Nunca es demasiado tarde para ir al psiquiatra. A estas bajuras de mi vida considero que no haber ido nunca a un psiquiatra ni al psicoanalista es una limitación. Me hubiera venido muy bien esa experiencia para afrontar lo evidente. Los amigos psiquiatras que he tenido fueron siempre demasiado amigos, o sea, que tampoco me atreví nunca a cruzar ese umbral que es pasar de ser colega a paciente. También, todo hay que decirlo, en algunos casos estaban mucho más tocados del ala que yo, con la diferencia de que ellos no parecían darse cuenta. ¡Qué podía decirle yo al psiquiatra Mariano de la Cruz si cenar con él y Madol siempre era una fiesta pirotécnica del ingenio! Con Carlos Castilla del Pino ya era otra cosa, su egolatría era tan exagerada que los amigos –ahora que falleció podemos decirlo sin irritarle– hacíamos concursos a ver quién contaba la anécdota más sublime sobre su singular megalomanía.
De adolescente yo nunca quise ser misionero, mi ambición estaba en la psiquiatría. No persistí, si bien escogí un trabajo de locos, y así me fue. No puedo quejarme, pero llega un momento en tu vida que empiezas a preguntarte cosas, y eso debería exigir la colaboración de un psiquiatra, o alguien así preocupado por los asuntos de lo que hoy se llama “la olla”. Ahora que los profesores de ética, estética y humanidades habrán de volver a dar clases particulares para mantener su hacienda, no nos queda otra posibilidad que visitar a los supervivientes de la psiquiatría humanística.
Doctor, tengo un problema. A mí me gustaría escribir sobre los guisantes. Adoro los guisantes desde la más tierna infancia, cuando enmitierra se denominaban arbeyos. ¿Algún problema psicoanalítico? Nunca he soñado con guisantes, pero esa querencia hacia el guisante que yo sólo creía gastronómica quizá vaya más allá y revele una carencia: son pequeños, van en vainas y tiene color verde. ¿Alguna pista? ¿Qué opinaba Freud de los guisantes? En el mundo centroeuropeo el guisante no goza de demasiado prestigio; ¡comieron tantos y de tan escasas maneras! El puré de guisantes siempre fue comida de pobres. Y están los secos, prácticamente desaparecidos entre nosotros; fuera de una variedad que se mantiene en Berga, deliciosa y exótica.
Doctor, estamos en primavera y a mí me gustaría también escribir de las cerezas. Para mí decir cerezas significa recordar días felices de la infancia, cuando te hacían subir sobre una banqueta, te colocaban debajo de un cerezo y no te bajaban hasta que la diarrea del empacho empezaba a producir un olor inconfundible y unas risas estentóreas de los adultos que contemplaban la escena.
Doctor, me gustaría escribir sobre los guisantes y las cerezas, pero lo tengo jodido, porque en seguida un gracioso te soplará al oído que guisantes como los de antaño ya no hay y lo más parecido a eso, es una pijería que inventaron en Euskadi, que se llaman perla, que son la hostia de sabor y de precio. 200 euros, vaina incluida, aseguraban el otro día en el mercado de Ordicia. (Como le diría cualquier guipuzcoano modesto; Ordicia es a las verduras, lo que Amsterdam a los diamantes). Ni siquiera llegan al mercado, salen del huerto al restaurante Michelin. ¿Y qué hago con las cerezas? Quien no ha visto el valle del Jerte en primavera tiene una carencia; quien no ha comido cerezas del Jerte, otra.
Doctor, yo quisiera escribir sobre los guisantes y las cerezas, esos símbolos aldeanos, rotundos y exquisitos de la primavera, pero no puedo. No sólo es que los guisantes perla y las cerezas estratosféricas del Jerte me lo impidan, no es eso. Es que no me sale, doctor, estoy bloqueado. La realidad arrasa mi vida. Desde que me encontré con la historia de Pepe Lozano no hago más que teclear, yo, que a duras penas sé entrar en internet y a quien todavía se le van los textos porque se olvida de guardarlos.
Pepe Lozano, perdonen la familiaridad, pero llevo tantos días siguiendo sus pasos que me creo con derecho a tratarle en compadre. Con absoluta seguridad ustedes no tienen ni idea de quién es José Lozano, de Molina de Segura. Me costó lo suyo, pero merece la pena. La historia ocurrió tal que ayer, el 20 de abril.
