ETA amortizada

ETA amortizadaLa detención del último cabecilla de ETA tuvo lugar en Perpiñán horas después de que el ministro Rubalcaba reiterase que la banda terrorista ya ha agotado las tres posibilidades que la paciencia democrática le había brindado para un final dialogado de su propia existencia. La esperanza que todo gobierno alberga de acabar con el terrorismo mediante una puesta en escena convencional – de acuerdo de paz, de rendición pactada, de concesiones mínimas a cambio de tan inestimable beneficio-ha ido disipándose a medida que ETA mostraba, más que su indisposición, su incapacidad para rectificar. Quienes durante años habían secundado directa o indirectamente las pretensiones negociadoras de la banda, publicitando el corolario de que siendo el problema irresoluble policialmente debía resolverse políticamente, han optado por un discreto silencio. La sociedad democrática carece de una idea aproximada sobre cómo se producirá la inevitable desaparición de ETA. Pero lo más relevante del caso es que ese cómo ha dejado de ser un valor con el que merezca la pena especular políticamente. Ni lo es ya para la liza que mantienen socialistas y populares, ni parece rentar tanto como antes en la confrontación entre nacionalistas y no-nacionalistas, ni siquiera ahora que los primeros están a punto de desalojar el poder autonómico vasco.

Lo que se conoce de ETA pasa siempre por el tamiz de un organigrama y de unos mecanismos de decisión supuestos que obedecen a la necesidad que los informes policiales, la narración sumarial y el relato periodístico tienen de explicar las circunstancias de una trama clandestina. Dicho relato no dista de la realidad en lo sustancial; pero tampoco es capaz de reflejarla con todos sus matices. Las sucesivas detenciones de responsables terroristas avalan la certeza sobre el paulatino debilitamiento de la banda terrorista. Los indicios de desconcierto en las filas de la izquierda abertzale permiten pensar en un desistimiento silente por parte de muchas personas que anteayer creían posible una Euskal Herria unida, independiente y socialista, ayer mantenían esperanzas en alguna «solución negociada del conflicto» y hoy son conscientes de que nada de eso se hará realidad.

Pero ETA no sólo está mostrando una enorme resistencia a admitir las evidencias de su derrota, que muchos de sus integrantes y seguidores la dan, en su fuero interno, por inevitable. ETA está demostrando sobre todo su incapacidad para afrontar la situación rectificando su conducta y disponiéndose a desaparecer como organización armada. Dado que esta disposición es previa al desarrollo de todo diálogo que conduzca a un final acordado de la violencia, las instituciones democráticas no tienen otro remedio que dar por concluida la larga etapa en la que el acercamiento a ETA parecía conveniente porque podía resultar útil. Pero los intentos de negociación de 1989, 1998 y 2006 no acabaron frustrados porque la banda terrorista albergara objetivos inasumibles para el gobierno de turno. Fracasaron sencillamente porque ETA está diseñada para dejarse llevar por la inercia de su existencia fáctica, sin que su naturaleza ofrezca la mínima posibilidad de autodisolución acordada entre sus miembros.

Es improbable que alguien ose hablar en nombre de ETA declarando públicamente su extinción o su renuncia a las armas. Tan improbable como que en nombre de la ilegalizada Batasuna alguien se dirija a ETA demandando su disolución o su desistimiento respecto al uso de la violencia. Ambas fórmulas serían tan convencionales como la rendición pactada, el final dialogado o el simulacro de un acuerdo con el Gobierno. De ahí que convenga manejar como hipótesis un horizonte más etéreo e imperceptible: el de una paulatina disolución de la trama a causa de la lección de realismo que las detenciones continuadas representan para sus activistas y para sus valedores. En este sentido, parece lógico pensar que nadie sería capaz de poner punto final a la existencia de ETA. Con el riesgo que siempre comportará que alguien reivindique para sí la herencia etarra, prolongando la actividad violenta de un grupúsculo al que tampoco nadie osaría condenar de antivasco, como el IRA ha hecho recientemente con su disidencia terrorista. Pero lo importante es que el terrorismo de ETA y sus posibles finales han dejado de operar como factor de división entre los demócratas. Sólo hace falta que la denuncia del PNV contra el próximo gobierno de Patxi López, acusándolo de beneficiarse de la interesada ilegalización de la izquierda abertzale, se diluya en la sensatez que impone la certeza de que el problema de ETA es una cuestión políticamente amortizada también para el nacionalismo vasco.

Kepa Aulestia

La Vanguardia (21.04.2009)

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