Los voceros de la nueva ortodoxia coincidieron con los fervorosos de la planificación central
Cada vez es más difícil evitar la conclusión de que entre las razones de fondo de la crisis ocupa un lugar destacado el haber propiciado una concepción errónea del funcionamiento de las realidades económicas y, en paralelo, de la economía como disciplina científica.
Hace 20 años recién cumplidos, en bastantes países se asistió al desmoronamiento de los sistemas de economía planificada centralmente. Su pretensión inicial había sido que podía gestionarse la economía desde unos organismos que controlasen y gestionasen toda la información y de los que partiesen las instrucciones a todo el resto de la economía. La pretensión de omnisciencia de los planificadores acabó chocando con la realidad de unas complejidades, incentivos e interacciones que evidenciaron lo fatuo de ese alegato. La digestión ha sido muy dura y todavía está inacabada en bastantes de esos países.
A finales de esta primera década del siglo XXI estamos sufriendo los efectos de otra forma de entender el funcionamiento de la economía basada asimismo en la pretensión de omnisciencia de unos selectos grupos que aseguraban conocer cómo sacar pleno partido a la utilización de los recursos globales, dominar la gestión de los riesgos, y poder responder «ahora sabemos perfectamente lo que nos hacemos, esta vez es diferente» cada vez que se les recordaban las lecciones de la historia acerca de los riesgos de gestionar temerariamente las finanzas. Sus conexiones con el poder político les permitieron deshacerse de muchas regulaciones derivadas de esas experiencias históricas, al tiempo que se arropaban en una ortodoxia económica que descalificaba cualquier disensión.
En llamativo paralelismo, tanto los más partidarios fervorosos de la planificación central como los más destacados voceros de la ortodoxia reciente coincidían en la pretensión de omnisciencia, de sentirse superiores en información, conocimientos y capacidades al resto de los ciudadanos, en sendas variantes de absolutismos que toleraban mal la discrepancia. Por ello los (aparentes) extremos ideológicos se tocan también en ignorar implicaciones básicas de la complejidad de nuestras economías y sociedades, como: a) la fuente de riqueza es la capacidad de esfuerzo, trabajo, innovación y creatividad de un muy amplio conjunto de personas cuyas potencialidades hay que estimular con un entorno adecuado, y, b) precisamente por ello tienen sentido los mercados como formas eficientes de utilizar las informaciones y conocimientos parciales de los diversos actores, al tiempo que son necesarios mecanismos regulatorios para acotar los efectos colaterales de algunas debilidades de la naturaleza humana, especialmente de los que se creen superiores a sus conciudadanos.
¿Extraeremos ahora las lecciones adecuadas o nos veremos condenados, como tantas cosas apuntan, a repetir la historia?
Juan Tugores Ques, Catedrático de Economía de la Universidad de Barcelona (UB)
La Vanguardia (9.12.2009)