Mario Capecchi, premio Nobel de Medicina 2007 por sus investigaciones genéticas
Lluís Amiguet – Tengo 70 años: cuanto más estudio, menos sé y más me divierto. Nací en Verona. Tengo una hija artista: como la ciencia, el arte requiere extrema libertad y extrema disciplina. Soy religioso, pero no creyente. Colaboro con el Centre de Medicina Regenerativa de Barcelona
Le voy a dar una gran noticia…
¿Un descubrimiento?
¡Sí! Para mí, genial: hace cinco días, este viernes, gracias al premio Nobel, he descubierto que tengo una hermana. Ella me reconoció en las fotos publicadas, me llamó y… ¡He conocido a mi hermana a los 70 años! ¡Y somos muy parecidos!
Me alegro por ustedes. De verdad.
Ha sido como volver a ver a mi madre: ¡mueve la cabeza igual que ella! Se lo he dicho y ha llorado, porque ella no pudo conocer a mamá. Soy genetista, pero los genes jamás me habían proporcionado un premio parecido hasta ahora. He sido feliz.
¡Es maravilloso! ¿Cómo ha sucedido?
Es una larga historia…
Cuente: luego hablaremos de genética.
Mi primer recuerdo es cuando vivíamos en los Alpes tiroleses y la Gestapo vino a buscar a mi madre. Yo tenía tres años y medio.
¿Por qué la detuvieron?
Mi madre, Lucy Ramberg, se enamoró de un aviador italiano: mi padre, Mario Capecchi. Mamá era una poetisa, una intelectual antinazi y antitotalitaria, y ya barruntaba que iban a ir por ella. Por eso vendió todo lo que tenía y les dio el dinero a unos granjeros del Tirol para que cuidaran de mí por si algún día a ella le pasaba alguna cosa.
Y pasó.
Mamá acabó en un campo de concentración; jamás, ni siquiera años después, quiso explicarme cuál. No quiso ni hablar de ello.
¿Y usted?
Los granjeros me cuidaron unos meses, pero un día el dinero de mamá… desapareció.
¿Se lo gastaron?
Eh… Humm… Ellos son gente estupenda. Los he conocido otra vez hace poco. No sé… Algo pasó y…, bueno, yo acabé en la calle…
¡Dios mío! ¡Si sólo tenía cuatro años!
Sí, cuatro y medio, y después estuve hasta los nueve años sobreviviendo en las calles con una pandilla de chiquillos.
¿Mendigando?
Bueno. Y robando. Éramos un grupo de críos y robábamos en pandilla para poder comer por toda la Italia de posguerra.
Duro aprendizaje.
¡La ciencia de la calle! Siempre he pensado que lo que aprendí entonces con aquellos ladronzuelos me sirvió después como investigador: una cierta intuición del porvenir…
¿En qué sentido?
Mire, el cerebro está todo interconectado. Crees que aprendes sólo solfeo y en realidad estás fortaleciendo también tu orientación en el campo; crees que sólo juegas al ajedrez y en realidad también perfeccionas tu sensibilidad cromática… El cerebro tiene caminos aún inexplorados, pero ciertos.
¿Y su madre?
Tuvo a mi hermana en cautiverio y se la quitaron y sobrevivió. Le costó dos años encontrarme en aquella pandilla de delincuentes: habíamos salido del Tirol y acabamos en Calabria. Y mamá decidió que nos fuéramos a América, porque ella tenía allí un hermano.
¿Y allí empezó a estudiar?
En Filadelfia. No aprendí a leer hasta los 13 años, pero entonces ya sabía todo sobre la vida: me las había ingeniado para sobrevivir. Y luego resultó que yo era un empollón.
Harvard… Doctorado con honores.
Y ante todo un estilo de trabajo. Mi estilo es personal, pero en equipo, un equipo pequeño. Jamás subcontrato un trabajo: todo lo hacemos nosotros en nuestro laboratorio.
¿Por qué?
Nadie hace mejor un trabajo que quien lo desea. El éxito investigador depende a menudo de pequeñísimos detalles: alguien que hace sólo una parte, sólo por dinero y por encargo no lo va a hacer tan bien como tú.
Doctor: se ha cargado el outsourcing.
Lo que queda de verdad es el trabajo personal, vocacional y artesano. Ahora empiezo un proyecto para los próximos veinte años, pero nunca olvido que los descubrimientos siempre se producen por casualidad… si trabajas lo suficiente para provocarla.
¿De qué se trata ahora, doctor?
¿Por qué los ratones sólo viven dos años? ¿Qué genes hay que modificarles para que vivan más y con sus capacidades intactas?
¿Curaremos el cáncer?
No podremos prevenirlo, pero sí mejorarán las terapias hasta conseguir curar muchos cánceres, y, al final, seguramente todos.
Ha curado algunos de forma insólita.
Sólo se trata de encontrar la proteína que falla y el medicamento que soluciona el fallo ese tan específico en un gen determinado: tenemos 30.000. ¡Es el puzzle más interesante que se pueda imaginar! Todo está en él y en cómo nuestro cerebro se relaciona con el medio y estimula genes.
¿Creó un ratón obsesivo-compulsivo?
Le inyectamos a un ratón la modificación del gen correspondiente: ¡y el ratón actuaba igual que un humano con ese síndrome!
Y demostró que nuestros genes se pueden reparar: así empezó el futuro.
Nada me hace más feliz que descubrir cómo funciona un mecanismo: los genes son inteligencia – capacidad de adaptación- almacenada y transmitida por aquellos que lograron sobrevivir. ¡Menudo mecanismo!
¿La investigación debe tener límites?
La información no debe tener límites, pero su utilización, sí: límites que cambian. En los 70, por ejemplo, los conservadores, la religión y los políticos condenaron la fecundación in vitro. Hoy el cinco por ciento de los bebés son probeta: ¿dónde estarán los límites en el futuro?
"Familia desestructurada sin padre y con una madre bohemia que acaba en la cárcel; su hijo con cuatro años mendiga y roba en las calles": podría ser la infancia de Al Capone y, en cambio, es la de uno de los seres más inteligentes y bondadosos que he conocido. Nobel de Medicina, sí, pero créanme que en él no es lo más importante. Su franca sonrisa, su talento, su optimismo y su incapacidad de hablar mal, incluso de los granjeros que yo – más cínico- diría que le abandonaron por dinero, hacen de Capecchi uno de los personajes que han pasado por La Contra que, de paso, han cambiado mi vida. Tras conocerle, me lo pensaré dos veces antes de quejarme de mi mala suerte o de hablar mal de alguien.
La Vanguardia-La Contra (27.05.2008)