Don José Lozano, empleado con responsabilidad en la Caja de Ahorros del Mediterráneo (CAM), frisa los cuarenta y es responsable de la sucursal de Yecla –aquel lugar que nos descubrió Azorín antes de que empezáramos a matarnos en la guerra civil–. Lozano se tomó su tiempo, abrió la caja fuerte, que para eso era el depositario de la llave, recogió 450.000 euros, que se dice pronto para quien como yo aún sigue traduciendo en pesetas. Luego cerró y se llevó la llave. Desapareció, con toda probabilidad hacia Venezuela.
Interesante la historia de Pepe Lozano, estudiante en sus horas libres de Criminología, porque él no estafó a los clientes de la Caja de Ahorros Mediterránea, cosa que sí hicieron sus directivos y en cantidades más abundantes. El se limitó, digámoslo así, a abrir la caja fuerte –tenía la llave–, recoger los fondos y proveerse de una jubilación anticipada, un fondo de retiro no estipulado, pero estrictamente cumplidor del código expresado por El Roto en una de sus viñetas memorables. “Todo es perfectamente ilegal. No debe de haber ningún problema”. Parece que las autoridades de la CAM –¡qué autoridad tendrán las autoridades de la CAM es casi un secreto sumarial!– lo denunciaron y el hombre está puesto en busca y captura por la Interpol.
Reconozcamos que en una sociedad donde Millet sigue en su casa, ese estafador con botox, Ruiz-Mateos, aún exhibe su zoo familiar, que la inefable Maria Antònia Munar logra el encaje de bolillos de la transversalidad política de los fondos públicos, quién puede reprochar a Pepe Lozano que se haya llevado 450.000 en bonus al rendimiento, con el ánimo de convertirse en emprendedor por las Américas.
Así se hizo el capitalismo, señores, no nos engañemos. Dejémonos de MaxWeber y el rigorismo protestante, el capitalismo nació de la rapiña y padece de lo mismo, porque se ha roto el consenso que diferenciaba lo que Brecht entendía como sutil diferencia entre crear un banco y robarlo.
Doctor, tengo muchos problemas pero ahora me afecta especialmente uno, y es que los lectores de peso y plomo exigen noticias positivas, y a mí por más que lo intento no me sale lo del guisante y la cereza. Incluso me voy a los precios, lo que ya es perversidad, en vez de narrar los sabores, “las texturas”, que dicen los gastrónomos de regadío. A mí me gustaría reconstruir puntualmente la historia de Pepe Lozano, el consecuente. ¿Cómo era su casa en Molina de Segura? ¿Casado, con dos hijos adolescentes? ¿Cómo lo montó? ¿Tenía ya un apaño en Sudamérica o fue un golpe de genio? Detrás de todo delincuente audaz hay un millonario frustrado, que podía haberse inclinado hacia campos más rentables. Las finanzas, por ejemplo.
¿Y sabe por qué, doctor, me hubiera gustado tener una sesión, en el diván o en su despacho, sobre las obsesiones y los gestos y las inclinaciones de los irregulares? Que eso son los locos. Porque Pepe Lozano, de Molina de Segura, responsable de la CAM en Yecla, hizo algo que ninguno de esos chorizos que desvalijaron cajas y bancos, osaron hacer jamás. Cuentan que el día de vísperas de la desaparición de Pepe Lozano, antes de salir de Yecla y de nuestro pequeño mundo, llamó a los empleados, a sus colegas y amigos, y les invitó a una caña de cerveza, con tapa incluida. Eso en Murcia es mucho. Doctor, yo creo que me pasa algo. No entiendo que el guisante y la cereza no sean capaces de vencer en mi imaginación la historia de este tío, el tal Pepe Lozano, que me ha tenido a maltraer toda la semana.
Eso así, agradezco a la CAM, empresa cuya probidad está por debajo de toda sospecha, que haya cumplido las expectativas del gremio periodístico y de la sufrida ciudadanía en su conjunto. Consultada sobre el caso, respondió impertérrita: “La CAM no suministrará información para no entorpecer la labor policial”.
Gregorio Morán
La Vanguardia (19.05.2012)