Todo tiene nombre, aunque huela

Ausencia de transparencia 

La desconfianza ha vuelto a ser una de las argucias de nuestro siglo

Nunca debe uno cansarse de repetir lo que cree, por más que nadie le haga maldito caso. Ortega y Gasset se refería a sus depresiones como “tener el gálibo bajo”, y estas eran tan monumentales en sus años postreros que se pasaba meses sin levantarse de la cama. Recuerdo que en una ocasión se lo pregunté al más tonto de sus hijos y me respondió con displicencia. “¿Depresiones? Mi padre nunca las tuvo”. No sabía el pobre que eso no era demérito sino honra, porque no es fácil soportar situaciones en las que te están retando a contar la verdad y, al tiempo, da lo mismo que la cuentes o no. Eso sí, no te lo perdonan.

Lo decía el propio Ortega –hoy me debo de haber levantado orteguiano– un país sin opinión pública está condenado a la mediocridad. Él la llamaba “tibetización”, que quedaba más fino y menos comprometido. Algo debe pasar entre nosotros para que seamos el único país de Europa y las Américas donde los delincuentes son rigurosamente anónimos antes, durante y después de juzgados. Ya sé que lo he escrito tantas veces que parece como una cantinela. No hay ninguna razón legal, ninguna, salvo el miedo. Un miedo que se escuda en la ley que hizo aprobar por el sindicato de las prisas Leopoldo Calvo Sotelo, vísperas del juicio del 23-F, y que se refiere a algo así como la “Defensa del honor”; un sarcasmo.

Los hermanos S.P. son dos cerrajeros de Barcelona que inquietos ante la escasez de trabajo adoptaron una fórmula vieja y temeraria. Destrozar las cerraduras de la zona y luego ofrecerse para repararlas. Descontaban el 10% por el gesto de haberles llamado a ellos. ¿Acaso los vecinos de Barcelona no tienen derecho a conoce su filiación completa? ¿Que la policía es cauta y no puede hacerlos públicos hasta que los condenen? Falso. Ellos se escaquean y nosotros lo agradecemos para evitarnos problemas.

Pero fíjense en este otro. Acaba de salir en un juzgado de Sevilla. Entre una abogada sevillana y otra de Barcelona estafaron con particular ensañamiento a un par de viejos. Les robaron la casa, que era todo lo que tenían, aprovechando que los ancianos padecían minusvalía mental. La sentencia las ha condenado a seis años de prisión. Pero sus nombres son R.M.P.S., la de Sevilla, y la barcelonesa, con bufete empresarial, responde a A.M.P.F. Suena como un chiste de Gila y nadie se escandaliza. Fíjense si la cosa empieza a ser inquietante que ahora son los abogados de los delincuentes quienes proponen que se citen sus nombres. Los de los abogados, por supuesto. Publicidad gratis para mamporreros.

No hay momento más ridículo que el de la exhibición de unos individuos con togas y puñetas que dicen muy serios que todos somos iguales ante la ley. No es que no se lo crean, porque nadie mejor que ellos sabe que no es cierto. No hace falta apelar al caso Urdangarin, que tiene todas las posibilidades de acabar como nuestro Palau de Millet, en cumplimiento estricto del escrupuloso comportamiento de la justicia. Lenta pero segura, tanto, que mis nietos presenciarán el desenlace. Y si alguien hace apelación al linchamiento mediático, me permito decirle que más de media España estaría dispuesta a dejarse linchar mediáticamente si al tiempo le conceden disponer de los fondos de Urdangarin.

No sólo no somos iguales ante la ley, sino que no somos iguales ni ante la compañía del gas. Fíjense ustedes en esos millares de ciudadanos que en los días más fríos de este durísimo invierno han estado sin poder calentarse por una avería entre el agua y el gas. Ha sucedido en el Poblenou, barriada modesta de Barcelona, y no ha habido información sobre el caso que no procediera de la misma empresa responsable. Gas Natural ha ido informando de cuántos eran los afectados, de lo mucho que trabajaban para repararlo, de la supuesta responsabilidad de otra compañía, en este caso del Agua, de cómo ya habían conseguido esto y aquello.

