lo entienda, es innegable que existen contactos, repercusiones probables, interferencias que forma parte de aquel mismo interés nacional y que constituyen el terreno común para una inteligencia a favor de la paz y la protección de la independencia de cada uno.
Así entendido el problema, con todo lo que los gobiernos de la República han hecho sobre el particular no ha rebasado nunca los límites decentes que la discreción exterior impone. Y es absolutamente absurdo suponer que nadie con responsabilidad en la República ha tenido el pensamiento ni el deseo de zafarse del conflicto nuestro interior provocando una conflagración europea. Contra semejante dislate militan muchas razones: meses hace que expuse algunas. Militan todas las razones de humanidad, de prudencia humana y de sabiduría de la conducta en la vida que hay siempre contra cualquier género de guerra; milita, además, que los españoles ya tenemos bastante, y aun de sobra, con la guerra que estamos sufriendo; y sobre eso una, una consideración de orden político bastante clara. Si por causa de la guerra de España hubiese en Europa una conflagración general, la causa de España quedaría relegada a muy segundo término, y la solución que adviniera no tendría nada que ver, ni por casualidad con los intereses fundamentales que nosotros representamos y defendemos. Es, por tanto, indispensable que se acallen las imaginaciones quiméricas que esperaban o temían actos de desesperación del Gobierno de la República. En primer lugar, aquí nadie está desesperado, y en segundo término, si las dificultades creciesen, todavía sería desatinado remedio provocar una dificultad mayor y seguramente indomable.
Los hombres de mi tiempo recibimos, estando en la adolescencia, la impresión del desastre de 1898. Huella terrible que en ciertos aspectos, ha dominado toda nuestra vida pública. Hemos pasado cuarenta años escarneciendo aquella política, sin piedad para ella, sin tomar en cuenta ninguna de las excusas posibles que un político encuentra siempre para justificar su posición, y sería demasiado a estas alturas que tuviéramos que someternos a la cruel burla del destino de cometer un dislate todavía más grande. Por mi parte, no podría resignarme a prestar una aparente aprobación, ni siquiera con mi muda presencia, a ningún acto de ningún gobierno que pareciese inspirado, directa o indirectamente, en el propósito de convertir la guerra de España en una guerra general.
Las tesis que han prevalecido en el exterior
Las tesis que han prevalecido en el exterior, entre los que se ocupan de nuestro problema, en cuanto problema europeo, consisten en afirmar que es indispensable limitar la guerra de España y extinguir la guerra de España. Se entiende por limitar la guerra de España tomar aquella precauciones y aquellas medidas que corten el peligro de conflagración general salido de nuestro problema, y por extinguir la guerra de España la pacificación de nuestro país. He tenido la ocasión de decir ya, meses hace, que limitar la guerra de España es obligación de los demás, porque no hemos sido nosotros quienes la guerra de España a los intereses de otras potencias; que incumbe a los demás limitar la guerra de España. Nosotros no tenemos medios de impedir que desembarquen en España los millares de hombres y millares de toneladas de material de guerra de Italia y Alemania. Incumbe los demás limitar la guerra de España; extinguir la guerra de España les incumbe a los españoles; pero les incumbe, les incumbirá cuando haya desaparecido de la Península el padrón de ignominia que supone la presencia de los ejércitos extranjeros luchando contra los españoles; antes, no.
