Las cuatro cabezas equinas representadas en la cueva de Chauvet, las primeras atribuibles a humanos, son perfectas. Hace 32.000 años, la máquina de construir mundos posibles ya se había puesto en movimiento
Son cuatro cabezas equinas fáciles de reconocer ya que todavía hoy se pasean por la estepa mongol unos pocos caballos de Prezewalski, que no son sino sus descendientes. Se trata de animales paticortos, cabezones, de vientre prominente, pero insensibles al hielo y de inagotable fortaleza. Sin embargo, lo que sorprende en estas cuatro cabezas no es tan sólo la exactitud del trazo, la seguridad y elegancia de la curva que define la quijada, la perfecta proporción de orejas y ollares, sino, por encima de todo, los ojos. La mancha ocular es apenas una leve almendra negra protegida por el hueso de la órbita, pero tiene la expresión tan viva como los ojazos forrados de pestañas y reflejos cristalinos de los caballos de Rubens. No obstante, no es la misma mirada. En Rubens, en Velázquez, el ojo del caballo montado por un rey o un condotiero, es un ojo abrumado por la gloria del jinete y se abre desmesuradamente, como espantado por la responsabilidad. Muy al contrario, en estos cuatro caballos los ojos tienen la mirada a medio párpado, tierna, dócil, turbadora, que hace del caballo una bestia inseparable del humano.
El segundo aspecto remarcable del dibujo es la crin, corta, de cerda gruesa, alineada en paralelo al robusto cuello, similar a las crestas de algunos soldados afroamericanos, un cepillo tan duro al tacto como la roca sobre la que están pintados en la cueva de Chauvet. El dibujo se encuentra en la llamada Galería del Megaloceros junto a esquemas que parecen corresponder a los antecesores del rinoceronte y el alce. En estas paredes de roca es posible que los aprendices probaran el uso del carbón de pino y ensayaran sus primeras representaciones bajo la dirección de un maestro. Lo asombroso es que estas imágenes, las primeras que conocemos atribuibles a humanos de hace 32.000 años, son ya perfectas. Las cuatro cabezas equinas de Chauvet no tienen nada que envidiar a la soberbia cuadriga helena que corona la basílica de los Dux venecianos y son muy superiores a los caballos de Meissonier o de Gericault.
Prueba concluyente de nuestra frivolidad es que sin saber apenas nada sobre tan inquietantes imágenes, las hemos aceptado con toda normalidad. ¿Normal, la aparición de las imágenes en la vida del universo? ¿Y su perfección súbita, como si hubieran estado esperando detrás de un velo? ¿Su inescrutable función en una sociedad con poca necesidad de adorno y en el límite de la supervivencia? Todas las hipótesis sobre el arte rupestre han ido fracasando una detrás de otra. No son imágenes "religiosas" porque no es posible separar un ámbito específico para lo religioso en aquellas hordas de cazadores nómadas. O bien todo era religioso o bien nada lo era. Posiblemente nuestros abuelos, como nosotros, ni eran religiosos ni creían en dioses, aunque temían a las fuerzas inaprensibles que podían causar daño y les ponían nombre, como hoy se lo damos al cáncer o al cambio climático. Tampoco podemos decir que formaran parte de un ritual venatorio, porque si bien hay representaciones de escenas de caza no por eso se las puede relacionar con ningún ritual, del mismo modo que una pintura ecuestre de Velázquez sólo tiene una remota relación con el protocolo de las monarquías absolutas.
Lo que es indudable es que en algún momento los humanos necesitaron (¿necesitamos?, ¿seguimos siendo humanos como ellos o hemos dejado ya atrás esa tan particularmente frágil condición?) y por lo tanto produjeron, imágenes. ¿Por qué, con qué finalidad? Ninguna hipótesis hasta ahora resiste el análisis. Sólo podemos aventurar que las imágenes nacieron (y nacieron perfectas) cuando los humanos sintieron la irresistible necesidad de ver hacia fuera, de manera que se convirtieron en "el punto de vista", el lugar orográfico desde donde "se ve". La aparición de las primeras imágenes inventa la visión (en absoluto lo contrario) como un instrumento ya propiamente técnico para ampliar nuestro cuerpo. La máquina de construir mundos posibles se había puesto en movimiento y gracias a ella el mundo obligatorio, aquel al que habíamos sido condenados (lo que más tarde llamarán El Edén) se convertía en un dominio controlado.
