A menudo, la primera impresión que te produce una persona ya te da el vivo retrato de lo que realmente es. Esto no me ocurrió con Josep Benet, fallecido en la madrugada del pasado martes, pocos días antes de cumplir 88 años.
Cuando conocí a Benet, estuve con él apenas unos pocos segundos, justo el tiempo que transcurrió entre abrirle la puerta, hacerlo pasar y acomodarlo en la sala de espera del bufete del abogado don Felipe Lagarriga, donde estaba yo haciendo unas prácticas mientras cursaba segundo de Derecho. Esto sucedía en el invierno de 1963, pocos meses después del famoso "contubernio de Munich", aquel encuentro en la ciudad alemana de la oposición no comunista al franquismo en el que participaron abiertamente, por primera vez, representantes del interior y del exilio, desde Ridruejo y Gil Robles hasta Rodolfo Llopis, pasando por figuras venerables como Salvador de Madariaga. El abogado Lagarriga había estado en los años de la República afiliado a la CEDA y, fiel a sus ideas, en aquellos tiempos de dictadura, formaba parte de la entonces llamada "izquierda demócrata-cristiana", cuyo líder era el antiguo ministro republicano Manuel Giménez Fernández. Lagarriga, como representante catalán de dicho grupo, había participado en la reunión de Munich y hablaba de ella constantemente. Tras entrevistarse con Benet, el abogado me dijo en tono confidencial: "Este hombre que has visto entrar es una de las principales figuras de la oposición en Catalunya".
Quedé asombrado. Aquel hombre que había visto entrar no tenía ninguna pinta de ser oposición a nada. En efecto, la sombra que tan fugazmente había entrevisto era la de un hombre ya mayor, con paso titubeante, aire despistado, descuidado en el vestir y extremadamente tímido, es decir, todo lo contrario de un hombre de acción, aquello que uno presupone en un político y, más todavía, en un resistente a una dictadura. Contrastaba excesivamente con los clichés de mis modelos antifascistas, tanto los auténticos como
Jean Moulin o André Malraux como los de ficción, por ejemplo, Victor Laszlo, el marido de Ingrid Bergman en Casablanca.No se parecía en nada a ninguno de ellos. Sin embargo, con el tiempo, me di pronto cuenta de que la personalidad de Benet no sólo no respondía a la imagen que me formé tras esta primera impresión, sino que era exactamente la contraria: un hombre con el fuego interior propio de los personajes de una pieza, con una gran energía y fuerza de decisión, que se iba rejuveneciendo al paso del tiempo, implacable como polemista y que vestía de forma atildada. En los años sesenta y setenta fue un personaje clave en la oposición franquista de Catalunya.
Nacido en 1920, Benet pertenecía a la generación perdida, la que llegó a la universidad en los primeros años cuarenta y, como católico, catalanista y demócrata, no podía encontrar su lugar en la sociedad más que rebelándose contra aquel estado de cosas. En un país normalizado, hubiera sido un democristiano y, en sus primeras andanzas políticas, eso es lo que fue. Pero con el tiempo vio que las exigencias eran otras y escogió un papel distinto, el papel del antifascista militante cuya obsesión fue la unidad de las fuerzas de oposición al régimen en el ámbito de Catalunya.
Junto a otras personalidades del mundo católico – Maurici Serrahima, Agustí de Semir, Josep Maria Vilaseca, José María Valverde- se ofreció como puente entre estos sectores y la izquierda, especialmente la aislada izquierda comunista. La renovación religiosa que supuso el concilio Vaticano II facilitó enormemente las cosas. La Assemblea de Catalunya fue el principal resultado político de estos afanes. Posteriormente, su candidatura como independiente a la presidencia de la Generalitat encabezando la lista del PSUC con pretensiones unitarias, creo que fue un error por ambas partes, tanto por su parte como por parte del partido de los comunistas catalanes. El franquismo había desaparecido y la unidad entre las fuerzas políticas democráticas carecía de sentido: los tiempos habían cambiado y lo único que debía medirse en unas elecciones era la fuerza de cada partido para competir parlamentariamente con las demás.
Nunca supe muy bien si Josep Benet fue un abogado, un historiador o un político. Creo que su verdadera personalidad consistió en acumular las tres cosas sin ser propiamente una figura de primera línea en ninguna de ellas. Benet fue un mediador entre mundos diversos, tanto profesionales como ideológicos. Abogado por su sentido de la justicia, historiador por su creencia en el peso de la tradición y político por responsabilidad social. En esta última faceta destacó, primero, como conspirador debido al constante activismo al que le impulsaba su sentido moral; y, segundo, como eminencia gris debido a su desinterés en salir retratado en el primer plano de cualquier foto.
De Josep Benet me han distanciado aquello que son creencias, especialmente el nacionalismo y la religión. Pero siempre le he admirado por su rectitud ética, por su sentido de la tolerancia, por su comprensión de los motivos del adversario y, sobre todo, por una última razón: por ser un incansable corredor de fondo.