Para limitar la guerra de España, secundando aquella iniciativa exterior y desmintiendo una vez más los supuestos propósitos de los gobiernos españoles favorables a una conflagración general, la República ha consentido sacrificios inmensos, sacrificios en su interés, sacrificios en su derecho. A todo lo largo de la lamentable historia de la política de no-intervención, está siempre el sacrificio de la República y de los gobiernos republicanos. Del valor moral, de la energía cívica, de la perspicacia política que haya en el fondo de la política de no-intervención, la historia juzgara; pero nosotros estamos autorizados para decir desde ahora que, sin dudar de las buenas intenciones de los demás, tal como ha funcionado y funciona la política de no-intervención, ha parecido que el único que no tenía derecho a intervenir en la guerra de España era el Gobierno español. Producto de esa tesis y órgano de esa política son el Comité de Londres y su acuerdo reciente, que todos conocemos. Por fin, las potencias signatarias del acuerdo de no-intervención han llegado a aprobar un texto en virtud del cual, con estos o los otros métodos, se retiraran de España estos que llaman los voluntarios extranjeros. Hace una año por ahora, un texto aproximadamente igual no pudo ser aprobado en Londres, ciertamente que no por culpa del Gobierno de la República, y yo considero que si ese texto se hubiese aprobado el año anterior, a pesar de todas las tardanzas y disquisiciones que puedan oponerse a su ejecución, ya estaría cumplido y España pacificada. Porque si hace falta limitar la guerra y extinguir la guerra, y para cada cual es un deber distinto, ya añado ahora que limitar la guerra de España, si en efecto se limita, es extinguirla, porque la guerra de España esta única y exclusivamente mantenida por la invasión extranjera.
¿Qué vale el acuerdo de Londres?
¿Qué vale el acuerdo de Londres? Es por de pronto de mala fe dudar de la actitud de España frente a ese acuerdo. En primer lugar el Gobierno de la República no tiene que pedir permiso a nadie para aceptarlo o para rechazarlo; y en segundo término, el Gobierno de la República, que mantiene la tesis de que el conflicto español debe quedar reducido, como siempre lo ha mantenido, a un conflicto interno, no puede negar paso a las medidas que tengan el propósito de dar a eso una más o menos remota realidad.
Es bueno que se sepa que, ya en septiembre del 36, no faltó quien recomendase y señalase ese camino, sin resultado, y que desde entonces acá los gobiernos, unas veces en Ginebra, otras en Londres o donde lo han podido hacer, han insistido continuamente, reclamando una solución en este particular. Nunca hemos pedido otra cosa. El Gobierno podrá hacer las salvedades de principio, de realización, criticar o pedir aclaraciones, discutir estos o los otros puntos; pero, en el fondo del asunto, nuestra voluntad y la voluntad del Gobierno es de sobra conocida: que se vayan los invasores de España, y nos resignaremos a que se vayan los hombres que, voluntariamente y de verdad, han venido a defender la República; pero ¡que se vayan! La República y la paz de España habrán dado entonces un paso de gigante.
Yo no sé si se cumplirá o no; no tengo noticias de lo que ocurre en los recónditos despachos donde los diplomáticos cuchichean; pero, si de verdad se quiere pacificar a España, no hay sino que cumplir a fondo, rápidamente y con lealtad, el acuerdo de Londres.
Y añado, pensando no ya como español, si no como europeo, que es insigne locura, desvarío y responsabilidad aplastante, dejar que el porvenir de Europa esté pendiente de la suerte de las armas en la Península.
En rigor, si los españoles quisieran dar muestras de su carácter y de aquella altivez de que, con tanta frecuencia, y no siempre con razón, blasonan, el Comité de Londres no haría falta para nada porque serían los mismos españoles, por fin alumbrados acerca de en qué consiste su verdadero interés, los que harían reemprender el camino de su patria a los invasores de España.
El Comité de Londres, delante del problema europeo presente y latente, toma los caminos, las determinaciones, propone los métodos que considera útiles para resolverlo o para evitar ese conflicto; pero el Comité de Londres no se cura, ni tiene por qué, del prestigio y de la honra de los españoles. Y no se puede negar que el acuerdo del Comité de Londres es un baldón bochornoso para nuestro país porque viene a rectificar, a corregir y, si se puede todavía, a enmendar, la inconcebible locura de haber traído a la patria un poderío extranjero. Que sea necesario corregir desde fuera las faltas de otros españoles, aunque sean enemigos nuestro, me avergüenza.
