En el caso de las fechorías del franquismo, opino que Garzón desbarra por completo
No tiene pies ni cabeza zanjar el debate histórico con sentencias
Hace poco más de 20 años me encantaba leer a los inusuales psicólogos de la escuela californiana de Palo Alto y sobre todo a Paul Watzlawick. Los libritos de éste (que en España publicó la editorial Herder) son muy breves, desenfadados y casi humorísticos, pero siempre plantean ideas-iceberg, o sea que tienen mucho más cuerpo de lo que aparece en la superficie… a diferencia de las obras de tantos pomposos gurús aquejadas de la deficiencia opuesta.
Me gusta en particular uno de ellos, titulado Lo malo de lo bueno. En él denuncia la tendencia a dar a los problemas y los conflictos lo que llama "soluciones clarifinantes", es decir, soluciones que no sólo eliminan el problema sino también todo lo que está relacionado con él: "Algo así como dice el chiste conocido: la operación ha sido un éxito, el paciente ha muerto". El mecanismo de las soluciones clarifinantes suele consistir en aplicar doble dosis de un remedio para duplicar su eficacia, desconociendo que medir la dosis forma parte también del remedio mismo: una aspirina puede aliviar nuestra jaqueca, pero kilo y medio de aspirinas no nos librará para siempre de los dolores de cabeza, sino que nos producirá úlcera de estómago…
No diré que el libro de Watzlawick influyó en la transición española (al modo que los de Pettit inspiran hoy a nuestro primer mandatario) porque fue publicado más tarde, pero se diría que su prudente advertencia iluminó retroactivamente a los políticos y ciudadanos en aquel trance. Porque el comentado éxito de la transición estribó precisamente en renunciar a la aplicación contra viento y marea de una solución clarifinante a la dictadura: los remedios que tácita o explícitamente se convinieron tuvieron cuenta de la dosis y no se excedieron en ella, en contra de lo que algunos (entre los que, ay, debo incluirme) pedían con perentoriedad maximalista. Se procuró dar cauce a la ética de las consecuencias más que a la de los principios y se intentó alcanzar una forma institucional de justicia que renunciase a los ajusticiamientos. En líneas generales, fue toda una lección de cordura colectiva, algo inesperada desde luego en un pueblo que tiene como emblema literario la figura de un simpático orate. Hoy no faltan sabios sobrevenidos que nos recuerdan lo obvio, es decir, que pesó en aquella opción el miedo a poderes fácticos militares y civiles todavía vigentes. Cierto, sin duda, pero vamos a ver: esos grupos influyentes y temibles no venían del espacio exterior sino de la entraña misma de un país complejo y difícil de reconciliar. ¿Hubiera sido aconsejable azuzarlos en un sentido u otro hasta que pudieran desbocarse por instinto de conservación? Se optó prudentemente por cambiar el país, no por cambiar fieramente de país… y creo que se hizo bien.
A este criterio respondieron, con sus aciertos y errores, las medidas que se tomaron en los terrenos políticamente más escabrosos, como las nacionalidades, las relaciones entre la Iglesia y el Estado, el Ejército y las fuerzas de seguridad, la pluralidad sin restricciones de partidos o la condonación de responsabilidades por los desafueros cometidos durante la dictadura (incluidos los actos de subversión terrorista). Salieron de la cárcel los presos, volvieron los exiliados que así lo desearon, se repuso en sus cátedras a profesores represaliados, se modificó la legislación en cuestiones de buenas costumbres y orden público, etcétera. En cierta medida -probablemente insuficiente- se trataron de remediar los más señeros atropellos sociales y personales cometidos en el pasado inmediato. Por lo general, se actuó con cautela (aunque a muchos les pareció loca precipitación) pero es patente que se derrochó buena voluntad conciliadora: basta para comprobarlo releer hoy serenamente el texto constitucional, cuyos aspectos menos satisfactoriosse deben precisamente al esfuerzo por calmar resabios y dar cauce moderador al radicalismo, a fin de recabar complicidad con la democracia incluso de aquellos que -partidarios del antiguo régimen o antifranquistas- mayor rechazo mostraban ante ella.
Con todos los altibajos que se quiera y bajo la amenaza persistente del terrorismo y del golpismo (que funcionaron en más de una ocasión mancomunados), esta lección práctica de cordura institucional dio notables frutos de prosperidad y regeneración de nuestra vida en común. Sin embargo, en los últimos años (¿cuántos? ¿15, 10, 5?) parece haber llegado a una fase de agotamiento e involución. Por lo visto, la sensatez se ha vuelto ya decididamente aburrida y muchos vuelven a reclamar las soluciones clarifinantes que prudentemente se dejaron de lado en el periodo transicional.
