Conmueve enterarse que el inicio del curso literario español y catalán –ahora habrá que escribir así para atenerse a lo políticamente correcto–, que por cierto son la misma mierda, ha consistido en la exhibición de un escritor para mí absolutamente desconocido y por el que no haré ningún esfuerzo en superar esta deficiencia cultural, Michael Connelly. Lo llamativo no es que escriba novela negra. De un tiempo a esta parte casi todo el mundo que escribe le da por hacer una cosa que aseguran se denomina “novela negra”.
Es como los guiñoles de nuestra infancia, que nunca sabías cómo empezaban pero siempre terminaban igual. Suelen partir de un crimen muy complejo e ir añadiendo a la trama elementos diversos que confundan al lector sin dejar de engancharle. Dosis de sexo explícito, sin pasarse. Lenguaje clarito, que la gente no está para esfuerzos. Personajes de una pieza, con un pasado difícil, no demasiado preciso. En resumen, son como Tatuaje, aquella hermosa canción de los años cuarenta, en la que todo se daba por sobreentendido y cada cual se imaginaba lo que ni había ni podía haber.
Detesto la novela negra en general y la española en particular, es literariamente bazofia para complacientes lectores que se conocen los guiños y juegan a enterados. Marcó época Manolo Vázquez Montalbán, que escribió más que el Tostado y del que no sabría muy bien si reír o llorar ante aquellas tramas inventadas en dos noches y escritas en quince días. ¡Asesinato en el Comité Central! Yo estimé siempre al Manolo poeta, que era bueno aunque no ganara dinero. Lo de Juanito Madrid, y los señores y señoras del Eixample animándose a matar al jardinero, me excede. Hay quien se ha inventado incluso detectives. Pobres Hammet, el comunista dipsómano, y Chandler, el obseso de Shakespeare, que sabían lo que hacían y publicaban en papel de estraza. No es fácil alcanzar el nivel del maestro Simenon, por más que sus mejores libros, en mi opinión, no sean “los negros” sino “los grises”. A todo este personal ridículo y alambicado de ahora, talludito de edad, le serviría como epitafio esa gran burla de la novela negra, ese polar arrogante que construyó Boris Vian y tituló Escupiré sobre vuestras tumbas.
Quizá sea inevitable. Detrás del agobiante tsunami editorial de novelas negras de todos los países y condiciones late una sociedad corrupta, donde el delincuente es protagonista. ¿Se imaginan a Madame Bovary, Ana Ozores o la Karénina? Tendrían que llevar un lupanar o dirigir un banco de inversiones, como mínimo. A la gente le debe gustar adentrarse en mundos que son como el suyo, pero sin riesgos y más sofisticado. A finales del siglo XIX las clases medias se enganchaban a las historias truculentas de asesinos raritos y atrabiliarios; eran tiempos de individualismo. Ahora no, las tramas deben ser como las telas de araña. Al final se exhibe, sola o acompañada, la Araña, el Poder, el Sistema, la Corporación.
Todo este largo exordio introductorio es para explicar que el famoso Michael Connelly, al que no leeré si no es por exigencia de mis abogados, ha firmado un contrato editorial en España según el cual se le concede, amén de sus honorarios que habrá pactado su avispado agente, un premio. El VI Premio de Novela Negra que otorga, así, a lo bestia, la editorial RBA. 125.000 euros. De seguro que hay miembros del jurado que habrán cobrado su soldada. Desconozco sus nombres salvo el de la supuesta novelista Soledad Puértolas porque ejerció de “dama de honor”. Pero lo más impresionante y llamativo es la presencia de las instituciones, empezando por el alcalde de Barcelona, líderes de partidos políticos y hasta una actriz, Aitana Sánchez-Gijón –yo conocí a su padre y fue un hombre digno en los tiempos del cólera– pronunció una frase para el bronce: “la magia de la narración” de un libro que ni había leído ni le interesaba un comino fuera del contrato de actuación y el sobre.
