El jueves pasado el director de La Vanguardia, José Antich, comenzaba su habitual billete de la segunda página con dos atrevidas preguntas: «¿La España de las autonomías sigue siendo válida? ¿La clase política, económica y la intelectualidad española siguen creyendo que este es el mejor modelo de organización territorial de nuestro país?». A renglón seguido respondía a estas preguntas con una provocación: «Empiezo a pensar seriamente que no».
Esta grave cuestión la planteaba nuestro director al hilo de las medidas propuestas por Zapatero en el debate sobre el estado de la nación, especialmente las ayudas a los hipotéticos compradores de automóviles. Como es sabido, el presidente del Gobierno anunció tales medidas sin consulta previa a las comunidades autónomas a pesar de requerir su colaboración. Con razón algunos gobiernos le han negado su apoyo alegando que no habían sido consultados.
La sensación de desbarajuste ha sido total: ni compradores, ni vendedores, ni administraciones públicas han sabido a qué atenerse.
No se trata de una anécdota, pues llueve sobre mojado: las dudas sobre la viabilidad y la eficacia del Estado de las autonomías son comprensibles, vienen de lejos y últimamente se han acentuado. Dudas que son aún más inquietantes si las mezclamos, como es inevitable, con la difícil situación económica: ¿estará España en condiciones de hacer frente a la crisis si la organización territorial es una rémora cara e ineficaz? Para aclararnos un poco, acudamos a las causas de la situación actual para desde allí observar la perspectiva.
Es un lugar común, ampliamente compartido, considerar que en su fase de descentralización política el Estado de las autonomías constituyó un éxito. En efecto, mientras ello sucedía, durante los años ochenta y noventa del pasado siglo, la transformación de España ha sido positiva desde todos los puntos de vista: económico, social y político. Ahora bien, esta fase descentralizadora se acabó hace siete u ocho años con los últimos traspasos en materia de sanidad y la profunda reforma de la financiación autonómica del 2001. Entonces había que empezar una nueva etapa, mucho más sencilla y rápida, que consistía en integrar todo aquello que se había descentralizado, es decir, conectar las diecisiete comunidades autónomas entre sí, y todas ellas con el Estado, a través de dos mecanismos: la participación y la colaboración. Una vez cubierta esta fase alcanzaríamos a ser, con todos los derechos, un Estado federal.
En el federalismo actual la autonomía no se debe limitar al mero ejercicio de las propias competencias dentro del ámbito territorial respectivo, sino que, dada la creciente interrelación de todas las funciones públicas, se hace necesario que las comunidades colaboren con el Estado y entre sí para compartir responsabilidades conjuntas. Es el caso de las ayudas a la industria del automóvil. Pero para cooperar con el Estado las comunidades deben participar también en las decisiones que se tomen. España no es la suma de los gobiernos autónomos más el gobierno central, sino un sistema que los comprende a todos. Este sistema no está inspirado sólo en el principio de autonomía, sino también en los de participación y colaboración.
El primer gobierno Aznar culminó la descentralización política pero no emprendió la fase siguiente, la fase integradora, la de la participación y colaboración. En el 2004, con el primer gobierno Zapatero, parecía que las cosas podían cambiar. Por un lado, el presidente del Gobierno planteó una reforma constitucional que afectaba de lleno al Estado de las autonomías, entre otras razones, porque proponía reformar el Senado como punto de encuentro entre Estado y comunidades autónomas. Por otro lado, el ministro Jordi Sevilla, titular de Administraciones Públicas, creó la Conferencia de Presidentes Autonómicos y mejoró las vías de participación de las comunidades en la Unión Europea. En los primeros meses del primer gobierno Zapatero todo parecía indicar que pronto se culminaría el Estado de las autonomías mediante las pocas reformas que faltaban y pasaría a ser un Estado federal eficaz.
Sin embargo, en lugar de dar este necesario paso, Zapatero prefirió, por razones de coyuntura política, al objeto de mantener su mayoría parlamentaria en el Congreso, desviarse de este camino federal e insistir en seguir descentralizando lo que ya lo estaba suficientemente. El escollo fue el nuevo Estatut de Catalunya, que, ahora ya se ve claro, no es más que una reforma inútil, un camino hacia ninguna parte, al que siguieron las reformas de otros estatutos, más inútiles todavía. Se olvidó lo que hacía falta, la integración: el Senado, la Conferencia de Presidentes, la colaboración y cooperación, la participación en la política europea de las comunidades, la reforma de la administración del Estado y de la administración local. Enrocado en el Estatut, poniendo en crisis al Tribunal Constitucional, ahí sigue Zapatero, aislado en el Congreso y sin tener los instrumentos – porque no los ha creado en estos cinco años perdidos-para que las comunidades y el Estado se pongan de acuerdo previamente para hacer frente, con eficacia, a la crisis económica.
El Estado de las autonomías, querido director, sigue siendo válido como modelo de organización territorial, tan válido como lo es el federalismo en modelos semejantes, por ejemplo en Alemania, Suiza o Austria. Lo que sucede es que aún no está acabado y hace falta terminarlo.