A los españoles que han favorecido y aprovechado la invasión extranjera
A los españoles que han favorecido y aprovechado la invasión extranjera se les dice, para consolarlos, que esa invasión, con todas sus incalculables consecuencias, que todavía no se han puesto a la luz del todo, es la piedra angular en que se ha de fundar el nuevo Imperio español. ¡Fantástico Imperio! Si un Imperio español fuese posible y deseable, que no lo es, no bastaría el decretarlo en una gaceta oficial o en unas arengas políticas. ¿Sería un singular imperio el que, para nacer, comienza echándose a los pies de sus amigos y valedores, dejándose aherrojar por ellos! Cuando los españoles de talla gigante fundaban imperios de verdad, no traían extranjeros a pelear contra su propio país. Cuando la corona de España aspiraba y casi conseguía el dominio universal, los españoles iban a guerrear a Lombardía y a Nápoles, saqueaban Roma, ponían preso al papa, y sojuzgaban a los italianos, seguramente sin ningún derecho y con excesiva dureza, pero los sojuzgaban, y no se les ocurría traer a los italianos a España a matar españoles en las orillas del Tajo y del Ebro a título de la fundación del Imperio español.
Y yo me pregunto si todos los colaboradores de la invasión extranjera o los que la padecen -que hay muchos que la padecen-, cuando vean las ciudades arrasadas y los españoles muertos a millares por obra de las armas extranjeras, se consolaran de su dolor de españoles pensando: «Es el Imperio que nace». ¡Triste consuelo! Caso como este no tiene semejanza en la historia contemporánea de Europa. Para encontrar algo que se le parezca, hay que recordar las guerras civiles del siglo XVI y del siglo XVII, en que, so capa de guerra religiosa, se disputaba realmente el predominio político sobre el continente. Entonces, los españoles, soldados de in Imperio, hacían en Francia exactamente el mismo papel que hacen ahora en España los alemanes y los italianos, pero a los ligueros católicos franceses que cooperaban con los ejércitos invasores de España en Francia, no se les ocurría decir que estaban fundando un imperio francés, y entonces el sentimiento del patriotismo, la moral del patriotismo y los dictados del sentimiento nacional no estaban en el punto a que en la edad moderna han llegado; los motivos eran otros, y cuando tanto el poderío francés como cualquier otro de Europa se constituyó, se constituyó precisamente contra nosotros, no a favor nuestro. El día que un rey francés, a costa de oír misa, recobro su capital, el ejército español que guarnecía París, abandonó la ciudad, tambor batiente, banderas desplegadas, y el rey Enrique, que los veía salir, les dijo: «Señores españoles, encomendadme a vuestro amo, pero no volváis más».
Este sentimiento ¿no estallará en el alma de los españoles que se crean patriotas y que crean estar alentados por un espíritu nacional, cuando hace ya más de tres siglos que un rey francés lo profirió pensando en la libertad de su pueblo? Nosotros sí lo sentimos, sí lo pensamos. Para nosotros la salida de los invasores de España es una cuestión de honra. En ninguna lengua del mundo se dice con tanta rotundidad: una cuestión de honra. Creemos que debe serlo para todos y, por tanto, una cuestión previa, porque ninguna nación puede vivir decorosamente ni tiene derecho al respeto ni a la amistad de las demás, si ha perdido la honra y la libertad.
La guerra civil está agotada
Las otras fases por que ha ido pasando el problema de España, o están vencidas, o están agotadas. Me refiero, claro está, al pronunciamiento inicial y a la guerra civil de que aquel pronunciamiento fue señal. Es un hecho indiscutible que el pronunciamiento militar fracasó; fracasó a las 48 horas, y estos dos años en que el poderoso concurso de hombres y material -mas importante quizá el del material que el de hombres- de Alemania y de Italia y la numerosa presencia de la morisma, no han bastado para derrocar por la fuerza a la República, están probando qué habría sido del pronunciamiento y de la guerra civil subsiguiente sin el auxilio exterior.
Esta no es una afirmación o una condolencia vana y puramente teórica, porque está preñada de consecuencias de orden político. La guerra civil está agotada, no porque haya arriado las banderas ni porque hayan suscrito nuestras tesis o nuestros puntos de vista políticos sobre la mejor manera de gobernar a nuestro país, no; está agotada por efecto de la experiencia terrible de estos dos años.
