En estos días que, por moratorias de la infradotada Justicia, se están sucediendo imputaciones y juicios casi simultáneos contra alcaldes por delitos urbanísticos y de corrupción, llaman la atención las voces que emergen ante lo que se contempla como un exceso de los jueces y fiscales: aplicar el código penal, aprobado por todos los españoles. En lugar de felicitar su labor callada, fría y paciente, se oyen declaraciones que claman por una intervención del poder legislativo (político) para que los jueces cesen de fustigar a esas buenas personas que son nuestros alcaldes, que tantos favores en forma de ladrillo nos han hecho a todos y que gracias a ellos ha llegado por fin la prosperidad a estos territorios marginados, dejados de la mano de Dios, que son los municipios rurales.
Resulta paradójico porque precisamente son los moradores de esas miles de mansiones que, a modo de casas de aperos para agricultores inexistentes (segundos residentes españoles y extranjeros), existen por todo el territorio andaluz, los que reclaman garantías jurídicas, el imperio de la Justicia. Muchos se han preguntado si en este país hay Justicia, si este país es Europa y no uno de esos países donde la “mordida” es una tradición imposible de erradicar, donde la arbitrariedad en la aplicación de la Justicia es la norma. Cuando por fin esta institución abre una vía para intentar poner orden y concierto a tanto desatino cometido, cuando la Junta de Andalucía reconoce haber confiado en exceso en la autonomía urbanística de los ayuntamientos, y se decide aplicar con mayor rigor las leyes urbanísticas, hay toda una legión de voceros y estómagos agradecidos que abogan por la inocencia y el buen hacer de esos dignatarios locales que ignoraron conscientemente que las leyes están para cumplirlas y hacerlas cumplir.
Reconocemos que se ha perdido mucho tiempo mientras los chorros de oro corrían por las venas del PIB andaluz. Que se ha perdido un tiempo crucial para evitar la construcción de miles de mansiones en los suelos más delicados de nuestro territorio. Ahora, a pesar de que el daño no desaparece, a pesar de que la huella urbanita en el campo sigue indeleble, la mayoría de estas viviendas van a permanecer hoyando nuestros campos durante mucho tiempo. Y mientras estén ahí, estas miles de casas van a estar demandando a los ayuntamientos servicios que éstos no serán capaces de garantizar; van a estar dilapidando recursos naturales como agua, energía y suelo; van a estar contaminando con sus aguas residuales no depuradas, con sus basuras no recogidas, con sus gases de tanto trasiego diario y estarán dañando pertinazmente nuestro activo más preciado para la auténtica actividad turística: el paisaje. Y todo eso no lo van a pagar ninguno de estos nuevos moradores del campo, sino todos los españoles, incluidos los que denuncian estos hechos.
Por este motivo, tenemos que disentir de esas voces que reniegan de los ciudadanos que, haciendo gala de un auténtico sentido de civismo, no se callan sino que denuncian las injusticias. Como disentimos de los que reniegan de aquellos ciudadanos que defienden el patrimonio de todos (el medio ambiente),de los que exigen que se apliquen con rigor las leyes urbanísticas, los que defienden un desarrollo equilibrado, sostenible, de los que rechazan a políticos honestos que reniegan de estas malas prácticas, y los que reniegan de la Justicia, que a pesar de sus carencias y demoras, finalmente pone orden en estas cuestiones. No es la “caza de los alcaldes”, es la caza del transgresor, del que cree que las leyes están muy bien en el papel, que se apliquen a los delincuentes, pero no a los que, por un puñado de votos, creen tener patente de corso y transgredir las leyes por alguna suerte de privilegio que se niega a los demás españoles.
Por este motivo, el culpable no es la Ley de Ordenación Urbanística de Andalucía (LOUA), ni es cierto que haya un interés en marginar a los pueblos del interior. El interés por mantener el territorio agrícola y forestal (que no los pueblos) libres de procesos urbanizadores está dentro de la lógica de la sostenibilidad de los procesos urbanizadores aceptados, al menos en teoría, en todo el mundo, incluidos los países de procedencia de los miles de inmigrantes climáticos, principales moradores de las casas en nuestro suelo rústico no urbanizable. Hoy, ningún urbanista, ningún especialista en ordenación del territorio que se precie, puede negar que el único modelo sostenible es la ciudad compacta, bien gestionada, con un justo equilibrio entre la densidad y la calidad de vida, y que el auténtico cáncer del urbanismo es ese conglomerado de actuaciones desreguladas que dan lugar a la ciudad difusa y dispersa en el campo, el cáncer del suelo rústico, la bomba de relojería económica para los ayuntamientos pequeños, y la pérdida irreversible de territorio potencialmente útil para la agricultura, ganadería o forestación, que tarde o temprano serán vitales para amortizar la tremenda huella ecológica de nuestra desenfrenada e insostenible actividad económica.
Rafael Yus Ramos
Coordinador de GENA-Ecologistas en Acción
Miembro de la plataforma Nueva Cultura del Territorio
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