En el muro de la escalera mecánica vecina a mi casa alguien ha pegado un papel, con bolígrafo y un RIP en mayúsculas: “Aquí murió mi amiga Anais porque la violaron”. Al lado, un machote apostilló: “Me suda la polla”. ¿De verdad hay una Anais que murió porque la violaron? No sé qué es más brutal: el hecho o el silencio. El de la “polla” da lo mismo; es como la geología, un fenómeno.
Los detalles. Lo que importa siempre son los detalles. Los detalles del final de Antonio Valenzuela e Isabel. ¿Cómo la mató? ¿Le pidió que cerrara los ojos, o sencillamente se sentó delante y le descerrajó el tiro en esa parte del pecho que no tiene otra salida que la muerte? ¿Llora un hombre que mata a su mujer, antes de suicidarse? Es importante, porque si hay algún momento en el que nos mostramos como somos, o como hubiéramos querido ser y no nos dejaron, es en el de la muerte. Niños perversos, que jugamos a matar marcianitos electrónicos y nos intimida afrontar la realidad de una pareja de ancianos que después de darle muchas vueltas, un día deciden que vivir así no merece la pena y que la continuación de esa tortura acabará convirtiéndoles en esclavos de sí mismos.
Casa Nueva es una pedanía de Pinos Puente, en Granada. Se acababa noviembre y Antonio Valenzuela a sus 77 años debía afrontar una operación de vesícula. Por la mañana le recogería su hijo a las 8 para estar a las 9 en el hospital Virgen de la Nieves. Una intervención quirúrgica de ese tipo y a esa edad significa como mínimo algunos días de ingreso obligatorio, quizá unas semanas. Enfrente su mujer, un año menos, 76, a quien un ictus dejó paralizado medio cuerpo. ¿Qué hacer? Seguir el ritual clínico, impermeabilizarse de todo, esperar a que el hijo, que anda con mucha prisa porque la vida no le permite liberalidades, y también porque probablemente esté harto de las peleas entre hermanos y hermanas, sobre quién debe hacerse cargo del viejo y cómo nos ocupamos de la vieja.
Un drama doméstico con ese toque familiar y utilitario de las cosas de ahora. Que si te ocupas tú, que sí me ocupo yo, que si he dedicado a los padres muchas más horas de las que tú has invertido, que si mi marido está harto de esta situación, y los niños, los nietos –esos aventureros del crimen, divertidos y juguetones que consideran a los abuelos algo así como figuras de un museo aburrido y polvoriento.
No hay nada de reproche. Apenas un retrato de un mundo que conocemos y hemos sufrido todos. Nuestra sociedad no está pensada para los viejos, la posmodernidad les ha dejado al pairo convertidos en guarderías de excepción y serviles mayordomos de sus nietos. ¿Y qué demonios puede hacer un tipo de 77 años, por buen nombre Antonio Valenzuela, del que desconozco el oficio, que para seguir en el juego de la vida ha de pasar por una operación de vesícula y dejar allí a su mujer, impedida de todo lo que no pueda hacerle él? ¿Cómo se explica eso a los hijos de la burbuja, a los yernos del éxito, a las nueras del desdén, a los nietos de la PlayStation?
Cuántas discusiones no habrán presenciado entre los cuatro hijos –dos hembras y dos varones– sobre cómo recogerles para llevarles al médico, al paseo, a la farmacia, a ver a los nietos, a contratar una mucama que les quite el polvo y las telarañas que se van apoderando de la casa. ¿Quién no ha vivido esto? Pero estamos en el detalle, lo fundamental. Antonio Valenzuela, 77 años, sabe que nada puede mejorar y que la memoria registra todo, especialmente la decadencia, y quizá quisiera quedarse con el recuerdo de esa mujer con la que ha vivido medio siglo, ahora convertida en un juguete roto sin estantería donde ubicarla. ¿Qué hacemos con la abuela, que no puede servirse de sí misma, ahora que el abuelo va a entrar en el quirófano?
