Hay que luchar contra el sentimiento de humillación, que es la peor trampa, la más destructiva
La semana pasada, a raíz de un tuit de Zuriñe, una chica vasca que pedía juguetes para los Reyes de sus hijos, a unas amigas y a mí se nos ocurrió montar una campaña para el reciclaje de juguetes, http://nosinjuguetes.es/, una idea desde luego poco original, aunque, tal como está el patio, creo que viene bien reinventar la gaseosa. Y en estos primeros días de agitación (gracias a todos), he observado que muchas de las personas que necesitan juguetes se avergüenzan de tener que pedirlos, lo cual me parece el más perverso efecto de la crisis. En esta sociedad enferma en la que la única medida de valor es el dinero, la inmensa y creciente oleada de parados, de contratados por sueldos de miseria y de jubilados sin recursos sufre el doble castigo de la pobreza y la culpabilización.
Qué mundo tan absurdo: los máximos responsables de esta crisis carnicera están tan campantes y aún no se han excusado por lo que han hecho, pero las víctimas de sus desmanes se sienten culpables por pedir juguetes para sus niños. Hay que luchar contra ese sentimiento de humillación, que es la peor trampa, la más destructiva. El digno coraje de Zuriñe es un ejemplo. Ser pobre es un problema, a veces una tragedia, pero desde luego no es una indignidad. Por eso también me inquietó que algunos dijeran: “¿No es una frivolidad regalar juguetes con la que está cayendo?”, como si los pobres solo pudieran aspirar al extremo utilitarismo del kilo de garbanzos más barato. A la caspa y la pena. Ni hablar: hay que aspirar a todo. Como en el cuento del mercader árabe que entró en una ciudad un día de mercado y le dio a un mendigo dos monedas de cobre. Al irse, horas más tarde, se lo volvió a cruzar, y le preguntó qué había hecho con el dinero. Y el hombre contestó: “Con una moneda compré un pan, para tener con qué vivir, y con la otra una rosa, para tener por qué vivir”. Pues eso.
Rosa Montero
El País (4.12.2012)
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