No hay ningún amante del cine que pueda olvidar aquella primera secuencia de Novecento, con el jorobado corriendo entre brozas y caminos mientras amanece y se va acercando a la villa para anunciar la terrible noticia: “¡Verdi ha muerto! ¡Verdi ha muerto!”. En ese grito desconsolado estaba el anuncio de un cambio de siglo, empezaba el Novecientos pero sobre todo había también el dolor por alguien a quien se respetaba, Giuseppe Verdi, porque significaba la dignidad, el arte, el talento en una sociedad ansiosa por convertirlo en modo de vida. ¿Y ahora?, parecía preguntarse Bertolucci en esa entrada espectacular de la primera parte de su filme que aún hoy me parece soberbia; debo añadir que no soy capaz de soportar la segunda. (Hace años el filme más admirado por los críticos del mundo era El acorazado Potenkin, luego fue Ciudadano Kane. Ahora es Vértigo. Fascinante cambio de hegemonías cinematográficas que merecería una reflexión).
Ya sé que he utilizado en alguna otra ocasión esa metáfora del jorobado que corre para anunciar la muerte de Verdi como símbolo de algo que se acaba y que precisamente no preludia nada bueno. Pues bien, la muerte de Xavier Batalla, periodista en La Vanguardia y con amplia rodada, tiene para mí, y estoy seguro que para buena parte del arrugado gremio periodístico, el valor del anuncio verdiano. “¡Ha muerto Batalla! ¡Ha muerto Batalla!”. ¿Lo habría podido gritar cualquier becario en las condiciones paupérrimas del presente? No, con toda seguridad, no. Pero nosotros, los mayores del lugar, los supervivientes, sí tenemos la obligación ética y profesional de hacerlo.
Lo digo con descaro; ese reproche amable que él hubiera podido hacerme. Fue el número uno, el mejor de una generación, que es la mía. Porque algunos de nosotros podemos escribir con ingenio y cierta brillantez, pero eso es un género mixto entre la humilde literatura de consumo y la visión más o menos aguda de una realidad que se nos resiste. Hacer periodismo es otra cosa, y ahí Xavier Batalla se constituyó en maestro. Los maestros –palabra desprestigiada por exceso de uso inapropiado– se distinguen sobre todo porque son modestos. Conozco supuestos maestros del periodismo que lo llevan escrito en sus tarjetas de visita y en su universal soberbia tertuliana. Al maestro sólo se le reconoce en el respeto, como a los “padrinos”. La idiotez mediática lleva a considerar importante a cualquier “mindundi” que se exhibe en pantalla. Era un dialéctico contundente, desdeñoso de la estupidez.
Admiré en Xavier Batalla elementos que un lector común de diario no tiene por qué apreciar. Su solidez. Hablaba y escribía de lo que había estudiado o reflexionado. Pecaba de modestia, el mayor de los pecados de nuestra contemporaneidad. Un maestro modesto pasa desapercibido para quien sólo escucha a las histéricas y los exaltados.
La discusión que se ha sacado de la manga el club de los tramposos consiste en el debate sobre si el futuro del periodismo está en “lo digital” o en “el periclitado papel”. Parece una discusión entre estafadores y arruinados. En España la prensa en papel ha sido un gran negocio y aún lo sigue siendo. Pero aquí hubo una burbuja de la que nadie quiere hablar porque corre el riesgo de que le corten la lengua, y es que el papel daba dinero, mucho dinero, pero el prestigio, aseguraban, lo daba la televisión. Y la diferencia entre un diario y una televisión resulta similar a la diferencia entre editar libros y producir películas; la escala económica se dispara. Usted puede ganar cientos de millones, pero si aspira a ganar miles de millones se arriesga a perderlo todo. La ruleta de los medios sufrió, sufre, de una burbuja de difícil solución. Si usted empeña cinco mil millones de euros en una aventura mediática no puede aspirar a que su periódico, magníficamente saneado, cubra el desastre de su megalomanía. El papel no ha muerto, los que están colgados son los aventureros, porque el papel no da para sostener tanto golfo. Es un medio para empresarios serios no para Berlusconis. Partamos del hecho incontestable: no hay doncellas en las casas de lenocinio.
