A. I. Gracia.- «El monstruo de Tenerife”. “Novio, canguro y asesino”. “Una brutal paliza mató a Aitana”. “Era un cobarde de la violencia de género”. El sábado, España amanecía con miles de titulares que describían, cada uno a su manera, a Diego Pastrana, el supuesto responsable de la muerte de la pequeña Aitana. Si se hubiera esperado dos días, el tiempo que tardó en conocerse la autopsia de la cría, los medios de comunicación hubieran sabido que Diego era inocente. Pero las prisas se adelantaron. Ayer, cuando todo el país ya asumía que se había equivocado, Diego tuvo que ser ingresado en un hospital. El dolor de la muerte de una niña a la que “quería como su hija”, unido a su detención como presunto autor de las lesiones de Aitana “lo han derrumbado”, manifestó su abogado, Plácido Alonso. ¿Qué ha fallado? ¿Todo ha sido una cadena de errores humanos? ¿Qué hubiera pasado con Diego si Aitana no hubiera muerto y no hubiera habido autopsia? ¿Quién reconstruye ahora el honor de Diego? ¿Cuánto vale y quién lo paga?
En 48 horas, Diego pasó de ser un violador y un asesino a ser puesto en libertad sin cargo alguno. Nadie creía en él excepto su familia y su novia, la desolada mamá de Aitana. Eran los que no lo conocían los que pedían su cabeza. Los medios de comunicación se hicieron eco de lo que dijo aquel primer médico que le diagnosticó de todo a la niña y pasó por alto lo más importante: que Aitana sufría una hemorragia interna que la estaba matando. Todos violaron el derecho que tenía Diego de atenerse a su presunción de inocencia hasta que se demostrara lo contrario. Ya todos lo daban por condenado antes de que el juez hiciera público el auto judicial. El mismo juez que lo devolvió a la calle sin ningún cargo y sin su honor, que se lo habían robado entre todos unas cuantas horas antes: aquel primer médico que desconfió de su inocencia; la policía que filtró la supuesta violación; los medios de comunicación que publicaron su fotografía; la opinión pública que lo condenó. Todos lo habían matado en vida. Pero llegó la hora de la rectificación. Algunos alegaban que el error procedía de los profesionales médicos y no de los portavoces mediáticos. Que alguna fuente, seguramente la policial, se había equivocado. Que los medios simplemente contaban lo que les habían dicho. La mayoría se dispuso únicamente a contar la última hora: “La policía pone en libertad sin cargos al presunto asesino de Aitana”. Nadie pedía perdón. Ayer llegaban las primeras disculpas públicas. La Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE) fue la primera en entonar la mea culpa y aceptaba que habían rebasado el límite. Ángel Expósito, director de ABC, protagoniza un video en el que acepta su error y pide disculpas, en primera persona, a Diego P.V. El daño ya está hecho La misma sociedad que se dirigía a Diego como el “asesino” ya gritaba con mucho más ahínco “manipuladores” a los periodistas. El daño, por mucho que quisiera evitarse, ya está hecho. Lo importante ahora es que cada uno acepte su parte de culpa y preguntarse si es posible reparar de alguna manera a Diego, la víctima de toda esta vorágine de información. Por desgracia, Aitana, la verdadera víctima de esta historia, ya no está aquí para contarlo.
Cada uno debe aceptar su error y pedir perdón a Diego. Hay que asumir que hay que pararse a pensar antes de actuar. Porque no todo vale. Primero: los médicos. Hay que descubrir por qué no se le hizo un escáner a la niña que entró por urgencias en el centro de salud de Arona el sábado 21, cuando se cayó de un columpio y no paraba de quejarse de que le dolía mucho la cabeza. ¿Es culpa de la saturación de la sanidad pública española? ¿Se quedará la responsabilidad única y exclusivamente en el médico que no vio la gravedad que presentaba la niña?
Segundo: los medios de comunicación. Hay que reflexionar sobre si se tiene o no derecho de publicar la imagen de alguien a partir de un informe médico sin conocerse los resultados de una autopsia. ¿Por qué no se esconde el rostro de un hombre que todavía no ha declarado ante un juez? ¿Deben los medios dar por buenas las informaciones oficiales sin comprobar ni esperar al veredicto final? Se puede alegar que son los riesgos de trabajar deprisa, a matacaballo, pegado a una actualidad que exige ser los primeros en contar una historia. Pero tampoco vale. Cuando un periodista, un periódico o todos los medios de comunicación de un país meten la pata al unísono, toca preguntarse qué es lo que falla y si era realmente necesario ponerle cara y ojos a Diego antes de tiempo. ¿Qué pasa cuando las cosas que se cuentan no son exactamente como suceden? ¿Qué ocurre si son radicalmente diferentes?
Deben sentarse y reflexionar los lectores, telespectadores y oyentes, que consumen a destajo páginas y páginas de sucesos; que aceptan que la sangre, el morbo y el griterío ocupen el minuto o la página principal de la programación. También tienen que recapacitar las autoridades pertinentes. En este caso, Sanidad y la Guardia Civil. ¿Cómo han sido capaces de que un informe médico provisional se destripara en todas las redacciones de toda España? Diego no necesita que se le pida perdón. Él era inocente, y lo sabía. Todos los actores que han interpretado un papel u otro en esta tragedia disparatada deben aprender de este error y cambiar de comportamiento. La historia de la muerte accidental de una niña por la que apedreó públicamente a un joven antes de que le dejaran ejercer su derecho de declarar ante un juez no se puede repetir. Ahora queda consensuar cómo reconstruir el honor de Diego. Si es que, entre todos, se lo podemos devolver.
El Confidencial (1.12.2009)