En la bases del ataque armado contra la República había, entre otros, unos errores que conviene señalar. Había, en primer término, un error de información, abultado y explotado por la propaganda: el error de creer que nuestro país estaba en vísperas de sufrir una insurrección comunista. Todos sabemos el origen de aquella patraña. Es un artículo de exportación de Alemania e Italia, que sirve para encubrir empresas mucho más serias. ¡Una insurrección comunista el año 36! ¡Cuando el Partido Comunista era el más moderno y menos numeroso de todos los partidos proletarios; cuando en las elecciones de febrero los comunistas habían obtenido, incluso dentro de la coalición, diecisiete actas, que representaban menos del cuatro por ciento de todos los sufragios emitidos en aquella ocasión en España! ¿Quién iba a hacer esa revolución? ¿Quién la iba a sostener? ¿Con que fuerzas, suponiendo, que ya es suponer, que alguien hubiera pensado en semejante cosa?
La lógica hubiera prescrito que ante una amenaza de este tipo o de otro semejante contra el Estado republicano y contra el Estado español, que no era comunista, ni estaba en vías de serlo, de alto abajo, ni en los costados, todas esas fuerzas políticas y sociales amedrentadas por esa supuesta amenaza, se hubieran agrupado en torno al Estado para defenderlo, hubieran hecho el cuadro en torno suyo, porque al fin y al cabo era un Estado burgués; pero, lejos de eso, lo cual prueba la falsedad de la tesis, en lugar de defenderlo lo asaltaron. Un error, además, sobre el verdadero estado del país, que no en vano venía siendo trabajado, no ya desde la República, si no desde 1917, y si se me apura un poco, desde comienzo de siglo, por una profundísima corriente de transformación política. Y derivado de este error, otro todavía más grave: el error de suponer que el pueblo español, atacado por sorpresa, no sabría ni podría ni querría defenderse. Estos errores sirvieron de base, de incentivo al móvil inmediato, al móvil inmediato confesable, que era defender los intereses, respetables sin duda, que se suponían amenazados por una revolución bolchevique. Y las pasiones que azuzaban esto, triste es decirlo, no eran si no el odio y el miedo, que han cavado en España un abismo que se va colmando de sangre española; y el resorte original, la intolerancia castiza, la intolerancia fanática. El enemigo de un español es siempre otro español. Al español le gusta tener libertad de decir y pensar lo que se le antoja, pero tolera difícilmente que otro español goce de la misma libertad, y piense y diga lo contrario de lo que él opinaba.
Conjugados todos estos elementos, se produce el alzamiento y ataque a mano armada contra la República y, en vez del triunfo fácil, del triunfo alegre para los agresores -penoso únicamente para los agredidos- , estalla una calamidad nacional, que no tiene precedente en la historia de España, con todas las consecuencias de orden político y económico, fácilmente previsibles, y que no dejaron de ser previstas, para cuando se produjera un ataque contra la solución de término medio que representaba la República. Y ya estáis viendo, ya estarán viendo el cuadro: el triunfo. en las nubes; cientos de miles de muertos; ciudades ilustres y pueblos humildísimos, desparecidos del mapa; lo más sano de ahorro nacional, convertido en humo; los odios, enconados hasta la perversidad; hábitos de trabajo, perdidos; instrumentos de trabajo, desaparecidos; la riqueza nacional, comprometida para dos generaciones. Y aquellos que, con esta operación, deseándola, preparándola, sirviéndola, pensaban poner a salvo esta u otra parte de su riqueza o de su interés, han averiguado ya que, merced a su operación, han sufrido lesiones, en el orden material y en el orden moral, mucho mayores que las que hubieran podido sobrevenirles de la República, aunque la República hubiera sido revolucionaria, y no moderada y parlamentaria como realmente lo era.
El daño ya está causado; ya no tiene remedio.
