¡Cuidado con los referéndums!

ReferéndumsLos referéndums vuelven a estar a la orden del día. Algunas de las últimas reformas estatutarias incluyen esta forma de participación política, el Govern de la Generalitat acaba de aprobar un proyecto de ley sobre esta materia, Ibarretxe quería resolver el futuro de Euskadi – y también el suyo-mediante un referéndum, los estudiantes anti-Bolonia también los proponen y hasta el Ayuntamiento de Barcelona quiere llevar a cabo un referéndum para decidir si un tranvía debe recorrer la Diagonal entre Francesc Macià y la plaza de las Glòries. El referéndum, pues, vuelve a estar de moda.

Existe la extendida creencia de que el referéndum es la forma de participación democrática por excelencia, para algunos la más parecida a la idealizada democracia directa de la antigua Atenas. Por el contrario, la democracia representativa, es decir, nuestra actual forma de democracia, aquella que consiste en elegir a nuestros representantes (diputados, senadores o concejales) para que tomen decisiones en nuestro nombre, es considerada a veces como un mal menor, una mala copia con la que nos debemos conformar porque no hay más remedio pero que en realidad no es la verdadera democracia: la auténtica es la directa, la no mediatizada por representantes ni por partidos, aquella en la cual los ciudadanos toman decisiones políticas por sí mismos. El referéndum, hoy en día, es su modelo principal.

Esta opinión sobre la indudable superioridad democrática de los referéndums es más que dudosa. Hay tres objeciones clásicas: primera, mediante la propaganda el resultado de los referéndums puede ser manipulado fácilmente desde el poder; segunda, al votante se le ofrecen sólo dos opciones ya que debe limitarse a responder sí o no; tercera, las preguntas que se plantean suelen simplificar excesivamente el problema que se consulta y no permiten dar respuestas alternativas.

Además, pasando al terreno de la reciente práctica española, es claro que los ciudadanos, cuando la cuestión planteada, aunque importante, es excesivamente complicada, acuden en muy escaso número a las urnas. Lo podemos comprobar en los referéndums sobre la llamada Constitución europea en el 2005 y sobre el Estatut catalán en el 2006. En ambos casos, al tratarse de textos legales muy extensos y de difícil comprensión, la abstención ciudadana es perfectamente razonable: si el ciudadano no logra entender, a causa de su complejidad, el problema que se le consulta, hace muy bien en votar en blanco o, simplemente, en no acudir a las urnas. Hacer otra cosa sería una irresponsabilidad. Por tanto, aunque uno de los atractivos que más esgrimen sus defensores es la mejor calidad de la democracia por su carácter directo, la disminución de votantes desmiente esta supuesta superioridad respecto de la democracia indirecta y representativa. Se trata de un caso en el que si se rebaja la cantidad disminuye la calidad.

La democracia representativa, ciertamente, es muy imperfecta. No hay espacio ahora para abordar sus múltiples defectos, debidos especialmente a las formas en que se lleva a la práctica. Pero, tanto en la práctica como en la teoría, es mucho mejor que la democracia directa. En efecto, el sistema democrático no se reduce únicamente al ejercicio del voto por parte de los ciudadanos, sino que se compone de otros muchos elementos: el debate en la opinión pública y enel ámbito parlamentario, los controles de legalidad propios de un Estado de derecho, la división de poderes que evita la dictadura de la mayoría, las reglas de procedimiento que garantizan los derechos de las minorías, los conocimientos técnicos, las responsabilidades políticas y penales por las decisiones adoptadas, entre muchos otros. En los referéndums el debate suele ser confuso, los controles débiles, las decisiones incontrolables y la responsabilidad indeterminada al excusarse el gobernante en que el resultado expresa la voluntad del pueblo. Supongamos el caso del referéndum sobre si debe o no discurrir un tranvía por la Diagonal barcelonesa. Quien conoce la ciudad sabe que se trata de un tramo que la divide en dos partes y, por tanto, toda obra que en ella se ejecute repercute en el conjunto. No es, por tanto, un tema menor. Ante este panorama caben hacerse ciertas preguntas elementales sobre la conveniencia de la consulta: ¿estamos capacitados los ciudadanos para decidir sobre una cuestión que afecta al urbanismo y a la circulación viaria, materias que requieren conocimientos técnicos para tener una opinión fundada?; ¿es un gasto prioritario respecto a otras necesidades?; ¿no sería mejor prolongar el metro, utilizar otro medio de transporte público o dejarlo tal como está? Por más información que se nos suministre dudo que tenga un ciudadano medio capacidad técnica para contestar responsablemente a estas preguntas. Pero, además, hay otra cuestión más de fondo. Una vez adoptada la decisión en referéndum, ¿a quién deberemos pedir responsabilidades? En caso de que sea un fiasco, el gobernante siempre argumentará la falacia de que así lo quiso el pueblo; si es un éxito, se apuntará el tanto.Cuidado, pues, con los referéndums. No creo que, salvo en casos simbólicos o muy específicos, sean fórmulas que contribuyan a mejorar la democracia. Al contrario, pueden fomentar la demagogia y evadir las responsabilidades de nuestros gobernantes, a quienes hemos elegido, precisamente, para que sean ellos quienes adopten decisiones y después rindan cuentas.

Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB
La Vanguardia (2.04.2009)

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