Estamos cayendo a una velocidad vertiginosa. En apenas tres meses, de “pasear al perro de la memoria”, que decíamos, hemos llegado a la situación inverosímil de forzarnos a cancelarla. Ni exhibirla ni pasearla, sencillamente retirarla de la circulación. Es posible que sea la edad, pero cada vez tengo más la conciencia de escribir artículos que no me gustan, que preferiría seguir la moda de los sentimientos y desarrollar la melancolía, el humor, la piedad, el buen rollito, el calor humano, los valores eternos de la solidaridad, la esperanza y el entusiasmo, con alguna referencia a la gastronomía, por supuesto. Pero aquí me encuentro, tratando de escribir sobre un hombre que sufrió, que padeció la soledad del intelectual, aún antes de que tuviera edad de escribir algo más allá de un panfleto y de dirigir una asamblea que le costaría detención, interrogatorios, una mili en forma de deportación al desierto y una distancia cruel con el aparato académico que se las hizo pasar moradas. Estoy hablando de Paco Fernández Buey.
Hay que morir en agosto porque es un mes sin días y los amigos siempre encuentran una disculpa para escaquearse. Los muertos del verano, quizá porque hay que enterrarlos o esparcir sus cenizas entre íntimos, tienen un valor especial. Quedan flotando en el recuerdo y tienes de ellos la imagen evocadora del último encuentro. Paco Fernández Buey era un intelectual, palabra curiosa y polisémica que hoy día sirve lo mismo para un anunciante de pan de molde, cien por cien estafa, que para el galán brillante que se hace fotografiar como las odaliscas de Ingres. Dentro del deterioro genérico de la especie, un intelectual hoy es todo aquel que sabe embaucar a la gente vendiéndole motos que jamás compraría un mecánico. En otras palabras, Paco Fernández Buey era un profesor que correspondía a otro estado de civilización que ha caducado. Igual que le pasó a la memoria. Para volver a él es menester hacer una finta por necesidades del guión.
Cuando algunos de nosotros entrábamos en la edad de la razón sufríamos, con reiteración metódica, agobiantes reportajes ilustrados sobre el último preso de la cárcel de Spandau. Se llamaba Rudolf Hess. Dentro de la desmemoria colectiva pocos se acordarán de él. Había sido el más emérito de los discípulos de Hitler desde antes que alguien detectara que “el pintor de brocha gorda” acabaría siendo el hombre más influyente de su época.
Rudolf Hess, número dos del partido nazi en el poder, pilotando un Messerschmitt, se lanzó en paracaídas sobre Gran Bretaña un día de mayo de 1941, cuando la guerra estaba en su punto álgido. Aún es el día que los historiadores no logran precisar qué demonios pretendía, cómo pensaba lograrlo y quién le respaldaba. Para nuestra historia es lo de menos. Lo cierto es que finalizada la guerra y derrotada la Alemania nazi, Rudolf Hess fue condenado en el Tribunal de Nüremberg a cadena perpetua. Creo que fue a mediados de los años 60 cuando se quedó solo en la cárcel de Spandau. La prensa española de la época repetía una y otra vez la crueldad a la que se sometía a aquel anciano –Hess había nacido en 1894 y viviría en detención hasta su suicidio en 1987– que debía ser liberado por razones humanitarias. Por entonces, permítanme la apostilla, las cárceles españolas estaban llenas de antifranquistas que obviamente nadie mencionaba y nuestro Paco Fernández Buey, pasaba una mili atroz, como decenas de otros españoles, en África, “barriendo el desierto”, según feliz expresión de un militar de la época.
