Se trata de un momento decisivo para los nacionalistas catalanes. Amenazados por la ruina y la irrelevancia tienen que tratar de convencer a sus fieles de que el nacionalismo es algo más que un capricho burgués en tiempos de derroche
Ahora imagine el agostado lector que una vez solicitado el préstamo y concedido España le dijera a Europa que acepta su dinero, pero no sus condiciones. ¡Gallarda España! Exactamente eso es lo que pretende decirle ahora la región catalana al Estado: págame las deudas y dame plena libertad para seguir contrayéndolas. Se trata, obviamente, del último capítulo de la alienación nacionalista, de ese vivir fuera del mundo, maceradamente ensimismado, que ha caracterizado su práctica política. Y define su fracaso fundamental: durante más de treinta años Cataluña se ha obsesionado en llegar a ser algo distinto a España. Pero por desgracia para sus intereses Cataluña es hoy mucho menos distinta de España de lo que lo fue en el alba nacionalista decimonónica. Ni en sus virtudes ni en sus calamidades. El hecho diferencial catalán no va más allá de la expansión vigorosamente subvencionada de una de las dos lenguas de sus ciudadanos, y de los domingos libres de los tenderos. Esto ha sido todo. Ni en la educación ni en la salud ni en su cohesión social ni en el sometimiento de su economía al sector público; ni en sus aeropuertos y estaciones desoladas ni en la corrupción de sus políticos ni en la protección del medio ni en sus cajas caciquiles, Cataluña es distinta. Hoy comparte con el resto de España graves problemas económicos. Y para desesperación del nacionalismo delirante (cada vez más un pleonasmo) la venerable sentencia sigue más activa y verificable que nunca: «Cuando España va bien Cataluña va bien», con todos sus viceversas.
El nacionalismo catalán se enfrenta a una evidencia desalentadora. Ha acumulado deudas que solo puede pagar Europa. Pero Europa no la reconoce ni siquiera como deudor. Los préstamos europeos irán al Estado español y él decidirá. Los ilusionados días de la Europa de las regiones, de la voz catalana en Europa, acabaron sin empezar apenas. Las cosas se han puesto definitivamente serias. Se comprende que en esta circunstancia el nacionalismo catalán acentúe su gesticulación, sus pactos fiscales, sus patéticas amenazas de reescribir la Historia, mientras niega dinero a sus viejos y a sus minusválidos. Una gesticulación, por supuesto, con una sola mano, como es ley en el autoerotismo, máxime si la otra es la mano de pedir.
Se trata de un momento decisivo para los nacionalistas catalanes. Amenazados por la ruina y la irrelevancia tienen que mantener prietas las filas y tratar de convencer a sus fieles de que el nacionalismo es algo más que un capricho burgués en tiempos de derroche.
Arcadi Espada
El Mundo (2.08.2012)
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