El escritor de diarios más famoso de Reino Unido, James Lees-Milne, muestra en su obra la decadencia y desaparición de una clase social que había dominado el mundo y convertido las Islas en su finca de recreo
Por sus páginas desfila la totalidad de la excentricidad británica que fascina a los anglófilos
Lo que en Francia hizo la guillotina, aquí fue el alcohol, la ruina, las drogas y la desesperación
No sé yo lo que tiene el verano que inclina a leer memorias, biografías, diarios y epistolarios, como si fuera aquel un tiempo suspendido, semanas sin transcurso real, exentas, edénicas, y que por tanto pueden dedicarse a explorar el tiempo perdido. Las vidas escritas en primera persona tienen una fuerza dramática superior a las novelas, si bien carecen de su grandeza. Y aunque sabemos que están infectadas de mentiras y dobleces, creemos poder desvelarlas como quien mira por el ojo de la cerradura y aunque solo ve una falda por el suelo y una jeringa rota no le hace falta más para imaginar la escena.
Este verano me tocaron los años 1953-1974 de la vida del diarista más famoso de Reino Unido y casi desconocido fuera de él, James Lees-Milne (1908- 1997). Creo que la totalidad suma ya ocho o nueve volúmenes, he perdido la cuenta, pero a mi entender estos dos, A Mingled Measure y Ancient as the Hills, son muy sobresalientes.
Comenzaré por curarme en salud y afirmar que no recomiendo a nadie su lectura. Lees-Milne es un personaje desagradable, de una inmoralidad abyecta; mejor dicho, de una moralidad repugnante. Un tipo altanero, cobarde, racista, fatuo, reptilmente monárquico y vaticanista. Y, sin embargo, es la voz mejor cualificada para mostrarnos la decadencia y desaparición de una clase social que había dominado el mundo desde el siglo XVII y convertido las Islas en fincas de recreo para su uso exclusivo.
He escrito «clase social», pero sería mejor hablar de casta porque es un conglomerado de vieja y nueva aristocracia, nobleza burocrática, ricos con relaciones (nunca nuevos ricos), algunos intelectuales y artistas bien conectados, en fin, aquella gente que aún en 1974 se distinguía del resto de la población por su manera de pronunciar Hartfordsheer. La plebe dice Hart-ford-sheer, pero la casta lo pronuncia con un compacto jadeo esdrújulo, según le explica Lees-Milne a una periodista curiosa.
Por estos diarios desfila la totalidad de la excentricidad británica (buena y mala) que tanto fascina a los anglófilos, desde las apabullantes hermanas Mit-ford hasta Cyril Connolly, de la reina Isabel a Cecil Beaton, de los Sitwell a los Strachey, de Francis Haskell a Oswald Mosley, de Lucien Freud a Vaugham Williams, los Huxley, los Nicolson, los Churchill, los Pope-Henesy, los Sackville-West, en fin, la suma de un mundo que era entonces todavía el Primero y que se ha esfumado para dejar todo el escenario a los Beckham.
Junto a ellos, aunque sin mezclarse, los últimos realmente grandes: los terratenientes, los lores de sangre, los Hanover, los Estuardo, la aristocracia más densa y poderosa que aún quedaba en el planeta. Como el joven Marcel de La Recherche admira a las rancias familias del «lado Guermantes», así Lees-Milne admiraba perversamente aquel residuo del Medievo europeo, seguramente porque él mismo, hijo de un fabricante, no pertenecía a ninguna familia de la nobleza, aunque las imitaba muy bien.
Lo sugestivo de estos diarios es, claro está, no tanto las abundantísimas anécdotas y chismes (a veces macabros, casi siempre sexuales), cuanto la imagen general de un espeso bosque que va quedando sin hojas, luego sin ramas y finalmente solo con el tronco quemado por los rayos, el sol, la lluvia, los parásitos y el viento. Es el bosque de la upper-upper class británica, talada en 20 años y reducida a un cementerio de madera podrida. Lo que los franceses lograron en un solo año con la ayuda de la guillotina hubo de hacerlo mucho más lentamente Reino Unido con la ayuda del alcohol, el sexo, la ruina económica, las drogas, la desesperación, los Gobiernos socialistas, la debilidad mental y la esterilidad.