Me ha venido a la memoria Rudolf Hess ante la alucinante historia de Uribetxeberria Bolinaga, militante de ETA, asesino amateur y torturador contumaz durante 532 días del funcionario de prisiones Ortega Lara, sometido a condiciones más implacables aún que las de un campo de exterminio. A un preso común con cáncer terminal, incluso terrorista, se le debe conceder la benevolencia de morir en casa, aunque sea impensable que él concediera algo similar a sus víctimas. Ahí está el meollo de los grados de civilidad. Pero aquí estamos discutiendo de otra cosa y la simpleza de los analistas nos deja perplejos. Derrotada ETA por las fuerzas de seguridad del Estado –elemento fundamental que explicitó en frase imborrable Txema Montero–, rechazada por molestia y hartazgo en la sociedad vasca, resultó que la negociación final, por ansiedad y torpeza de los dos principales interlocutores, el presidente Zapatero y inefable Jesús Eguiguren, el supuesto ejército en desbandada que buscaba un salvavidas encontró la posibilidad de un armisticio. Algún día se valorará en su justa medida la irresponsabilidad y la incompetencia de trasformar una derrota sin paliativos en un Pacto de Vergara, a la manera de carlistas y liberales del XIX.
Uribetxeberria Bolinaga saldrá de prisión. Es imposible, llegadas las cosas a este punto, mantener la situación. Políticamente sería un suicidio electoral, lo cual no evita una poco gratificante reflexión. Cuando una sociedad considera a “un torturador de los suyos”, un ejemplo de abertzale combatiente, el problema no está en si lo llevamos a casa para morirse, sino la sociedad que hemos construido. Con Bolinaga en la cárcel, arrollarían en las elecciones del 21 de octubre; es la didáctica de las cosas.
Y cómo seguimos ahora con Paco Fernández Buey. Pues muy fácil, recuperemos, si nos lo consienten, la memoria. En un libro más que interesante para cualquier ciudadano que haya vivido en Catalunya durante los años del cólera, cuenta Juan-Ramón Capella cómo se achicaba la conciencia conforme semultiplicaba el miedo. Sin Ítaca. Memorias. 1940-1975 (Trotta) es una introducción perfecta al mundo en el que vivió, creció y luchó un hombre como Paco Fernández Buey. Los reproches que yo pudiera hacer a uno y a otro son, a estas alturas de la película, de menor cuantía. La verdad es que el libro, publicado en 2011 pasó como por ensalmo, quizá porque recordaba lo que pocos se atreven a recordar. Ocurre como con el entierro-funeral de Paco Fernández Buey, líder estudiantil indiscutible de los años 60 y de los PNN de los 70. El concentró, según sus allegados, 350 personas. Un éxito para los tiempos que corren, pero menos que una asamblea durante los años del cólera.
Paco Fernández Buey fue muchas cosas; un profesor voluntarioso, un militante pertinaz, una buena persona. Carecía de sentido del rencor y de venganza. Es posible que una buena persona este incapacitada para ser un intelectual de fuste, reconozcámoslo. Si no hay sangre, no hay batalla ni espectáculo. Le traté poco, no compartíamos más que el pasado; el presente y el futuro nos quedaban muy distantes. Valoro en él la honestidad y la coherencia, dos virtudes, valga la palabra, que consagran a una persona. Porque son las únicas que nos hacen posibles. Confieso que cuando supe de su muerte pensé que se había suicidado; un intelectual con cáncer terminal, sin otra base de apoyo que una parroquia de 350 en los momentos más extremos, con su queridísima mujer fallecida unos meses antes. Un hombre así se deja morir, que es una forma de suicidio clásico, senequista, cuando ya nada merece la pena ni tiene solución. Me equivoqué. Paco Fernández Buey era un tipo resistente, hecho a barrer el desierto y mantener la dignidad ante cafres inconmovibles.
Le honra, pero pocos hubieran podido pasar esa travesía del desierto, con parroquia o sin ella, con la dignidad que él mantuvo hasta el final. Fue discípulo de Manolo Sacristán, ayudó a construir la democracia en Catalunya, consolidó una universidad que resultó una ficción, los diarios le dedicaron homenajes sentidos y modestos. Su tiempo, si es que lo hubo alguna vez, había pasado. Me imagino esa sonrisa, apenas una comisura de los labios, al evocar a quienes hoy están en el poder mientras él barría el desierto o sufría la represión de los años del cólera. No tenía maldad. Y eso intelectualmente es un defecto si uno no se dedica a la mística.
Gregorio Morán
La Vanguardia (1.09.2012)