De constitución débil

Antonio RoigEl  gran problema que presenta el descrédito creciente de las instituciones y de la vida política es la quiebra de la confianza. Cuando dejo de confiar en mi pareja, mi vecino, mi proveedor habitual, mi compañero de trabajo, mi jefe,… la vida se vuelve un infierno. La confianza ofrece seguridad y estabilidad psicológicas. La desconfianza es sinónimo de ansiedad y de frustración. Si quien pierde mi confianza es mi representante político o el conjunto de ellos, entonces la respuesta es volver la espalda, la decepción respecto del sistema, la desafección (como diría el President Montilla). Si esta actitud se generaliza, la Historia nos enseña que se abona el terreno para la llegada de un líder salvador. Confiemos (en el sentido de tengamos fe) en el progreso y esperemos que tal cosa no vuelva a ocurrir.

Viene todo esto a cuento del fallecimiento del magistrado del Tribunal Constitucional Roberto García Calvo. Una buena parte de los medios de comunicación titularon la noticia mencionando que su pérdida representaba la ruptura del “equilibrio” del alto organismo. La correlación de fuerzas entre “conservadores” y “progresistas” se inclinaría definitivamente del lado de los segundos al quedar ambos grupos empatados a cinco, situación en la que resolvería el voto de calidad de la Presidenta, sesgada del lado gubernamental y supuestamente progresista. El periódico El Mundo editorializaba: “Ello no es una elucubración porque la experiencia demuestra que, en todos los asuntos importantes donde hay intereses políticos, los magistrados siempre han votado en función de su afinidad ideológica”.

El asunto no puede sino producir un asombro ingenuo. ¿Acaso el poder judicial no es independiente? ¿No se trata de personas que analizan y deciden de acuerdo con la Ley y no de acuerdo con criterios partidistas o sesgados? ¿No es la imparcialidad la virtud más excelsa de la Justicia?¿Cómo es que no saltamos indignados al oír estos comentarios, movidos por algún resorte que pueda restarnos de indignación moral? La respuesta es sencilla: porque nos hemos acostumbrado. El sainete del Tribunal Constitucional hace ya mucho tiempo que dura. Es una de las consecuencias de la ruptura profunda que ha traído consigo el Estatuto de Cataluña y, por tanto, una de las irresponsabilidades con las que el gobierno Zapatero nos obligará a cargar durante largo tiempo. Y, además, se suma a otros sainetes y milongas que venimos bailando desde el advenimiento de la democracia, jueces-estrella, fiscales-títere, sentencias y leyes que se interpretan y se inclinan ora de aquí, ora de allá…

Ayer, un periódico titulaba: “El PSC exige que no se sustituya al juez fallecido antes de la sentencia sobre el Estatuto catalán”. Se hacía eco de declaraciones de Miquel Iceta y en el cuerpo de la noticia venía el asombroso argumento que el representante del PSC esgrimía: “sostuvo que la situación precongresual del PP impedirá proceder ahora a la renovación del tribunal”. Y es que en este asunto, como en otros relacionados con la Justicia, se ha perdido por completo la vergüenza política. La sectarización creciente en que hemos vivido la legislatura anterior, conlleva, entre muchas otras, esta penosa consecuencia. Nadie da un paso, por justo que pueda parecer, que suponga conceder una ventaja al “enemigo” –sí, con todas las letras– político. En este asunto, como en su momento en los esfuerzos por impedir que llegara al Constitucional la Ley de Política Lingüística catalana, es donde se muestra la desfachatez en toda su crudeza. ¿Acaso no hay mejor reconocimiento de la falta de constitucionalidad de un texto legislativo que la firme voluntad de impedir su revisión por un órgano competente?

Si la penetración del sectarismo político en la sociedad y en las instituciones va a seguir por este camino, si la solución final va a ser que en cada legislatura adoptaremos una visión del mundo y de la estructura social y la vida en común única que desplace a la que haya conseguido menos votos, dejémonos de hipocresías y fingimientos y deshagámonos de todos estos organismos que cuestan dinero y no sirven para nada, salvo para enredar las cosas.

Démosle la patada a Montesquieu de una vez y no nos queramos revestir de pureza y limpieza democrática, acudiendo al espíritu ilustrado (ya muy empolvado y bastante carcomido) y reconozcamos abiertamente que lo que queremos es poder para manejar la realidad a nuestro antojo, sin trabas de ninguna clase. O, alternativamente, sin darle la patada, de forma más elegante y circunspecta, como corresponde a la era posmoderna, enterrémosle organizando elecciones a la vez para el legislativo, el ejecutivo, el judicial y el grupo mediático de turno. Puede que alguien considerara que no es democrático, pero sería mucho más limpio.

Qui prodest? ¿Quiénes son los principales beneficiarios del descrédito del Constitucional? Una vez que hayamos llegado a la conclusión de que no se puede confiar en los arbitrios de nuestro tribunal superior, habrá llegado el momento de concluir que una posible sentencia contraria al Estatuto de Cataluña carecerá de virtualidad. De manera que los más interesados en desacreditar a las instituciones son aquellos que desean verse libres de ellas, no para alcanzar estándares de pureza democrática o moral, sino para tocar poder en su pequeña ínsula Barataria.

Antonio Roig (21.05.2008)

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