Una foto guardada en mi memoria. El recorte lo tuve clavado durante años en el panel vecino a mi mesa de trabajo. No sé por qué desapareció de allí. Quizá el tiempo, ¿25 años?, en los que uno va cubriendo unas fotos con otras, creando capas que la memoria ha de reconstruir. Quizá porque el espacio del recuerdo es más limitado que el panel acorchado. Una foto que ahora tengo que reconstruir y probablemente falsear.
Estaba Marilyn Monroe, con su delantera en ataque. A su lado Arthur Miller, con esos ojos grandes, multiplicados por las gafas cuadradas y la actitud del jugador con fortuna; hombreras anchas y rostro de fajador. Y mirando a la cámara, dos pajaritos. No puedo evitar una obviedad semántica que destroza toda narración. La palabra pájaro, en castellano, hay que evitarla; está cada vez más ausente de nuestra poesía contemporánea, lo cual dice mucho. En casi todos los idiomas decir “pájaro” es una evocación a la libertad y la belleza; en castellano resulta un esdrújulo que deriva en insulto. Pero la verdad es que se trata de dos pajaritos, flacos y conmovedores. Uno, Carson McCullers, una narradora que entre nosotros nunca pasó de ser una escritora para escritores, con su cara de Pippi Calzaslargas crecidita y un halo que alcanza hasta la perversidad. Dominando la escena, Karen Blixen, que se vuelve a la cámara y esboza un conato de sonrisa para complacer al fotógrafo. Exhibe un rostro canino, aristocrático, lebrel de clase, galgo quizá. Ella es nuestra protagonista.
La foto que lamentablemente he perdido debió hacerse a finales de los años cincuenta, cuando la gloria los empapaba a todos. Ricos y famosos, aunque en diferente medida. Karen Blixen, conocida en el mundo literario como Isak Dinesen y otros seudónimos que ocultaban a una dama políglota, danesa de cuna y muy trabajada por la aventura de la vida. Su aspecto de ave de lujo lo daba también un turbante algo pasado de moda, una boquilla larga –lo fumó todo y lo bebió todo– y una piel de pergamino, digna y elegante, surcada de arrugas y orgullosa de haberlas conseguido en buena lid. Por amor, siempre. Las huellas de la sífilis patente; su familia, desde su padre hasta su primer marido, pasando por primos y sobrinos, se sumergió en la epidemia del sexo sin seguro. Nació en el XIX y lleva la marca de su época.
Volvamos a la foto. Marilyn Monroe, Arthur Miller, Carson McCullers, todos hicieron mucho por el cine, pero nadie tanto como Karen Blixen. Ella dio a luz tres películas inolvidables. Las Memorias de África de Sydney Pollack le otorgaron la gloria pero resultó el más trucado de sus relatos. Ella no era Meryl Streep, ni sus partenaires el deslumbrante Robert Redford, ni el gran Brandauer. Los suyos eran restos del naufragio de la pequeña aristocracia, sifilíticos con pretensiones y unas ganas de vivir interrumpidas por un mundo que estaba en pleno tránsito. Se estaban acabando los Grandes Expresos Europeos, lo que quedaba era retórica del romanticismo. Pero Pollack realizó un filme brillante, emotivo, que apenas si tenía nada que ver con el carácter de Karen Blixen. El otro fue nada menos que Orson Welles, el mito, la leyenda, hizo una película deslumbrante a partir de un presupuesto ínfimo. Como siempre, fue el primero en descubrir a Karen Blixen. Estrenada en 1968, resultó un fracaso “genial”. Se titula Una historia inmortal.
Pero el filme más propiamente ‘Karen Blixen’ lo hizo un danés, como ella, y es El festín de Babette. No quiero provocar pero cuando se trata de literatura, el texto es superior a la película, y me atrevo a decir que todos los relatos filmados de la Blixen son muy superiores a las películas que inspiraron. Pero este tiene un encanto especial. Gabriel Axel, un veterano no muy conocido entre nosotros, adaptó la narración convirtiéndola en otra historia no menos atractiva. Le cambió la ubicación, situándola en Jutlandia, la península danesa de los siete condados, donde quizá lo único importante que ocurrió en su historia fue la batalla naval más desconcertante de la I Guerra Mundial, entre ingleses y alemanes. Pero además introdujo algo que no está de manera patente en la narración de Karen Blixen y que resulta de especial comicidad. El retrato de la tradición luterana nórdica frente al gozo burgués de una radical de la Comuna parisina de 1871.
