Los mejores veranos son siempre los de la memoria, tan hermosos ellos, que los hemos ido puliendo y puliendo hasta quedar claros, evocadores, limpios del aburrimiento, del sopor de aquellas tardes lluviosas en las que uno se quedaba ensimismado viendo caer chorretones de agua, interminables, que hacían huecos en el suelo. Siempre me ha impresionado que el recuerdo más vivo de nuestra infancia, para la gente de mi generación y del norte, sea una sucesión de lluvia que te volvía melancólico sin tener ni la más mínima idea de qué era eso. La idea de tristeza es líquida, cuando se vuelve sólida ya es un problema de adultos y requiere cuidados.
Los veranos son para los niños. Al menos esa idea había antes de que los mayores se disfrazaran de adolescentes y se lanzaran a engañarse, comportándose como si lo fueran.
Lo inquietante es que animados por el éxito los niños aspiraron a ser veraneantes todo el año, y muchos creyeron que podían emularles. Hace muchos años, cuando se dedicaba a la política, recuerdo una expresión de Miquel Roca que me impresionó mucho. Decía que él durante el verano lo que hacía sobre todo era badar.
No hay equivalente castellano que cubra esa expresión tan sencilla y completa como badar. La traducción canónica se refiere a cosas tan estrambóticas como ensimismarse, que es como un salto filosófico en algo tan natural como estarse quieto, mirar, concentrarse, dejar pasar el tiempo, no decir nada, pensar tranquilamente en cosas sin empeñarse en ellas. Una idea mediterránea a todas luces, inexistente, creo, para la gente de otras latitudes, pero sobre todo una idea para gente muy hecha. Ni siquiera los niños, en el Mediterráneo, badan; sencillamente disfrutan.
Los mayores usamos el verano como podemos. Incluso llego a pensar si no tiene algo de apósito para las heridas del resto del año, como si se tratara de curar o compensar las esclavitudes voluntarias que nos obligan a ver la televisión, leer diarios, estar atentos a la actualidad y tratar de comprender cosas incomprensibles. Confieso que durante el verano no veo televisión, me atengo a los diarios imprescindibles y percibo que la actualidad se queda al fondo, como un paisaje. No es que desconecte, al contrario, me siento más ligado a la realidad, pero creo que de otra manera. Es verdad que las lecturas de verano suelen ser diferentes; esos volúmenes retadores en páginas que uno contempla inabordables el resto del año.
Cada uno de nosotros debería cavilar en la búsqueda del último verano de su infancia; ese gran festejo que aún está ahí como la edad de oro de su memoria. No sé si a muchos les ha ocurrido lo mismo, pero a partir de una determinada edad, que ni yo mismo podría precisar, los veranos se convirtieron en otra cosa. Entró la muerte. Por más esfuerzos que hago por recordar no encuentro en mi infancia, ni en mis amigos de entonces, que apareciera nada que oscureciera el horizonte de tranquilidad, sosiego y felicidad. Si algo ocurría, pronto quedaba asumido y olvidado. Pero a partir de un verano, hace ya muchos años, apareció la desgracia y se fue quedando.
Nada que ver con la tristeza. Se reducía a la constatación de que en el verano se concentraban más muertes, o enfermedades, de parientes, amigos, conocidos, gente estimada, que durante el resto del año. Probablemente no era cierto, pero lo parecía y eso marcaba el verano como si fuera un bordón, abriendo o cerrando su ciclo con una brusquedad que lo convertía en una cita inquietante. De pronto, sin apenas darnos cuenta, aparecía el estío con un carácter cruel, implacable, que segaba las vidas de íntimos en la flor de su creación, cuando estaban por dar lo mejor y más los necesitábamos. Ese es el asunto, ¿cuándo se convirtió el verano en memoria? ¿Cuándo dejamos de ser niños y debimos asumir que el verano se había transformado en un armario de recuerdos?
