Putas y demás familia

Niñas prostitutasAcaba de obtener por oposición su puesto de profesor de universidad. Es un hombre atractivo y, desde que le conozco, le he conocido unas cuantas novias, todas ellas de buen ver. Nada haría creer que necesita recurrir al sexo mercenario. Es más, no lo necesita.

Por eso me sorprendió tanto que me contase con la mayor naturalidad que con ocasión de la despedida de soltero de un amigo habían ido a un club y se había corrido la gran juerga con unas rumanas. ¿Pagando? Sí, claro. Cuando me escandalicé y le dije que no entendía que un hombre que se proclamaba de izquierdas podía presumir también de semejante gañanada, me llamó feminista retrógrada, estrecha y no sé cuántas cosas más. Para lo que se había gastado, le dije, bien podía haber invitado a una mariscada a alguna amiga que habría pasado gustosa la noche con él. Pero no es lo mismo, me dijo. No, claro que no. Porque existía una posibilidad, por pequeña que fuera, de que la tal amiga hubiera dicho no.

Sé que hay prostitutas que lo son por decisión propia. Conozco algunas. Son una minoría y no trabajan en clubs. Las rumanas y las eslavas que trabajan en prostíbulos están sometidas a unas condiciones draconianas, a horarios interminables de trabajo a cambio de un sueldo miserable, en el caso de que sean ellas quienes lo reciban. Le recomiendo a mi amigo, y le recomiendo a usted, la lectura del ensayo McMafia, de Misha Glenny, que habla de las redes globalizadas que actúan en nuestro planeta y que dedica varios capítulos a la trata de blancas. Quizás si mi amigo se hubiera enterado de cómo se recluta con engaños a las chicas eslavas, de cuán salvajemente se las maltrata para aterrorizarlas, de cómo se les retiene el pasaporte, se hubiera planteado invitar a un café fuera del club a una de aquellas chicas y, cuando la chica se hubiese negado, quizás habría comprendido que sencillamente tiene prohibido salir del club sola.

Otro libro me puso los pelos de punta es El silencio de la inocencia, de Somaly Mam, que cuenta su vida como prostituta infantil en Camboya, vendida a los ocho años a un burdel y sometida desde entonces a todo tipo de torturas físicas para asegurar su terror y por ende su pasividad y su sumisión. Oh, pero eso sucede en Camboya, en Tailandia, no aquí. Sí, pero los clientes que pagan por esas niñas son occidentales. Por otra parte, Camboya ha firmado documentos en los que se compromete a luchar contra el tráfico de seres humanos. No ha cumplido el acuerdo, y a día de hoy es más fácil encontrar allí una puta de ocho años que un helado, pero Camboya sigue recibiendo ayudas económicas de la comunidad internacional y ninguna sanción. Y sin la existencia de sanciones, las declaraciones de intenciones se quedan en letra muerta.

Pero tampoco hace falta ir a Camboya o a Tailandia para encontrar a niñas víctimas de la trata de blancas. Basta con que se den una vuelta por la Casa de Campo en Madrid. ¿Cuántas de entre las jóvenes africanas que allí se exhiben semidesnudas en un escaparate de carne fresca han cumplido los 18 años? No se sabe, porque ninguna tiene papeles. Cierto que todas allí tienen pecho turgente, pero es sabido que las africanas que alcanzan el desarrollo sexual antes que las europeas, y allí más de una tiene el rostro y caderas de púber. ¿Alguien protesta? No. ¿Algún policía detiene al cliente que les paga y le acusa de estupro? No. Pero, eso sí, todos ponemos el grito en el cielo cuando nos hablan de paidofilia en internet.

Lucía Etxebarría

La Vanguardia-Magazine (24.08.2008)

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