El daño ya está causado; ya no tiene remedio. Todos los intereses nacionales son solidarios, y, donde una quiebra, todos los demás se precipitan en pos de su ruina, y lo mismo le alcanza al proletario que al burgués; al republicano que al fascista; as todos igual. Durante cincuenta años, los españoles están condenados a la pobreza estrecha y a trabajos forzados si no quieren verse en la necesidad de sustentarse de la corteza de los árboles. Y el proletario que percibiera o perciba un salario de veinticinco pesetas será más pobre que cuando percibía uno de cinco o seis, y el millonario de pesetas se contentara con ser millonario de perras chicas o de céntimos, todo lo más. Esto ya no tiene remedio. Añádase a eso la empresa de desnacionalización, la empresa de desespañolización, anexa e inherente a la presencia de los gobiernos y de las tropas extranjeras en España, la cual empresa no se caracteriza ni se denota principalmente en el orden militar, ni siquiera en el orden político o internacional, con ser tan grave. Donde se denota y se muestra la garra clavada implacablemente en lo más vivo del ser español es en el orden económico. Las sumas gastadas por Italia y Alemania en España no las perdonarían; ni los esfuerzos hechos; ni abandonarían las posiciones tomadas, y, si los planes de los agresores se realizasen, durante dos o tres generaciones lo mas fructífero del trabajo español iría a las arcas de Roma y de Berlín, para quienes estarían trabajando los españoles, como les ocurrió a algunas de las naciones vencidas en la gran guerra hasta que se declararon en quiebra, porque España en esas condiciones sería una nación vencida y sojuzgada.
Por esto afirmo que muchos, cuando no todo, de los que han calentado y sustentado la guerra civil en España y todavía la sostienen, descubren ahora que en la guerra han comprometido y perdido mucho más de lo que imaginaban comprometer o poder perder. ¡Y cuántos, cuántos, y no de los menores, darían algo bueno por volver al mes de julio de 1936, y lo pasado, pasado, y que se borrase esta pesadilla y, sobretodo, que se borrase la responsabilidad de haberla desencadenado! La guerra civil está agotada en sus móviles porque ha dado exactamente todo lo contrario de lo que se suponía que se proponían sacar de ella, y ya a nadie le puede caber duda de que la guerra actual no es una guerra contra el Gobierno, ni una guerra contra los gobiernos republicanos, ni siquiera una guerra contra un sistema político: es una guerra contra la nación española entera, incluso contra los propios fascistas, en cuanto españoles, porque será la nación entera, y ya está siendo, quien la sufra en su cuerpo y en su alma.
Yo afirmo que ningún credo político, venga de donde viniere, aunque hubiere sido revelado en una zarza ardiente, tiene derecho, para conquistar el poder, a someter a su país al horrendo martirio que está sufriendo España. La magnitud del dislate, el gigantesco error, se mide más fácilmente con una consideración menos dramática, casi vulgar. Hace dos años que empezó este drama, motivado aparentemente en el orden político por no querer respetar los resultados del sufragio universal en el mes de febrero del 36. Han pasado dos años. Y cabe discurrir que, con la fugacidad de las situaciones políticas en España y con las fluctuaciones propias de las instituciones democráticas y de las variantes de la voluntad del sufragio popular, si en vez de cometer esta locura se hubiera seguido en el régimen normal, a estas horas es casi seguro que estaríamos en vísperas de una nueva consulta electoral, en la cual todos los españoles, libremente, podrían probar sus fuerzas políticas en España. ¿Qué negocio ha sido este de desencadenar la guerra civil?