El festín de Babette, que se puede leer en una edición preciosa e ilustrada de Nórdica Ediciones, tiene muchas diferencias con este filme magnífico de Gabriel Axel. Le sirve de inspiración, y lo engrandece. Se había estrenado en España en 1988, un año después de conseguir el Oscar a la mejor película extranjera. La vieron menos de doscientos mil espectadores. (Atención a la diferencia: doscientos mil espectadores empieza a ser un negocio cinematográfico; doscientos mil lectores de un libro son una mina).
Acaba de resucitar en nuestras pantallas la Babette del festín. No se la pierdan porque Gabriel Axel, a partir de un sugerente texto de la Blixen, ha conseguido recoger otra historia que hubiera entusiasmado, de seguro, a la autora. Ella había muerto en 1962, y cuando en septiembre se cumplieron los 50 años de su fallecimiento, otros asuntos me impidieron escribir un elogio funerario a la escritora que nos llegó en España demasiado tarde, como casi todo, gracias a Pollack y a su versión de Memorias de África. Es verdad que fue una narradora tardía que empieza a escribir en serio a los 49 años, porque no tenía un duro y pensaba que ésa podía ser una forma de sobrevivir. Y acertó. Sus Siete cuentos góticos, en inglés, fueron un éxito, que revalidó con Cuentos de invierno. Una radical sin partido, un personaje pasional que había vivido tanto y tan intensamente, que aquellos caballeros y señoras de la pluma y los éxitos cinematográficos le parecían menos interesantes aún que los yóqueis de las carreras que había conocido en su adolescencia.
El festín de Babette desprende el aroma de los afectos. Pertenece a otra época, donde la derrota admitía un margen para sentirse digno. Blixen es una extraordinaria contadora de cuentos con una intrincada moraleja: cuando se pierde en sociedad, se gana en humanidad. 25 años después del estreno en España de El festín de Babette tenemos la ocasión de gozar de algo que en estas dos décadas y media de mediocridad y espasmo gastronómico, habíamos olvidado. No digo ya la sopa de tortuga, cuya elaboración estoy seguro que no permitirá la legislación vigente, ¡oh, las tortugas! Tampoco los blinis con caviar Sevruga, una excentricidad inasequible. Pero quisiera detenerme en las codornices en sarcófago y sobre todo en ese crack, ese mordisco sobre la cabeza tostada del animal que resume en un gesto todo el desprecio a nuestra idiota civilización de comedores de espumas. Axel incluso reconstruye la tarta Babá, una leyenda de la repostería del XIX, que no figura en el cuento de Dinesen.
Babette ha resucitado tras veinticinco años de olvido. Ese contraste entre el rigorismo luterano, la pobreza de una sociedad que ha de comer sopas de pan de centeno con un chorrete abundante de cerveza –como antaño nuestras sopas de ajo, migas, gachas o fariñas – y que de pronto descubre el gusto, la civilización, gracias a una luchadora de La Comuna de París. Que la vida tiene gozos que consienten a los humanos ser amables, perdonarse las cabronadas, alegrase con un vino de buena añada mientras se cantan oratorios al dios benévolo y se recuerda a los muertos, estrictos y fieles, tal como se merecen. Disfrutar recordándolos.
No se pierdan la resurrección de Babette en el cine, y aprovechen para leer un libro que les ayudará a soportar la cotidiana agonía. Un privilegio de la civilización es el de poder escoger entre el cine de Gabriel Axel o la novela de Karen Blixen. Luego unirlo y esperar a que unos brutos con corbata no nos recuerden que somos pecadores y que ellos van a absolvernos.
Gregorio Morán
La Vanguardia (24.11.2012)