Si Lugano es un lugar suizo, pero italiano, Como es un lugar italiano pero de sangre suiza
Todas las ciudades con río tienen un aire de familia. Lado bueno, lado malo. Jolgorio y vicio del lado malo. Lado malo convertido en bueno y más caro que el bueno. Nieblas, brumas, humedades que muerden los huesos y adornan la ciudad con ancianos doblados por la mitad. Abundancia de sombreros. Suicidas flotando, náufragos fluviales.
También las ciudades lacustres tienen un aire de familia. Es imposible escapar a las condiciones espirituales de semejante fenómeno. Al contrario del río, el lago no separa sino que une, aunque eso solo se ve en el mapa. ¡Felices quienes viajan sin mapa! Llegan a estas riberas sin saber qué obstáculo los detiene. Nosotros lo sabemos, los lagos son finas curvas salpicadas de pueblos casi siempre deliciosos que permiten múltiples saltos de cabotaje. El viaje asciende a juego de la oca. La esencia del lago es además inspiradora de clausura, quietud y monaquismo, porque el río nos lleva hacia la mar que es el morir, pero el lago nos convierte en figuritas de un pesebre con un espejo en el centro. El lago es una isla de agua habitada por navegantes, que es gente de fiar.
Un juvenil Gimferrer dio con la metáfora exacta de la Confederación Helvética. La llamó «rosetón de los ópalos lacustres». De nuevo es el mapa de Suiza lo que deja ver ese rosetón cuyos vidrios opalinos son los múltiples lagos que la iluminan, pero si uno va en horizontal no puede hacerse idea del tamaño, la forma o la unidad de los lagos. Son cerca de veinte y los hay grandes como una provincia española o pequeños como nuestras lagunas. Verdes, perlados, azules, plomizos, plateados.
Las ciudades lacustres de Suiza son refugio de serena ciudadanía y afilada dentadura bancaria. Ciudades en las que solo se oye el crujir de huesos de los morosos y el brindis de los acaudalados. Después de Ginebra y Zúrich viene Lugano, uno de los espacios más curiosos de Europa. Su belleza natural etcétera no merece mención. Vaya usted a verlo. Lo portentoso es allí la presencia impúdica del privilegio. De una parte es usted suizo y por lo tanto puede llevar la vida más civilizada del planeta. Por otra parte es usted italiano y se puede divertir como un crío. Por esta razón, el monumento que pude contemplar con mayor encanto y pasmo fue la avenida que bordea el lago, pero no por su belleza natural etcétera, sino por sus automóviles.
Sitúese en alguno de los cafetines que serpentean la avenida sombreada por los tilos y observe. Son, sin duda, las mejores marcas y las más caras, Mercedes suavísimos cuyos cristales ahumados ocultan celebridades agonizantes, Ferraris de turbia mirada narco, Lamborghinis conducidos por herederos insolventes, Bentleys de ancianos hippies americanos, Jaguars de piel de cocodrilo con jeques barbipinchos. Lo más soberbio, sin embargo, es la limpieza eucarística de las carrocerías. Vi a un tremendo Audi frenar en plena avenida, salir el conductor mirando furioso al cielo y limpiar con la manga de su chaqueta un excremento de gaviota caído sobre el guardabarros, bajo la mirada aprobadora de los automovilistas detenidos. Prodigioso. Este es el sueño: ser italiano y suizo al mismo tiempo. Mejor que ser hermafrodito, o blanquinegro, como el difunto Jackson.
La constatación se encuentra a media hora de tren. Si Lugano es lugar suizo, pero italiano, la ciudad y el lago de Como es lugar italiano, pero de sangre suiza. Geográficamente apenas se distingue de su hermano. Aquí el lago, en lugar de serpentear, forma una Y invertida, uno de cuyos extremos toma café con el otro lago. Si en Lugano tiene un palacio de aquí te espero la baronesa Thyssen, en Como lo tiene George Clooney. A saber quién de los dos es más aristocrático. Para ser una ciudad italiana, Como parece suiza, del mismo modo que Lugano parece italiana. La mayor diferencia es que en Como los autos no van tan limpios y se ven incluso tristes Ford, Fiat, Lancia, Volkswagen y otras especies plebeyas. En cambio, tiene una catedral presidida por los dos Plinios, dos paganazos, que da gozo, sobre todo vista desde el café de enfrente con un negroni bien servido.
En ambas ciudades se vive la cualidad monacal, reservada, serena de las urbes lacustres. Y por ello es recomendable trasladarse a Milán para tomar el avión en Malpensa, que es un verdadero infierno de aeropuerto, y constatar la divergencia. La capital de la Lombardía era hace 10 años uno de los centros más selectos e ilustrados de Europa. Produce escalofríos ver cómo ha decaído hasta mudarse en una ciudad mediterránea. La suciedad, el estruendo de las motos, la pavimentación paleozoica, el caos municipal y el amontonamiento humano la han convertido en un centro sólidamente cutre.
Seguramente ha pasado el tiempo de las grandes ciudades y son ahora las pequeñas y medianas las que permiten llevar una vida no absolutamente degradada. Constaté que en Milán están todos los muros pintados por grafiteros que hace 30 años Ítalo Calvino ya calificaba de reaccionarios. Es verdad que sigue habiendo quien a eso le llama arte callejero. No entienden la trivialización que de modo irreparable se produce en el espacio público. Ni su indudable totalitarismo. Ruido visual de las ciudades sin cerebro. Y sin lago.
Félix de Azúa, escritor
El Periódico (25.09.2009)