Acabo de reencontrarme con una buena amiga de juventud a la que hacía 30 años que no veía y de la que no sabía nada. Vive sola con dos perros en una urbanización modesta y remota junto a un pueblo perdido de Toledo, sin coche, sin Internet, con una nevera roída por el óxido que parece chatarra pero que enfría bien, cultivando sus propias verduras en un huerto minúsculo, viviendo en el más desnudo filo de una economía de subsistencia.
La última vez la vi en la estación de Atocha, ataviada con un mono fabril color butano y tomando un tren camino de la India. Ahora me he enterado de que ha vivido muchos años en Goa y en el Himalaya, y en Italia y en Madrid y de nuevo en la India. Ha atravesado a pie Afganistán, ha desempeñado diversos trabajos, ha dado clases ella misma a sus dos hijos, que no fueron nunca escolarizados. El mayor decidió ser físico, y a los 15 años se examinó en un instituto madrileño para incorporarse directamente al Bachillerato. Sacó los mejores resultados en décadas. Ha hecho la carrera con notas espectaculares y ahora está terminando el doctorado. Se diría que mi amiga les supo educar. También en el cariño: sus dos hijos y sus dos nietos la visitan mucho.
Se ha pasado los últimos nueve años cuidando, ella sola, a su compañero, paralítico y enfermo. Él murió hace un mes. Llevaban juntos 33 años. Pintaba y escribía, como mi amiga. La casa está llena de cuadros de los dos, impresionantes cuadros simbolistas de intrincado detalle. Esta casa de austeridad espectral que es la antítesis de nuestra sociedad del desperdicio. De la misma manera que mi amiga, con su vida excéntrica de cometa libérrimo, es la antítesis de lo artificial, de lo convencional y lo superfluo. Hay una especie de sencilla pureza en ella, una autenticidad que corta como una cuchilla. Sí, hay otras maneras de vivir. Se llama María.
Rosa Montero
El País (17.03.2009)