Ésta es la historia de Dolores, una mujer de 88 años. Estaba en silla de ruedas y mermada de facultades, pero con salud suficiente como para vivir en una residencia. A finales de diciembre, sin embargo, sufrió una crisis. Perdió la conciencia, tuvo fiebre, dejó de comer. Sus hijos la llevaron a urgencias y fue internada en el novísimo hospital de Puerta de Hierro (Madrid). Allí la han tenido desde entonces, alimentada y medicada a través de una sonda nasogástrica y en un estado de postración absoluto. Irrecuperable, según los médicos.
Hace una semana, la doctora a cargo de Dolores le dio el alta, pese a que la paciente está sondada, a su grado de deterioro y a la clara evidencia de que una enferma en esas condiciones no puede estar ni en una residencia ni en una casa particular. Los hijos comprendieron que el Puerta de Hierro podía no ser el centro más adecuado para mantener durante cierto tiempo a una enferma así, pero pidieron que fuera derivada a alguno de los hospitales existentes para pacientes geriátricos. Imposible. Se le daba el alta y tenían que irse. Los hijos se negaron, y llevan una semana de okupas en la habitación del hospital. Todos los días les recuerdan que tienen el alta, todos los días piden una solución. Viven en un limbo administrativo, temiendo que cualquier tarde les pasen una factura. Son gente instruida y capaz, y por eso han sabido resistir. Pero me pregunto cuántos comatosos de este tipo son devueltos a sus familiares, y cuántas personas sencillas se morirán de angustia al no saber qué hacer con sus enfermos, al sentirse incapaces de cuidarlos. Está bien construir hospitales rutilantes como el Puerta de Hierro (las instalaciones son un lujo y la atención es buena, dicen los hijos de Dolores), pero un verdadero sistema de salud es algo mucho más amplio y más complejo.
El País (27.01.2009)