Hemos de reconsiderar nuestra manera política de convivir, ya que las instituciones de 1978 se han deteriorado y ciertos usos y prácticas no tienen fácil encaje en un régimen democrático.
EL año 1993 publiqué un libro que titulé La ilusión política. El editor me indicó que sería oportuno completar el rótulo de la portada con la siguiente pregunta: «¿Hay que reinventar la democracia en España?». Efectivamente era la cuestión que se consideraba en las 235 páginas del texto y que, hace dieciséis años, no estaba suficientemente aclarada.
Ahora la respuesta tiene que ser afirmativa: un sí rotundo. Hemos de reconsiderar nuestra manera política de convivir, ya que las instituciones de 1978 se han deteriorado y ciertos usos y prácticas no tienen fácil encaje en un régimen democrático.
La reinvención ha de comenzar por la base del edificio, que, en este caso, son las reglas de participación de los ciudadanos en la elección de los gobernantes, lo que suele conocerse como sistema electoral.
No es admisible, a mi juicio, una ley que facilita la potenciación excesiva de los partidos que operan sólo en unas zonas de España. Es lo que viene sucediendo desde 1977.
El Congreso de los Diputados, pieza esencial de la organización política, tiene que ser un fiel reflejo de la totalidad de España. Con este propósito de obtener una representación auténtica, un perfil sin deformaciones, la vigente ley electoral no es la adecuada. Acaso la norma menos mala de las aplicadas en otros países puede ser la alemana. Al ciudadano se le conceden dos votos: con uno de ellos se pronuncia entre las listas presentadas por los partidos en circunscripciones relativamente extensas, por ejemplo una provincia nuestra; con el segundo voto se elige a uno de los candidatos de distrito, o sea en espacios territoriales menores. La proporcionalidad se garantiza en el reparto global de los restos. La mitad de la asamblea se forma con diputados de distrito, que obtienen el escaño gracias a la conjunción venturosa de la presencia personal del candidato en un vehículo partidista poderoso, y la otra mitad la integran los diputados de circunscripción, aupados al escaño por la fuerza del partido que los puso en sus listas.
La fórmula germánica está configurada con criterios de representación proporcional, y tiene cabida en el ámbito descrito por el artículo 68.3 de la Constitución Española.
Mi predilección por el régimen electoral alemán se debe, además, a la exactitud casi matemática que allí se consigue entre el porcentaje de votos y el porcentaje de escaños parlamentarios. No se registran las desfiguraciones de la voluntad popular que se producen en España, donde la representación proporcional, en teoría, se convierte en una representación mayoritaria en las provincias menos pobladas, en las que determinados partidos necesitan tres o cuatro veces más sufragios que otros partidos para ganar un puesto en el Congreso.
Insisto en la conveniencia de la personalización del candidato. Los ciudadanos deben saber quiénes son los elegidos, personas de carne y hueso, con sus virtudes y sus defectos. Votar listas de desconocidos, impuestos por los partidos, es un defecto grave de cualquier sistema.
Resulta, por último, que estos candidatos sin arraigo en su distrito quedan bajo la influencia de quien los designó. Situación distinta -y mejor- es la de los aspirantes a cargos públicos que tienen que ganarse previamente la confianza de los votantes. En el sistema de distritos uninominales, según el modelo británico, los elegidos están más próximos a los ciudadanos.
La combinación alemana -reitero- es quizás la menos mala. Y la exigencia para entrar en el Parlamento de «un tanto por ciento de los votos de la totalidad de la República» es otra norma que hay que tener en cuenta.
También debemos reconsiderar el modo de dar a conocer a los candidatos. Desde las primeras elecciones del 15-J de 1977 asistimos a unas campañas demasiado costosas. Podría hablarse de una «americanización» de nuestras elecciones. Los aspirantes son presentados en unos actos públicos como si fuesen figuras del espectáculo teatral o cinematográfico. Sus fotos inundan las calles, y cada partido lleva a cabo la información directa con unas cartas dirigidas a todos los que figuran en el censo electoral. A estos gastos, de enormes dimensiones, se añaden las cantidades invertidas en la propaganda en los medios de comunicación.
La «americanización» de las elecciones requiere mucho dinero. Los donantes pueden cobrarse luego sus generosas aportaciones. Y a esta posible corrupción hay que añadir la probable apropiación de un porcentaje por parte de quienes administran las finanzas de los partidos. En ese gasto enorme de las campañas electorales hay que buscar, tal vez, el origen de determinadas corrupciones que ensombrecen el panorama político. Asimismo ha sido nefasta, con brotes delictivos aquí y allá, la atribución de competencias a los Municipios para ordenar y calificar el suelo, en la línea de la desdichada Sentencia 61/1997 del Tribunal Constitucional.
Si el presentimiento es un movimiento del ánimo que hace presagiar lo que ha de acontecer, debí tener un presentimiento en noviembre de 1976 cuando escogí la financiación de los partidos políticos como tema de mi ponencia en el congreso del Centro de Investigación y Técnicas Políticas (CITEP). Nos hallábamos entonces en unos días de entusiasmo juvenil por la democracia. Varios colegas, nacionales y extranjeros, consideraron que lo importante era reflexionar sobre el contenido de las futuras reglas electorales: sistema proporcional o mayoritario, listas abiertas o cerradas, garantías del escrutinio. Todo eso es capital en una democracia pluralista. Sin embargo, mi preocupación de hace más de treinta años se centró en el tema de la financiación de los partidos. En el libro que se publicó con los trabajos del Congreso de CITEP quedó reflejado. Esta preocupación antigua sigue siendo la misma que hoy me embarga.
No deseo cargar las tintas de la inquietud, pero si no acertamos a dar soluciones a este problema, nuestra democracia seguirá por una ruta peligrosa, con riesgos de padecer accidentes graves.
Recuerdo ahora que cuando yo era muy joven, en Granada, se comentaba que algún amigo de mis padres se había arruinado por culpa de sus aficiones políticas. Había pretendido desempeñar un cargo durante la II República y había comprometido en la aventura su dinero y el de su familia. ¡Qué raro resulta ese comportamiento, visto desde nuestra presente circunstancia! Ahora los políticos no se arruinan, sino que algunos se enriquecen. Afortunadamente son unos pocos los indignos, pero ahí están.
Cuanto escribo hoy sobre el régimen electoral tiene que ver con la dimensión horizontal de la política: la base del edificio. Pero después viene el edificio y con él -diría Giovanni Sartori- la «dimensión vertical de la política», donde hay quien está arriba y quien está abajo, quien manda y quien es mandado, el nivel superior y el nivel inferior.
Esa dimensión vertical configura la democracia como sistema de gobierno, con las instituciones constitucionalmente establecidas y la relación entre ellas. ¿Habrá que reinventar también en este otro componente de nuestra democracia?
Manuel Jiménez de Parga
ABC (16.03.2009)