Sí, creo que soy la inmigrante que ha dicho ese señor que "colapsa el sistema sanitario español". La verdad es que estoy muy gorda. Ocupo mucho espacio. Ahora mismo espero mi turno para el médico y ocupo casi dos asientos que sumados al de mi hija resultan tres. Tres asientos. Lo bueno de ser inmigrante árabe es que nuestros números son iguales que los españoles. Así que aunque no entiendas las palabras y los primeros años limpies la bañera cuando te han dicho que pases el aspirador, al menos entiendes las cifras. Es algo.
Soy muy buena con los números. Enseguida me doy cuenta de que no voy a llegar a fin de mes con lo que saco con las casas y con lo que gasto para vivir y lo que le pago a la Seguridad Social. Con el sueldo de mi marido no podemos contar porque casi nunca le pagan. Trabaja en cosas de telefonía, tiene talento para los cables, pero siempre lo contratan subcontratas que lo mantienen en las empresas un periodo que llaman de prueba que consiste en trabajar sin cobrar hasta que lo echan. Una y otra vez. Periodo de prueba sin cobrar, y a la calle. Es una costumbre de aquí. Entonces a lo mejor le dan trabajo como jardinero en alguna de las casas que limpio yo, pero de plantas no entiende, y se pone nervioso, y mientras repaso los cristales lo veo sudar con las tijeras, podando a lo loco todo lo que no tiene que podar. Después se tumba deprimido en el sofá y dice que nos volvemos a Rabat porque allí por lo menos lo respetan. Y nos ponemos a discutir. Aquí, le digo, los niños estudian y aprenden cosas importantes que de mayores les harán llevar una vida mejor que la nuestra. Allí, le grito, cuando los niños están enfermos, no tenemos un médico al que podamos ir. Aquí, le grito fuera de mí, como dice el señor Cañete, he descubierto "la grandeza del sistema sanitario nacional", y es lo único que me importa, y lo que me hace soportar todo lo demás. Dime, gimo persiguiéndolo por la escalera hasta que se va, si hay una cosa más importante que poder ir al médico cuando estamos mal. Entonces me quedo sola con los niños, las cuentas, los recibos y el pañuelo en la cabeza, y me pongo a llorar. Me gustaría ser otra persona, pienso.Cómo me gustaría ser otra persona. Otra persona que no fuera yo.
– Sí, soy el camarero aquel del que hablaba Cañete que traía y llevaba "su cortado y su tostada con crema o con manteca colorá, enormemente eficaz", correteando por el bar. Se habrán preguntado, con nostalgia, qué ha sido de mí y mis "boquerones sin vinagre", adónde hemos ido a parar. Pues es que ya no pude más. Los sueldos se mantenían, pero las horas de trabajo no dejaban de aumentar, cosas del capital. En mi familia era un desconocido, las pantorrillas se me hinchaban, la sonrisa se me acabó por congelar y la manteca un día estuve a punto de untársela en la cara a una clienta. Eso me hizo replantearme las cosas, así no se puede ser un profesional. Entonces ahora me gano la vida en la construcción. Y no es que haya encontrado la felicidad, pero aunque no lo parezca, la jornada dura menos tiempo y me pagan un poco más. El trabajo a pie de barra, en estas condiciones, señor Cañete, mejor que lo hagan los demás. El que no tenga más remedio, que se ponga mi delantal.
– Sí, me gustaría ser otra persona, pero soy la "mano de obra inmigrante no tan cualificada que contribuye al crecimiento económico de baja calidad" de la que hablaba el otro día ese señor del Partido Popular. A mi mujer la dejé llorando en la escalera y yo me puse a trabajar en un bar. Tengo talento para los cables, pero se me queman las tostadas, derramo la leche de los cortados, no sé lo que es un boquerón, unto la manteca distraído y sólo pienso en reunir dinero para volver un día a Rabat. La espuma de la cerveza solo me recuerda a las olas del mar. Como camarero, tiene razón ese señor, yo soy una equivocación.
Clara Sanchís
La Vanguardia (15.02.2008)