Todos los españoles tenemos el mismo destino
Si convierto ahora la mirada a otros puntos del horizonte, es de advertir, hablando siempre con la misma lealtad, que en cuanto el Estado republicano y la masa general del país se repusieron del aturdimiento, de la conmoción causada por el golpe de fuerza, empezaron a reanudarse aquellos vínculos que la espada cortó. Y ciertas verdades, que habían sido inundadas por el aluvión, volvieron a ponerse a flote y a entrar en nueva vigencia, y, por fortuna, hoy nadie las desconoce; por fortuna, porque no se pueden infringir impunemente. Destaco entre ellas que todos los españoles tenemos el mismo destino, un destino común, en la prospera y en la adversa fortuna, cualesquiera que sean la profesión religiosa, el credo político, el trabajo y el acento, y que nadie puede echarse a un lado y retirar la puesta. No es que sea ilícito hacerlo: es que, además, no se puede. Que el Estado, en sus fines propios es insustituible, y no hay mas estado digno de este nombre, sin sus bases funcionales, cuales son el orden, la competencia y la responsabilidad; que no puede fiarse nada a la improvisación, como no se quiera decir que improvisación es hacer pronto y bien las cosas que la torpeza o la desidia hacían tarde y mal; fuera de ello, en la vida no se improvisa nada, y cuando se habla de improvisación se dice un vocablo vicioso o vacío, y cuando la improvisación se confunde con el arbitrismo, se cosechan tonterías, novatadas y fracasos. Y por último, que nuestra guerra, tal como nosotros la entendemos y padecemos, es una guerra de defensa, y su justificación única reside precisamente en la defensa del derecho estatuido para la garantía de la libertad de toda la nación y de la libertad política de sus miembros, sin que sea lícito anteponer al fin único de la guerra fines secundarios, ni hacer desviar hacia ellos la guerra misma, por respetables y venerables que sean esos fines.
En una guerra civil -yo lo digo desde lo más profundo de mi corazón- no se triunfa personalmente sobre un compatriotra.
Muchas veces, o, sino muchas, algunas, me he hecho interprete de estas verdades ante el público en general. Hace más de un año y medio, en aquellos días rudísimos, cuando la política y la guerra conjugaban su silueta sombría, alcé la voz en Valencia para recordar a todos, con aprobación del Gobierno, que el Estado republicano sostiene la guerra porque se la hacen; que nuestros fines de estado eran restaurar en España la paz y un régimen liberal para todos los españoles; que nosotros no soportaremos ningún despotismo ni de un hombre, ni de un grupo, ni de un partido, ni de una clase; que los españoles somos demasiado hombres para someternos, calladamente, a la tiranía de la pistola o la sinrazón de la ametralladora; que en la guerra no se ventila una cuestión de amor propio; que el triunfo de la República no podría ser el triunfo de un caudillo de un partido, si no el triunfo de la nación entera, restaurada en su soberanía y en su libertad. Sin amor propio, porque en una guerra civil -yo lo digo desde lo más profundo de mi corazón- no se triunfa personalmente sobre un compatriota.
Más tarde, también en Valencia, me levanté para decir que no es aceptable una política cuyo propósito sea el exterminio del adversario, exterminio ilícito y, además, imposible, y que si el odio y el miedo han tomado tanta parte en la incubación de este desastre, habría que disipar el miedo y habría que sobresanar el odio, porque por mucho que se maten los españoles unos contra otros, todavía quedarían bastantes que tendrían necesidad de resignarse -si este es el vocablo- a seguir viviendo juntos, si ha de continuar viviendo la nación.
Y hablando en Madrid al ejército que defiende la capital, un ejército español, como todos los nuestros, le dije, sacando a la luz su más íntimo sentir, corroborado por las lágrimas y por los aplausos de aquellos valientes soldados, que estaban luchando en causa propia, que se identificaba con la causa nacional, y que luchaba por su libertad, pero también por la libertad de los que no quieren la libertad. Y ellos lo aceptan y lo saben. Esta es la grandeza inconfundible del ejército español, del ejército de la República, el ejército que es ahora verdaderamente la nación en armas, en cuyas filas tanto el burgués como el proletario, tanto el intelectual como el manual, luchan y mueren juntos y aprenden a conocerse y a saber que por encima de las diferencias de clase y por encima de todos los contrastes de las teorías políticas, esta, no solo la indomable condición humana que nos iguala, si no la emoción de ser españoles, que a todos nos dignifica.
Este ejército que, con su tesón, con su espíritu de sacrificio, con su terrible aprendizaje está formando y ha formado el escudo necesario para que entretanto la verdad y la justicia se abran paso en el mundo, forja con sus puños y calienta con su sangre el arquetipo de una nación libre. Su causa, por española que sea, tiene una repercusión en todo el mundo. Hacia estos combatientes va no solo nuestra admiración, si no nuestro profundo respeto. Tejed con vuestro aplauso la corona cívica que merece su ejemplar ciudadanía.