¿Qué sucedió hace 32.000 años para que una necesidad tan insensata se hiciera inevitable? Insisto: ¿qué necesidad era ésta que separaba con un hachazo inicuo (y para siempre) el ámbito que poco más tarde se llamará "Madre Tierra" o "Naturaleza" y los humanos capaces de representarla con imágenes desde fuera? ¿Y sucedió sin lucha? ¿Nadie se vio sacudido por el terror de lo que aquella separación ponía en marcha? ¿No hubo entonces humanos sensatos que se negaran a abandonar la tierra común? Nunca lo sabremos, pero podemos sospechar que la perfección de las imágenes rupestres esconden quizás cientos o miles de años de enfrentamiento e iconoclastia.
Representar caballos, bisontes, mamuts o cérvidos era rebajarlos de rango, reducirlos a unidades abstractas e intercambiables. Ya nunca más podríamos hablar de este caballo o aquel otro, entes tan perspicuos como tú y como yo. A partir de la primera imagen quedaba dominada la totalidad de los caballos y podía llegar Platón (29.500 años más tarde) para darles la definitiva patada que los elevaría al mundo de las Ideas, allí en donde se puede amar sin dolor.
Los humanos somos aquello que de nosotros dicen nuestras imágenes. La constelación de imágenes que determina nuestra inserción en el mundo es lo que marca inflexiblemente aquello que podemos ver y lo que para siempre será invisible. Tal es el rigor de la pérdida que habremos de concebir un empleo específico, con nombres diversos hasta llegar al de "artista", para que alguien atisbe (o fantasee) más allá de lo que es imposible ver. Entre el niño que pudo ver bisontes y caballos en los muros de su hogar y aquel que nunca los vio, hay una separación inicua.
Para quien nunca conoció imágenes, los caballos y bisontes reales eran esplendores que se cruzaban algún día en su camino, sea galopando o ya muertos y con las entrañas humeantes, arrimados por los cazadores al poblado. Estos caballos y bisontes individuales eran escasos en la vida de cualquier niño y tan cercanos a la muerte como los humanos mismos que les daban caza. Hubo de haber un respeto profundo entre los mortales cazadores y aquellos otros mortales cuya carne les alargaba la vida. Por el contrario, para el niño que ya creció viendo bisontes y caballos en los muros de su hogar, los ejemplares vivos o muertos que se cruzaron en su camino eran sólo copias (o casos) de los verdaderamente únicos y reales caballos y bisontes que presidían el hogar. Las imágenes eran lo permanente. Sus copias vivas en el mundo, tan sólo formas efímeras que como sombras se cruzaban un instante con la luz solar para desaparecer de inmediato.
Una vez traspasada esa frontera, una vez admitida la impiedad original (obsérvese que esa impiedad no tiene lugar en el choque de un torero con la bestia singular que le ha tocado en suerte, la cual siempre tendrá la misma individuación y nombre propio que su matador, a diferencia de la res de matadero), una vez dado el paso fatal de dominar el mundo mediante representaciones y signos, ¿no era lo obligado, o por lo menos lo esperable, proceder a la siguiente ambición de dominio mediante el invento de los dioses, los cuales aparecieron (y se ocultaron) en el acto mismo de ser representados en imagen? Quienes convivieron desde la infancia con imágenes de los dioses, ¿cómo iban a creer en ellos y reconocerlos si alguna vez se cruzaban con una figura asombrosa y espléndida?
Para los niños educados ya entre imágenes de dioses, el mundo sólo estaba poblado por humanos y fantasmas. Nosotros, que ya sólo tenemos imágenes, ¿con quién compartimos el mundo?
Félix de Azúa es escritor.
El País (13.09.2008)