Volvemos por donde solíamos. En el terreno de la política lingüística, por ejemplo, ya no basta con que se puedan utilizar todas las lenguas oficiales en el terreno educativo y social: en algunas autonomías es preciso excluir y obstaculizar cuanto se pueda a la lengua común del Estado, negando como ilusorio el derecho a ser educado en ella o utilizarla para relacionarse con la Administración autonómica. Quienes protestan ante esta malversación de una legalidad pluralista son considerados fascistas y xenófobos, herederos de la peor reacción o al menos crispadores con afán de sembrar la discordia. Por otra parte, ya no basta que las creencias y prácticas religiosas sean respetadas en su ámbito propio igual que también en sus manifestaciones públicas, aunque siempre a título privado. Ahora se nos exige como necesario que la Iglesia mantenga intactos todos sus privilegios teocráticos de la época pasada y que incluso pueda decidir qué tipo de valores cívicos deben ser enseñados en la escuela, so pena de sublevar a la feligresía clamando contra la persecución religiosa. Un retroceso, dos retrocesos, varios retrocesos…
El último y por el momento más notable, la apertura de un proceso penal por las fechorías del franquismo, elevadas en la requisitoria de Garzón a la categoría de crímenes contra la humanidad. Lo que en un comienzo fue el razonable intento de satisfacer a quienes buscan los restos de sus seres queridos ejecutados para darles digna sepultura, pasó luego a una especie de revival de la vieja discordia fratricida para imponer a posteriori la salomónica justicia que no se hizo en su día: no ya desenterrar los muertos de la Guerra Civil, sino desenterrar a la propia Guerra Civil para que ahora por fin ganen los buenos. ¡Por fin va a quedar claro, judicialmente claro, que lo de Franco fue una dictadura y por tanto un rosario de abusos, arbitrariedades y crímenes! Ya me parecía a mí…
Tengo el mayor respeto por Baltasar Garzón: seguro que se ha equivocado a veces, pero como se equivocan los que hacen algo más allá de la rutina frente a los que sólo se atienen a ella, que aciertan siempre. El balance de sus iniciativas a lo largo de los años creo que es fundamentalmente favorable a la democracia y a la justicia. En este caso, en mi opinión desbarra por completo. Desde luego, ignoro si la razón jurídica está de su lado o la tiene el fiscal Zaragoza: la triste experiencia de los últimos años me ha demostrado que hay iniciativas que carecen de sentido común pero tienen sentido legal. Lo que me asombra es que bastantes, pese a dudar mucho de la viabilidad jurídica del asunto (¿qué responsabilidades penales van a pedirse, y a quién, si el franquismo es declarado culpable? ¿guillotinaremos al Rey, establecido en el trono por el dictador?) y secretamente convencidos de que todo se quedará en agua de borrajas, traten de vendernos el encanto simbólico de todo este asunto. Pues no: precisamente en el plano simbólico es donde resulta más clara la majadería. No tiene pies ni cabeza tratar de zanjar un debate histórico con sentencias judiciales ni combatir a los historiadores falsarios desde un tribunal. Nos dicen que la derecha no reconoce sus vínculos genealógicos con el franquismo; bueno, ¿y la izquierda? ¿Aireamos de nuevo la lista de líderes políticos, catedráticos, periodistas, etcétera, con un pasado azul que tú bordaste en rojo ayer? Todos ellos fueron franquistas (o combatieron el franquismo "desde dentro", es decir, con cargos franquistas) en la época más dura del régimen: se fueron curando luego, qué cosas. Por no hablar de quienes heredan sus modos en la imposición lingüística (nuevas versiones autonómicas del "hable usted en cristiano" imperial) o sencillamente en el mangoneo de favores o de ostracismos desde cargos públicos, de tanta raigambre dictatorial.
Ahora veo derribar la cárcel de Carabanchel, en la que hace 40 años pasé una breve y no diré que feliz temporada. La despido sin tanta nostalgia como muestran por ella los que no la conocieron por dentro. Y así me gustaría ver irse también al olvido a los hunos y los otros, como diría don Miguel, a quienes no olvidan porque su memoria viene de la ideología y no de la experiencia. Son el peor cáncer de la España actual, la de la crisis, el paro y la hostilidad centrífuga.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense.
El País (3.11.2008)