Hace pocas semanas, el Gobierno de la República ha promulgado una declaración política que ha hecho bastante ruido, y yo lo celebro.
Ellos forjan el porvenir, y yo del porvenir no sé nada. El papel de profeta no me cumple. Y como, además, estoy en mi patria, no quiero forzar la veracidad del adagio. Del porvenir ha hablado el Gobierno, y está más en su función. Hace pocas semanas, el Gobierno de la República ha promulgado una declaración política que ha hecho bastante ruido, y yo lo celebro. En esa declaración política, lo que yo encuentro es la pura doctrina republicana -nunca he profesado otra-, y al prestarle mi previo asentimiento a esa declaración sin ninguna reserva, no hice más que remachar y repasar todos mis pensamientos y palabras de estos años. Para llenarla de contenido cada día más, para realizarla a fondo, no deben ponerse obstáculos al Gobierno, a este o a otro Gobierno que sustente la misma doctrina. Y es de advertir que no puede haber ningún Gobierno que no la sustente. En esa declaración, hablando del porvenir, el gobierno alude, más que alude, nombra expresamente la colaboración de todos los españoles el día de mañana, después de la guerra, en la obra de reconstrucción de España. Ha hecho bien el Gobierno en decirlo así. La reconstrucción de España será una tarea aplastante, gigantesca, que no se podrá fiar al genio personal de nadie, ni siquiera de un corto número de personas o de técnicos; tendrá que ser obra de la colmena española en su conjunto, cuando reine la paz, una paz nacional, una paz de hombres libres, una paz para hombres libres.
Y entonces, cuando los españoles puedan emplear en cosa mejor este extraordinario caudal de energías que estaba como amortiguado y que se ha desparramado con motivo de la guerra; cuando puedan emplear en esa obra sus energías juveniles que, por lo visto son inextinguibles, con la gloria duradera de la paz, sustituirán la gloria siniestra y dolorosa de la guerra. Y entonces se comprobara una vez más lo que nunca debió ser desconocido por los que lo desconocieron: que todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo. Ahí está la base de la nacionalidad y la raíz del sentimiento patriótico, no en un dogma que excluya de la nacionalidad a todos los que no lo profesan, sea un dogma religioso, político o económico. ¡Eso es un concepto islámico de la nación y del Estado! Nosotros vemos en la patria una libertad, fundiendo en ella, no solo los elementos materiales de territorio, de energía física o de riqueza, si no todo el patrimonio moral acumulado por los españoles en veinte siglos y que constituye el titulo grandioso de nuestra civilización en el mundo.
Todo el mundo, altos y bajos han mostrado, ya sin disfraz, lo que llevan dentro, lo que realmente son, lo que realmente eran.
Habla de reconstrucción el Gobierno. Y en efecto, reconstrucción será en todo aquello que atañe al cuerpo físico de la nación: a las obras, a los instrumentos de trabajo etcétera; pero hay otro capítulo, en otro orden de cosas, en que no podrá haber reconstrucción; tendrá que ser construcción desde los cimientos, nueva. Y esto, por motivo, por causas que no dependen de la voluntad de los hombres ni de los programas políticos, ni de las aspiraciones de nadie. En primer lugar, la conmoción producida por la guerra ha derrocado todas las convenciones sociales en vigor, no me refiero a las convenciones del tipo jurídico, si no a las convenciones de la vida social, del trato entre hombres, echándolas por el suelo al poner a cada cual en trance terrible de afrontar con inminencia la muerte. Todo el mundo, altos y bajos, han mostrado ya, sin disfraz, lo que lleva dentro, lo que realmente es, lo que realmente era De suerte que hemos llegado, por causa no precisamente de las operaciones militares, si no de la conmoción general originada en la guerra, a una especie de valle de Josafat, como después del acabamiento del mundo, en el que nadie puede engañarse ni engañarnos: todos sabemos ya quiénes éramos todos. Muchos se han engrandecido, otros, y no pocos, se han envilecido. ¡Dichoso el que muere antes de haber enseñado el límite de su grandeza! Muchos no han muerto, por desgracia suya. Esta conmoción de orden moral creara en el porvenir de España una situación digamos, incomoda, porque, en efecto, es difícil vivir en una sociedad sin disfraz, y cada cual tendrá delante ese espejo mágico, donde ya no se verá con la fisonomía del mañana, si no donde, siempre que se mire, encontrara lo que ha sido, lo que ha hecho y lo que ha dicho durante la guerra. Y nadie lo podrá olvidar, no por espíritu de venganza, si no como no se pueden olvidar los rasgos de la fisonomía de una persona.
