El nacionalismo tiene pocos argumentos. Y, en su mayoría, averiados. Pero a los nacionalistas les da lo mismo.
El nacionalismo tiene pocos argumentos. Y, en su mayoría, averiados. Pero a los nacionalistas les da lo mismo. Una y otra vez los repiten sin atender a razones o datos, sin sentirse obligados a replicar a las críticas. Su proceder se sustenta en dos tesis que, combinadas en distinta proporción, abastecen un magro argumentario y una minuciosa y persistente práctica. La primera: la lengua proporciona una identidad compartida, identidad que sirve de fundamento a la soberanía. La segunda: la identidad se ve amenazada por un opresor nacionalismo de Estado, ante el cual resulta inevitable reaccionar.
Las dos tesis resultan endebles en sus fundamentos y en sus datos. Ahí van algunas proposiciones que las debilitan: la lengua no es una fuente relevante de identidad, a diferencia del sexo, el trabajo, la religión, la familia o el paisaje; la existencia de una identidad compartida no convierte a un grupo en una legítima unidad de decisión política; el castellano es la lengua común en todas y cada una de las comunidades autónomas, y, por ende, si hay que tomarse en serio las premisas nacionalistas, la fuente común de identidad, si hay que tomarse en serio las premisas nacionalistas; España es un país con muy baja diversidad cultural, como corresponde al enorme trasiego poblacional de la segunda mitad del siglo XX; España es uno de los países menos nacionalistas de Estado del mundo. Cada una de estas afirmaciones está avalada con respaldo empírico o analítico.
Para los nacionalistas, como si llueve. Peor. Cuando se les recuerdan cosas como éstas «se rebotan». Como si se tratara de bolas de billar, y no de sujetos intencionales que ponderan razones y datos, se sienten provocados. Desde el principio. Porque los nacionalistas siempre arrancan señalando un agravio, una provocación. Si hay que creerlos, la provocación inicial debió de ser tremenda, porque desde entonces no paran. Como si la termodinámica no fuera con ellos y cupiera el movimiento continuo. Y, si paran, se recargan con poco. Porque, para darle periódicamente cuerda a su infatigable matraca y mantener el calor de la tribu, como en el universo de Clarke, el portavoz de Newton en su polémica con Leibniz, el nacionalismo reclama un pequeño impulso. El último motor inmóvil fue Aznar, el crispador Aznar. Por supuesto, resulta irrelevante que Aznar pactara con ellos, que eliminara de la batalla política a Vidal Quadras, que llegara a acuerdos sobre financiación o trasvases. El mínimo gesto pone en marcha el mecanismo, reactiva la ofensa. Su sensibilidad es exquisita. Hasta el tribunal constitucional les provoca y eso que, por lo menos, les ha dado la razón tantas veces como se las ha quitado, que sobre esto también hay resultados empíricos.
Frente a la avalancha resulta tentador acabar diciendo «para usted la perra gorda». Sobre todo cuando la avalancha es tan mostrenca. Hasta la teología puede resultar interesante por su sutileza. El nacionalismo es otra cosa, es berroqueño. Y poderoso. Apetece poco hincarle el diente. Pero hay que hacerlo, porque no nos sale gratis, a diferencia de la teología, al menos de la teología que nos resulta más cercana y desde que Carl Schmitt está fuera del circuito intelectual de influencia política. A estas alturas de la biografía del mundo no tiene mayores consecuencias en la vida de las gentes que en la punta de una aguja quepan uno o cien ángeles. Con el nacionalismo no pasa lo mismo. Aquí nos jugamos derechos y libertades.
Quizá sea eso, que nos hostiga cada día con su indignación y que tiene consecuencias en la vida de todos, lo que explica que quienes aprecian la razón y tienen desarrollada la fibra política, recuerden lo evidente las veces que sea necesario. Cabría esperar que entre ésos el gremio más numeroso fuera de los profesionales. En razón de su oficio, tienen el hábito de lidiar con la justicia y la ley y están atentos a la pulcritud de las inferencias, a la relación entre los principios, y las decisiones políticas, entre la teoría y la práctica.
Una expectativa que sólo se cumple a medias. Son pocos los que resisten el reto del comentario habitual en prensa y, puestos a decirlo todo, entre ellos no faltan quienes en estos asuntos se ponen de perfil o, aún peor, jalean las consignas políticamente convenientes de las direcciones de los partidos o de unos gobiernos autonómicos siempre bien dispuestos a agradecer los informes jurídicos favorables a sus reclamaciones. Afortunadamente, no es ese todo el panorama. Al menos hay un par de miembros del gremio con punto de vista propio que desde las páginas de los periódicos tercian semanalmente en la política nacional desde las páginas de los periódicos semanalmente y, que, además, por ubicación geográfica, son testigos en primera línea de la batería de políticas nacionalistas. Uno de ellos es Francesc de Carreras, en La Vanguardia ; el otro, Roberto Blanco, en la Voz de Galicia .
Este último ha recogido sus artículos de los últimos años sobre nacionalismo en La aflicción de los patriotas . No sobra empezar por destacar que el libro, a pesar de la acidez del asunto, se lee con gusto. Los textos reflejan la precisión del jurista, la sensibilidad de quien ha vivido en directo y con alma de izquierdas la historia reciente de este país y un agudo sentido del humor que acude con pertinencia a la cultura popular. El autor agrupa los artículos en dos partes que, con guiño kantiano, titula «Crítica de la nación pura» y «Crítica de la sinrazón violenta». Conviene leerlos en estos días. Se ocupan de la política territorial y de la política antiterrorista del primer gobierno de Rodríguez Zapatero. Eso es lo mismo que decir que se ocupan de los problemas del actual. Porque, crisis económica aparte, no podemos olvidar que los principales retos del presente Gobierno son los líos en que nos embarcó el anterior. No deja de tener su aquel esta singular versión del Juan Palomo.
Para cualquier articulista, el nacionalismo es una mina. Uno de los procedimientos más eficaces del artículo de opinión consiste en arrancar de la anécdota hasta recalar en la categoría. La noticia del día permite identificar la tendencia. Una excelente estrategia para abordar el nacionalismo, que gotea sus mil intervenciones al servicio de un propósito único: la recreación de la identidad nacional. La identidad nacional oficia como la fuente de inspiración de un programa que aspira a regir la vida de las gentes en cada uno de sus detalles. Con ello, por cierto, el nacionalismo invierte la noción en la que se funda, el Volksgeist , el espíritu del pueblo. Mientras en su original interpretación historicista, el Volksgeist era el punto de llegada, el dato que se rastreaba en cada uno de los gestos de sus portadores, el nacionalismo se inventa el espíritu y después lo inocula, lo quieran o no, a sus supuestos portadores.
Revista de Libros nº 142 (octubre 2008)