La inmigración ha sido el fenómeno de mayor repercusión social y económica de la década.
La inmigración ha sido por su importancia y por la rapidez con la que se ha producido, el fenómeno quizás más disruptivo del orden económico y social de nuestro país en la última década. Nada es como antes: desde nuestro mercado de trabajo hasta las finanzas públicas.
Analizar lo que supone la inmigración de modo correcto, para acertar después en su prognosis, obliga al rigor. Los estudios y contrastes se suceden, pero los datos son deficientes y no siempre se utilizan bien, por lo que los diagnósticos no pueden ser muy concluyentes. Por ejemplo, no parece que, por el momento, los nuevos inmigrantes hayan afectado en negativo el empleo de los autóctonos ni sus salarios, aunque el salario real per cápita de todos parece haber empeorado relativamente. Para que ello sea así, la desigualdad en la distribución de la renta tendrá que haber aumentado, así como también puede que lo hayan hecho algunos otros indicadores sociales (en salud, rendimiento educativo), todo lo demás igual. Y aun así parece atrevido afirmar que haya empeorado con ello el bienestar social.
En cualquier caso, nuestros trabajos empíricos no disponen aún de una serie estadística suficientemente larga que incluya en el registro una fase de ciclo económico bajista. Por ello no queda claro si el crecimiento es realmente a la inmigración (efecto llamada) lo que la inmigración es al crecimiento (contribución positiva al crecimiento total de la renta). Además, las encuestas con datos relevantes (como por ejemplo la de estructura salarial) llevan un elevado retraso (la última es del 2002), o se basan, como la de afiliados de la Seguridad Social, sólo en la inmigración regular. Tampoco permite afinar mucho el diagnóstico la propia definición de inmigrante, ya sea identificando un cambio de residencia permanente (como en las estadísticas de las Naciones Unidas), alguien "nacido fuera del país" o según se tenga o no la condición de "extranjero" (lo que depende de las leyes de naturalización de cada Estado), ni el escaso detalle con que se cuenta, para entender lo que mueve al inmigrante a emigrar y definir políticas coherentes con ello desde el Primer Mundo, sobre zonas de origen y provincia o país de destino, dada la elevada movilidad y rotación laboral observada en el inmigrante. De modo que toda prudencia es poca a la hora de derivar conclusiones. La prueba del algodón la va a dar el encaje que consiga en ocupación y salarios el inmigrante en situación de crisis, frente a los nativos. De momento sabemos que de los nuevos desocupados de este último trimestre un 60% son inmigrantes.
Aclarado lo anterior, no parece oportuno continuar el análisis para la prognosis. Como tampoco parece oportuno mantener la diferenciación entre nativos e inmigrantes a la hora de elaborar políticas sociales coadyuvantes a las nuevas situaciones que puedan surgir. Al fin y al cabo, todos pasan a ser ciudadanos si la ley les reconoce dicha condición. De ahí que en políticas de inmigración, las categorías se deben utilizar ex ante en su elaboración, pero una vez definida la acogida, no en su implementación ex post. Mantener dichas diferencias con los nuevos ciudadanos estigmatiza y dificulta, más que favorece, la cohesión social. El foco de la política social debe depender de la condición socioeconómica de cada cual, sin distingos entre tipos de ciudadanos según su historial de procedencia anterior, irrelevante al ser acogidos como ciudadanos propios del país.
Guillem López Casanovas – Catedrático de Economía de la Universitat Pompeu Fabra
La Vanguardia, viernes, 7 de diciembre de 2007