No os preocupéis hijos, hijas, yernos, nueras, nietos. Nos vamos. ¡Idos todos a tomar por el culo! Y agarró la escopeta. ¿Era de doble cañón? Probablemente. ¿Dónde le disparó a su esposa? Es un detalle fundamental. ¿Cómo matas a la persona con la que has pasado toda tu vida? ¿Cómo hacerle el mínimo daño sabiendo que le meterás dos cartuchos? Y luego tú, consecuente con la decisión que has tomado. Esos minutos después del crimen, con tu mujer volada y tú vivo, ¿qué se te pasa por la cabeza? ¿Alguien sabe qué aire se respira en una casa después de meterle un disparo o dos a tu esposa, 50 años de vida en común y con amor? Volvemos al detalle. ¿Enfiló el cañón hacia la boca, que nunca falla y además deja un espectáculo de los que no se olvidará nunca ese caballero, de seguro amantísimo hijo, que venía a recoger dignamente a su padre para llevarle a la intervención en el Virgen de las Nieves, hospital de Granada?
Ya tiene que haber sido impresionante para que el Ayuntamiento declarara dos días de luto y pusiera las banderas a media asta. Les honra, porque tratan como un crimen social, lo que los medios apuntan por costumbre a la violencia de género, y de caso, cabría añadir. Matar por amor, quizá por piedad también, pero a costa de la propia vida, es un gesto honorable, infrecuente en nuestra cultura. Los orientales lo practican, aquí es insólito. No son almas inmortales, sencillamente gente que se preocupa de ser consecuente con una vida de trabajo, honradez y un sentido de la familia que el tiempo ha derrumbado. Eso se acabó, se rompió y podríamos escribir sobre ello con crueldad manifiesta.
Resulta como un nuevo manifiesto del ciudadano humillado y empobrecido. De su vida es de lo único que puede decidir. Le pertenece porque la ha ido trabajando durante muchos años hasta hacer de ella algo respetable. Y ahora que se la acaban de destruir, ¡qué necesidad tiene de escuchar a sus hijos, yernos, nueras y demás, esas disculpas sobre el tiempo que pierden, el engorro que supone aguantar al abuelo, soportar sus manías, escuchar sus manifiestos! Una carga. Cuando se rompe la cadena del respeto, la gente digna, mayor, experimentada, sensible, siempre tiene la opción de desaparecer. Se acabó, un disparo y el paisaje vuelve a su estado natural. Como los cazadores de patos de otras épocas. Muerta la pieza, sigue el ritual.
Esa dignidad impecable, granadina, me atrevería a decir, tratándose de un pueblo sin patologías megalómanas, nos cierra un año atroz. Tan fabricante de mentiras, que estos gestos, estos detalles, consienten una cierta dignidad ante lo que nos espera. Fíjense, en Casa Nueva, pedanía de Pinos Puente, dos personas ajadas y sensibles recuperan viejas historias de las épocas de la hambruna, de las pestes, de las inquisiciones. Si somos un estorbo, sabemos hacernos desaparecer.
Eso cierra, confío, este año espantoso, el mismo que se abrió en Bari (Italia), en enero, cuando Salvatore de Salvo, un agente comercial de 64 años, se hartó de rellenar currículos, de mandar cartas a la prensa, de denunciar que su vida estaba al borde del colapso tras seis años en paro y una edad que no le consentía ninguna oportunidad. Le quedaba su mujer, Antonia Azzolini, pero la echaron de la casa donde vivía desde 1966. Todo se iba cerrando a su alrededor por más que hubiera conseguido publicar una carta indignada a Berlusconi en un semanario importante. Un derrotado más que parecía irreductible.
Cuando le dijeron que el estado de su mujer obligaba a internarla en un asilo y que debían separarse, Salvatore de Salvo, un peleador sin fortuna, elaboró un final digno de un héroe. Telefoneó al hotel Sette Mari, un modesto 3 estrellas en las afueras de Bari. “Tenemos un capricho y querríamos una habitación con vistas al mar”. Lo consiguieron y allí se despidieron del mundo. Una ración letal de pastillas acabó, mirando al Adriático, con Antonia Azzolini. Pero, admitamos la ironía, para un agente comercial de 64 años con mucho mundo y labia y rabia, no le bastaron las dosis de caballo de barbitúricos. Contempló a su mujer muerta, salió de la habitación 448, se acercó a la playa y se metió en el mar. Su cadáver lo encontró un pescador a diez kilómetros de la costa.
Gregorio Morán
La Vanguardia (8.12.2012)