Tenemos una prensa en papel convertida en algo tan simple como comprar un producto que antes de abrirlo uno ya sabe lo que va dentro. Es como una costumbre, y las costumbres caducan. Ya sé lo que me van a decir columnistas que nadie sabe cómo demonios han salido del arroyo de su inanidad. Esos que antes de afrontarlos –que no leerlos– ya sabe uno de qué van y qué posición toman. El otro día tuve el privilegio de presentar en Barcelona el último libro de viñetas de “El Roto”, con un título feliz Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente de opinión. ¿Qué tiene “El Roto” de insólito en nuestro panorama periodístico? Que sorprende. Yo puedo abrir el periódico cenital donde instala sus dibujos y puedo decir que es lo único que me llama la atención. Lo demás ya lo sé. ¿Alguien puede comprar un diario para conocer la opinión de Ramoneda, o admirarse ante las genuflexiones de Juanito Cruz? Yo lo compraría para saber qué me trae hoy “El Roto”.
Pues exactamente eso es lo queme sucedía con Xavier Batalla. Sinceridad y sabiduría, y ninguna triquiñuela de charlista con ambiciones de que te pague la Liga Sionista o el Club de Amigos de la Capa. Lo siento como si fuera algo íntimo, familiar, de mi yo más sincero: la desaparición de Batalla es un cambio de paradigma en el mundo periodístico que estamos viviendo. ¡Diez, ocho, siete páginas de política que no le interesan a nadie, como no sean a los desvergonzados protagonistas, que luego se quejarán porque no salen con la vistosidad que hubieran deseado! Ese mundo ha terminado, porque el periodismo nació para la ciudadanía no para quien la esquilma. Es verdad que siempre hubo presión e interés en su control, es lógico, pero había un equilibrio que se ha roto.
El dilema es sencillo aunque no fácil de resolver. O seguimos como museos de papel, publicitados por los que están interesados en que la realidad no aparezca ni por asomo, o retomamos el oficio y descubrimos a los lectores que cada día nos piden lo que ellos no alcanzan a saber. Cuando los graciosos australianos provocan un espasmo mediático porque suplantaron a la reina de Inglaterra, el idiotizado oyente se siente feliz por el engaño, pero al enterarse de que una pobre enfermera telefonista se ha suicidado porque la humillación y las presiones la han llevado al colapso, esa misma gente corrompida por las malas prácticas y la ausencia de cualquier cultura periodística, analfabetos tratando de no aburrirse en casa, entonces se scandalizan y exigen un castigo. Siempre hubo basura y calidad, este es un principio social que ya practicaron los romanos y con éxito. La cuestión clave es que cuando desaparece gente como Xavier Batalla uno no puede evitar referirse a lo más evidente: somos supervivientes de un mundo que construyó una cultura periodística imprescindible en nuestra formación como sociedad. Luego llegaron los Berlusconi autóctonos e intuyeron que se podían forrar sobre dos vigas que resultaron frágiles: la subvención y la estupidez de la gente.Cuando a Xavier Batalla le dieron un premio de calidad periodística, o algo así, de la asociación gremial de Barcelona, una semana antes de morirse, fui consciente de que ya estaba muerto. Ocurre. Está ennuestros modos y maneras. Si te premian es que eres inofensivo, que estás en las últimas o que te hacen el homenaje póstumo.
Se cumplió la tradición. En el Time norteamericano, Bobby Gosh, corresponsal en Iraq durante cinco años, dedicó a Batalla el más hermoso epitafio que puede tener un periodista: “Una voz de la razón cae en el silencio”. Es una traducción libérrima hecha por un tipo como yo que apenas conoce la lengua. En lo que se refiere a nuestro periodismo, hemos perdido a Verdi. Confieso que me siento como el Quasimodo aquel, gritando en el amanecer de la ciudad dormida: “Batalla ha muerto”, “Batalla ha muerto”.
Gregorio Morán
La Vanguardia (22.12.2012)