Es evidente que aquel fragmento social inglés, a diferencia, por ejemplo, de su correspondiente italiano, no pudo adaptarse a la sociedad de masas y procedió a autodestruirse como un armiño amenazado por la suciedad. Aunque hoy nos parezca ridículo, vivían espantados ante la posibilidad de una guerra civil y el triunfo del estalinismo. En una entrada (7 de febrero de 1974) escribe Lees-Milne: «Norah Smallwood descubrió que habían contratado un comunista en la sección de paquetería de su editorial (Chatto & Windus) (…). Para librarse de él se vieron obligados a cerrar la sección entera y despedirlos a todos. Dijo que no había más posibilidad si querían evitar conflictos con los sindicatos». Muchos de ellos, empezando por las niñas Mitford, habían sido simpatizantes de Hitler, cuando no directamente nazis como los duques de Windsor. Y todavía en estos años setenta el paradigma político de Lees-Milne era un dictador portugués: «De hecho, Salazar es el modelo de cómo debe ser un autócrata: religioso, libre de todo exhibicionismo, tradicional, intelectual, y, sin embargo, duro». Aterrorizados e incapaces de aceptar lo que ellos llamaban «la vulgaridad», es decir, la sociedad de masas, se encerraron en sus mansiones y dedicaron sus últimos años a morir indecentemente.
La muerte es el personaje más importante de estos libros. La casta que había comandado las dos guerras mundiales y dado sobradas muestras de coraje (el porcentaje de bajas entre alumnos de colleges elitistas fue superior a cualquier otro corte social), había llegado al agotamiento. La generación de Lees-Milne, nacida con el siglo XX, tenía entre los 70 y los 80 años de edad cuando llegan las fechas de estos diarios. Y mueren por racimos. Hay entradas, como la del 1º de enero de 1974, que dan escalofríos: «Uno de los años más triste de mi vida», dice, y sigue luego la lista de los muertos: Maisie Cox, Henry Yorke, Hamish Erskine, Angus Menzies, Nancy Mitford, Joanie Harford, Ralph Jarvis, William Plomer, Bob Gathorne-Hardy, Don Nicolas. Fueron más: en su lista solo figuran quienes podían ser reconocidos por los happy few. Y acaba el párrafo con un gesto típico de su casta: «Y mis amados Chuff y Pop». Sus lebreles. Como él mismo cuenta, tras la muerte de la madre de Martin Charteris, este recibió una carta de pésame de la Reina: un folio escrito a máquina, pero cuando murió su perro labrador la Reina le escribió tres páginas a mano.
Lo chocante no es solo la altísima mortalidad, sino que casi todos mueren destrozados física y anímicamente. Unos hinchados como pellejos que apenas pueden moverse, destruido el cerebro, sucios, cubiertos de harapos, en su mayoría alcohólicos, hombres y mujeres, en algún caso, viviendo entre sus propias heces. A todos visita Lees-Milne y de todos da una imagen despiadada, pero certera. Con razón estos diarios solo se han publicado 30 años después de escritos, cuando no quedaba ya ni un heredero capaz de protestar.
Baste un solo ejemplo entre mil: «También estaba allí Stephen Spender. Ha perdido por completo su antigua apostura (…) y ahora parece un flan que se derrumba. Es obtuso, desaseado, viste fatal, es desgarbado de cuerpo y comportamiento (…). Hablamos sobre los Mitford y califica a Decca (Jessica) de puta comunista. Debería yo haberle dicho que también él era un perro comunista hace unos años». Es difícil a veces no reconocer el lúgubre tono de voz de Proust en Le Temps retrouvé, cuando en el baile de la princesa Guermantes reencuentra a sus viejos amigos convertidos en grotescos monigotes cadavéricos.
La razón por la que Lees-Milne pudo conocer a tal cantidad de gente normalmente inaccesible era su profesión: apasionado por la arquitectura tradicional de las Islas, fue el mayor experto en los palacios y mansiones rurales que salpican la campiña inglesa con una riqueza que solo puede ostentar un país que no ha sido invadido desde la Edad Media. Él fue uno de los pilares de esa institución admirable que es el National Trust, refugio de las enormes casas solariegas imposibles de mantener privadamente, incorporadas al patrimonio estatal y abiertas al público. Sus diarios están atestados de información sobre el inmenso dominio arquitectónico británico.
Es instructivo advertir que aquel Estado tan odiado por Lees-Milne y su casta logró salvar las mansiones y los parques, pero a ellos, a sus propietarios, no los pudo salvar nadie.
Félix de Azúa es escritor.
El País (13.09.2010)
Sé el primero en comentar en «El crepúsculo de una casta»