O rompemos con esta burbuja de la golfería supuestamente literaria o acabaremos convirtiendo el mundo editorial en territorio del Pocero, o de Bañuelos –¡vaya historia la de Enrique Bañuelos, anímense los de la novela negra posmoderna, ahí tienen un filón!–. Están ustedes animando a que los escritores se conviertan en modelos de pasarela, o lo que es peor, en delincuentes de la pluma, chaperos del libro, permítanme la audacia de la metáfora quevedesca.
Soy un lector vicioso de suplementos culturales, los leo todos y cuando lo hago me producen una sensación similar a la pornografía. Son hard core. En uno de ellos he encontrado una entrevista con el agente Andrew Wylie, el Nacho Vidal del mundo editorial, porque se nota que disfruta exhibiendo su instrumento. Además de reconocer humildemente que ya nada será igual cuando gente así entra en la industria editorial, que no es lo mismo que la literatura, entiendo que si este hombre consigue hacer del pobre Roberto Bolaño, póstumo, un éxito en los Estados Unidos, sería capaz de convertirnos en lo que le diera la gana. Advierte que tiene 850 autores en su granja. ¡850! ¡Qué empresa en España podría decir que cuenta con tantos currantes fijos y con contrato en regla! Eso es una industria y como cualquier economista de medio pelo sabe, lo importante es vender, no que el producto sea bueno. Y si además es bueno, la hostia. Dos éxitos por el precio de uno.
Debo admitir que este artículo nace de dos noticias, una triste y otra agridulce. Me afectó la muerte de Horacio Vázquez Rial, era un escritor interesante, demasiado irregular a mi gusto, pero arrojado. Llegó de Argentina en tiempos duros y se fue de Barcelona porque le hicieron la vida imposible y se hartó, que es lo que le pasa a la gente cuando no piensa como la turba y acaban jodiéndote la vida. Era un hombre cabal, y eso quizá no tenga valor literario pero lo tiene tanto humana como periodísticamente. Yo hice con él algo que hoy no haría de la misma manera, porque él me propuso presentar un libro suyo –El soldado de porcelana– y le respondí que no podía porque el texto me parecía muy malo. Se trataba de una biografía novelada de Gustavo Durán, una leyenda aún por explicar, que lo fue todo, desde comunista español, agente norteamericano, estratega militar en el bando republicano, músico, escritor, diplomático, homosexual, marido casi ejemplar de familia establecida, quizá el último gran amigo de nuestro Gil de Biedma… Vázquez Rial jamás me hizo el más mínimo reproche; nos volvimos a ver y siguió siendo el entrañable hombre sonriente que sabe que a diferencia del cuerpo de bomberos, entre nosotros nos pisamos la manguera.
La noticia agridulce es el Premio Formentor –está visto que va de premios– que le acaban de conceder a Juan Goytisolo. Como los patrocina una editorial del grupo ligado al diario más leído de España y los cronistas culturales parecen un subgénero de los ecos de sociedad de antaño, la memoria de lo que fue el Premio Formentor se convierte en una banalidad. Deberían convocar a Robles Piquer, cuñado de Fraga y responsable entonces de la censura entre otras cosas, para que evocara las figuras que él calumnió y a los plumillas que azuzó para que se ensañaran con los escritores y editores del Formentor. Resulta una ofensa a la dignidad de Juan Goytisolo que para donarle 50.000 euros, que con toda seguridad necesitará para vivir, se monte esa pamema. Esto no es Francia, ni siquiera Italia. Aquí un escritor cuando se hace mayor y admite “que no escribe porque ya no tiene nada que decir” llegan los trepas y los de la balalaica, los que ponen la música de fondo, y se inventan una historia.
Hagamos las cosas con la dignidad que se merece quien se ha esforzado por mantenerla en años aún más duros que estos. Para eso están los premios institucionales o los institutos Cervantes o las universidades. Un escritor de edad que siempre ha pertenecido a la literatura y nunca a la industria editorial es un bien social que debe amortizarse con mayor rigor que las hipotecas.
Gregorio Morán
La Vanguardia (15.09.2012)