Si la empresa dice que han sido casi 5.000 familias, no hace falta contratar a Woodward y Bernstein para intuir que habrán sido más, y que todo lo que ha dicho es en disculpa propia. Porque hay un principio básico que cualquier periodista sabe, aunque no lo escriba: las oficinas de prensa de las empresas están para que la verdad no les estropee el negocio. Paro contarla, se supone que estamos nosotros. ¿No hay nadie en el Ayuntamiento de Barcelona que dé puntual noticia de este crimen ciudadano? ¿No queda ninguna asociación de vecinos? Aquellos chicos tan activos que se montaron sobre ellas para convertirse en urbanistas de futuro, ¿do están? Si el culo del alcalde y de cualquiera de sus concejales estuviera helado y sucio porque no pueden lavarse y sufren un frío siberiano –siberiaaaano, como dicen en los telediarios– eso no hubiera durado una semana. ¿Se imaginan algo semejante en el Eixample barcelonés? ¡5.000 familias! Se consideraría una emergencia nacional, digo bien, nacional, ya me entienden. En ocasiones llamamos demagogia a la evidencia.

Partamos de que como no somos iguales ni ante la ley ni ante nada, deberemos encontrar algunas fórmulas para que la convivencia democrática no se convierta en una engañifa total. Ahí es donde entra la opinión pública, y nosotros, escritores de opinión o periodistas. Una opinión pública alerta, que ha hecho gimnasia democrática, que sabe lo que le ha costado llegar hasta aquí –al menos a algunos–, no puede convertirse en un trágala. Y quizá eso exige revisar dos conceptos que se parecen mucho a los salvavidas de los barcos, pero que pueden ser tan inútiles como en el naufragio del Concordia. Opinión pública y sociedad civil. Ahí está la única compensación frente a la evidencia de que no somos iguales ni ante la ley ni ante nada. Aquí no es que no seamos capaces de echar a un presidente como Richard Nixon, es que ni siquiera podemos moverle la silla a un concejal corrupto. Digo bien, moverle, hasta ver si su partido evalúa los costos y tiene a bien retirarle.

Sin que nos aclaremos previamente sobre qué es opinión pública y qué es la sociedad civil, resulta imposible entender los créditos a una compañía de aviación privada como Spanair. Una pregunta, ¿para ustedes, el Ayuntamiento de Barcelona forma parte de la sociedad civil? Explicar eso sería una aportación a la sociología y a la teoría política, porque eso de las sociedades civiles creadas en base a nuestros impuestos, no tiene precedentes. Ahora bien, todo es cuestión de proponérselo. Seguro que hay ya un sociólogo, un filósofo y un periodista, dispuestos a hacer un informe, asesorando al respecto.

Ocurre con la manipulación de los currículos. Tal y como está el patio no queda más remedio que ser benevolente con quien está buscando trabajo, porque es estos casos estamos en la pelea por la vida y ahí no es que valga todo, pero al menos existe la ambición, la necesidad y las ganas de cumplir lo que el currículo sugiere. Sé de gente capaz de hacer realidad sus currículos en cuanto les den una oportunidad, y eso es un signo de esperanza, no un delito ni un agravio. Recuerdo el resumen de mi vida laboral que hube de hacer para encontrar mi primer trabajo tras la muerte de Franco. Un chiste. Lo conservo. En la Wikipedia aparezco con un premio que jamás obtuve y no sé quién fue el gracioso que suministró tan portentoso dato; nunca tuve un premio, entre otras cosas porque nunca me presenté a ninguno, y no por ningún prurito de desdén y exquisitez sino porque una persona decente sólo admite los premios que se conceden sin pedirlos. Hacer campaña electoral poniéndose medallas que no ganaron me parece que delata a gente sin demasiada conciencia. Si es capaz de engañar para conseguir el cargo público, imagínese qué serán capaces de hacer cuando lo consigan.

Pero en el fondo late lo mismo: la ausencia de transparencia. La desconfianza ha vuelto a ser una de las argucias del nuevo siglo. En el fondo volvemos a tiempos antiguos, cuando la candidez y la generosidad pertenecían al ejercicio de la caballería andante. Muy hermoso, pero demoledor.

Gregorio Morán

La Vanguardia (18.02.2012)

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