Además de este fenómeno, de muchas y muy dilatadas y profundas consecuencias, como probara el porvenir; además de este fenómeno de orden psicológico y moral respecto de las personas, hay otro mucho más importante. Nunca ha sabido nadie ni ha podido predecir nadie lo que se funda con una guerra ¡nunca! Las guerras, sean o no exteriores y, sobre todo, las guerras civiles, se promueven o se desencadenan con estos o los otros programas, con estos o los otros propósitos, hasta donde llega la agudeza, el ingenio o el talento de las personas; pero jamás en ninguna guerra se ha podido descubrir desde el primer día cuales van a ser sus profundas repercusiones en el orden social y en el orden político y en la vida moral de los interesados en la guerra. Conste que la guerra no consiste solo en las operaciones militares, en lo movimientos de los ejércitos, en las batallas. No; eso es el signo y la demostración de otra cosa mucho más profunda y más vasta y más grande; eso es el signo de dos corrientes de orden moral, de dos oleadas de sentimiento, de dos estados de ánimo que chocan, que se encrespan, que luchan el uno contra el otro, y de los cuales se obtiene una resultante que nadie ha podido nunca calcular. Nadie, nunca.
El porvenir de España en el orden político, y en el orden moral, es un profundo misterio.
Guerras emprendidas para imponer sobre todo la unidad dogmática, han producido la proclamación de la libertad de conciencia en Europa y el estatuto político de los países disidentes de la unidad católica; guerras emprendidas para imponer la monarquía universal, han producido el levantamiento liberal, entre otros el del pueblo español; guerras emprendidas para abatir un militarismo, lo han dejado más vivo, lo han hecho retoñar más vigoroso, han hecho triunfar una revolución social. Nuestras propias guerras son ejemplo de lo que digo. Y no me refiero tampoco a la estructura política ni a las constituciones o a los decretos que vayan a hacer los gobiernos de mañana. No, no es eso; es la conmoción profunda en la moral de un país, que nadie puede constreñir y que nadie puede encauzar. Después de un terremoto, es difícil reconocer el perfil del terreno. Imaginad una montaña volcánica, pero apagada, en cuyos flancos viven, durante generaciones muchas familias pacíficas. Un día, la montaña entra de pronto en erupción, causa estragos, y cuando la erupción cesa y se disipan las humaredas, los habitantes supervivientes miran a la montaña y ya no les parece la misma; no reconocen su perfil, no reconocen su forma. Es la misma montaña, pero de otra manera, y la misma materia en fusión que expele el cráter, cuando cae a tierra y se solidifica, forma parte del perfil del terreno y hay que contar con ella para las edificaciones del día de mañana.
Este fenómeno profundo, que se da en todas las guerras, me impide a mi hablar de España en el oren político y en el orden moral, porque es un profundo misterio, en este país de las sorpresas y de las reacciones inesperadas, lo que podrá resultar el día de mañana en que los españoles, en paz, se pongan a considerar lo que han hecho durante la guerra. Yo creo que si de esta acumulación de males ha de salir el mayor bien posible, será con ese espíritu, y desventurado el que no lo entienda así. No tengo el optimismo de un panglosa ni voy a aplicar a este drama español la simplísima doctrina del adagio, de que «no hay mal que por bien no venga». No es verdad, no es verdad. Pero es obligación moral, sobre todos los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, de sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que le hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón.
Manuel Azaña Díaz
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