Ni tristeza, ni siquiera melancolía, sino una sensación de madurez, de que has dejado de hacerte mayor porque ya eres mayor, y las cosas que antes te hacían gracia ahora no te producen sentimiento alguno, y al tiempo, el simple hecho de poder leer, de que no te molesten, de no tener que bailarle el agua a nadie, constituye de por sí algo tan gratificante que merece ser recordado. Eso basta para la satisfacción del verano. Uno ya no pide más.
Y luego los pequeños homenajes. El verano te consiente ir a lugares impensados, quizá soñados, y que has dejado aparcados sin razón alguna como no sea la desmemoria. No me estoy refiriendo al Nepal, ni a Katmandú, ni a las nieves del Kilimanjaro, donde nunca estuve ni quise ir, sino sitios cercanos a tu propia casa y a tu propio pasado, que no pisaste porque no se te ocurrió ni te lo propusiste. (Debo reconocer dentro de este dietario de confidencias que algunos de los museos más interesantes de Madrid, la ciudad donde más tiempo he pasado, los visité cuando ya no vivía allí, y algún día me gustaría explicar por qué deberíamos cambiar de la ciudad donde vivimos, para poder conocerla mejor cuando volvemos a ella). Me sucedió con Torrelavega, una villa grande de Cantabria, que debió ser hermosa y ya no lo es, donde por una serie de felices coincidencias me enteré de algo tan insólito como lo que les voy a contar.
Me llevó a Torrelavega el hallazgo de un artículo, breve y sentido, de Luis Landínez titulado Unamuno en Torrelavega, publicado en un diario de Santander, en septiembre de 1951; exactamente hará el próximo martes 60 años. Contaba el verano que pasó en la casa del Dr. Velarde el entonces maduro Unamuno. Ocurría en 1908 y él tenía 44 años. Pero lo curioso es que de aquella estancia quedó el recuerdo de la lectura del poema de Joan Maragall, La vaca ciega, cosa que hizo Unamuno y quedó constancia en una inscripción de uno de los bancos del jardín, que según Landínez llevaba escrito, textualmente: “Aquí recitó Unamuno ´La vaca ciega´ de Maragall”.
Busqué la casa, que estaba en Tanos, lindando con Torrelavega, y tras mucho preguntar -¿cómo se pregunta, y a quién, por Unamuno y el Dr. Velarde, y Maragall y La vaca ciega?- pude al fin acercarme a una casa, no sé si la misma pero al menos la más probable, abandonada, por nombre sarcástico Villa Inocencia, pero ni pude entrar ni atisbé por las rendijas de una puerta desvencijada banco alguno donde pudiera leer la leyenda, si es que se conserva. Como el verano, la memoria es esquiva. Allí me había llevado un artículo de Luis Landínez, una de las grandes promesas literarias de los cincuenta en España, que había escrito una novela tan olvidada como interesante titulada Los hijos de Máximo Judas, que murió en un oscuro accidente en los años sesenta, después de haber pasado tortura y cárcel en su condición de militante comunista, y al que se deberá, involuntariamente, que Gil de Biedma no fuera admitido en el PCE-PSUC por su inclinación homosexual (responsabilidad que se atribuye a Manolo Sacristán, por ignorancia).
Tiempos ásperos los nuestros, donde sería imposible imaginarse un verano en Tanos, un lugar anodino, donde el cronista aseguraba en 1951 que se podía ver Torrelavega y en día claro incluso el mar, y hoy es inseparable de la villa, atufada por los humos pestíferos de un par de industrias químicas, y donde a duras penas se ve algo más que la urbanización de enfrente. Pero al menos imagínenselo, ese Unamuno, con su voz aflautada poco acorde para la declamación, enteco de cuerpo y con su indumentaria de vendedor de biblias, encarado no sabemos a quién, pero recitando orgulloso su versión castellana de La vaca ciega de Maragall. Un privilegio, el de haber estado allí. Y luego el almuerzo, parco y limitado para un inapetente vegetariano como don Miguel, en la casa del Dr. Velarde, del que no tengo ni idea pero que debía ser librepensador y riguroso curador de paisanos, que le adorarían igual que al santo o a la virgen local.
Mundos perdidos que el verano nos trae, como las mareas del norte.
Gregorio Morán
La Vanguardia (3.09.2011)