Una historia ejemplar

Teresa Bottega 

Pescara es una pequeña ciudad que da al Adriático, donde los personajes más famosos desde su formación –que por supuesto cualquier habitante local atribuye a los romanos, si no antes– se reducen a tres; un corredor de fórmula 1, Jarno Trulli, hijo natural de una leyenda del automovilismo, el brasileño Ayrton Senna; un actor porno, Rocco Siffredi, que no obstante haber nacido en Kazajistán ha sido nacionalizado gracias a las virtudes y habilidades de su pene. Y el gran D’Annunzio, Gabriele, escritor que ocupó con sus genialidades, no siempre literarias, el primer tercio de la historia cultural italiana.

La historia de Giulio Morrone y Teresa Bottega podría haberse ajustado perfectamente al mundo brillante de D’Annunzio, donde abundan las damas pasionales y los caballeros lánguidos, exactamente al revés del tópico. La literatura en ocasiones consiente convertir en perlas las historias que de natural no superarían la sordidez de un fangal, como esta que les voy a contar, que había empezado en la primavera de 1990 y que terminó apenas ayer, en diciembre de este año que acabó.

Santa Teresa di Soltare, cada vez se considera más un barrio antiguo de las afueras de Pescara –las separa nueve kilómetros– que un burgo propio. Allí tuvo lugar uno de esos sucesos que conmocionó a la zona, donde todo el mundo se conoce y nada pasa desapercibido, y si algo no se sabe o resulta una incógnita siempre nace eso que se da en llamar “una leyenda urbana”, que viene a sustituir al reconocimiento escueto y simple de la ignorancia. Una mujer joven y de buen ver, Teresa Bottega, había abandonado a sus dos hijos pequeños, un niño de 10 y la niña de 13, y a su desconsolado esposo, Giulio Marrone.

Fue creencia popular y extendida, indubitable, que la muy zorra se había escapado dejando a las pobres criaturas y al marido, para buscarse otros horizontes, quien sabe si con algún amante discreto. Pasaban los días y Teresa Bottega no volvía ni daba señales de vida. En ese ambiente de convicciones la denuncia que interpusieron en la Policía de Pescara las hermanas de Teresa cayó en saco roto y fue archivada.

La sociedad también la archivó y puso encima el tampón de esos tópicos que le gustaba desenmascarar a D’Annunzio sobre si la mente femenina es más tortuosa que la de los hombres, y que vaya usted a saber qué cosas le pasaron por la cabeza a Teresa Bottega. Evocando a Emma Bovary, Anna Karénina o Ana Ozores, La Regenta, se lió la manta a la cabeza y se marchó de esa mierda de pueblo, o de ciudad, o de lo que sea. ¿Acaso no estaba en su derecho? Pero ¿y los niños? ¿Qué culpa tienen los hijos?

Pasaron diez años y la vida siguió como si tal cosa, pero con un pequeño detalle y es que el cura se emborrachó, no sé si de alcohol o de esas tardes de aburrimiento provinciano, cuando mirar el mar es como contemplarse en el espejo y volverse a ver la misma cara de siempre, pero cada vez más envejecida. Lo más probable es que fuera una de esos días de invierno y aventuro que al calor de familiaridad que concede un alcohol fuerte. ¿Cuántas copas necesitó ese Don Camilo, cura veterano de pueblo, para ir desgranando historias con un amigo íntimo? Esas cosas ya se sabe que no vienen solas; entre amigos, cada uno cuenta una historia, luego el otro le supera con otra mejor y así se va produciendo una competición de vivencias, inevitablemente alcohólica, que termina en un punto de no retorno y que se traduce en que al día siguiente ninguno de los dos hará ni la más mínima referencia a lo que ha escuchado.

Pero el amigo se acercó a la Policía de Pescara para contarles una historia que quizá ellos podrían aclarar. Alguien había cometido un crimen que sólo conocía el cura en secreto de confesión. Con esos datos tan poco precisos y la única referencia a diez años atrás y, cabe añadir, las escasas ganas del sobrecargado servicio no había nada que hacer, pero nuestra historia se desliza hacia un punto curiosísimo. ¿Por qué un asesino impune se confiesa? Aquí está el meollo de la historia. Por supuesto que un criminal cree bastante más en Dios que en la Humanidad; es raro que un mafioso siciliano, capaz de disolver a niños en ácido, o un sicario mexicano con centenares de decapitaciones en su currículo, no sean fieles creyentes. Pero confesarse es dar un paso decisivo, no porque el cura pueda romper el secreto de confesión, hecho en principio harto improbable, aunque Ramón Sender escribió sobre este asunto un cuento estremecedor ligado a nuestra guerra civil. Lo que me intriga es la respuesta del cura al asesino impune. ¿Qué le recomienda? ¿Que rece cuatrocientos rosarios seguidos? ¿Que llene los cepillos de la iglesia? ¿Que se presente a la policía y se deje de pendejadas sobre las penas del infierno, que debían de ser las únicas que le preocupaban?

Pasaron otros diez años y probablemente en otra tarde de tedio, alcohol y confidencias volvieron nuestros amigos a compartir historias. “¿Y qué se hizo de aquel feligrés criminal? ¿Murió o sigue por ahí paseando su impunidad?” No hace falta imaginación literaria alguna para reconstruir esa conversación. Y el buen cura, atorado, podría haberle dicho: “Dios castiga sin palo ni piedra”. Al parecer se le había muerto el hijo en un accidente de montaña y estaba convencido de que se trataba de un castigo divino.

Ahora ya había suficiente material como para revisar los archivos y llegar al caso. Aunque se trate de la región de los Abruzzos no hay muchos jóvenes que se mueran en un accidente de montaña. La policía comenzó a interrogar a Giulio Morrone, aquel probo padre de familia al que había abandonado su mujer hacía 22 años. Algo más debía de saber la policía porque de no tener otra pista que una conversación entre borrachines de pueblo, por más que uno de ellos fuera cura, el tipo acabó reconociendo la verdad.

Giulio Morrone había estrangulado a su mujer, Teresa Bottega, tras una discusión doméstica, y se las había apañado para tirar el cadáver a un canal. Regresó a casa y empezó a esperar. Al principio asumió el papel de marido burlado. ¡ Ya volverá! Luego el de cornudo. ¡No quiero que se hable de ella en mi presencia! Y los dos hijos fueron creciendo en aquel ambiente donde no era posible citar a la madre sin que eso hiriera la sensibilidad del padre. Así durante 22 años.

¿Y los vecinos? ¿Nadie sospechó nada? Ahora saldrán como setas fétidas los numerosos amigos suyos –desde anteayer ex amigos– que siempre pensaron que en esa historia el culpable era él, pero que en fin, en una ciudad que es como un pueblo esas cosas no se hablan ni se comentan, porque a lo hecho pecho y a quien Dios se la dé que San Pedro se la bendiga. Los odiosos caballeros de la razón retardada.

¿Y qué tiene de ejemplar esta truculenta historia? Primera y principal, que no hay apariencia que valga ni comentario precipitado que uno no deba comerse en cuanto transcurra un tiempo prudencial de asentamiento. Que la misma gente que linchó a Teresa Bottega como madre desvergonzada capaz de abandonar a sus hijos, ahora en vez de estar callada para siempre y no abrir la boca como pena que le impone una sociedad libre y asentada, se acercará a los juzgados de Pescara y cuando entre o salga el furgón de los Carabinieri con el criminal dentro, gritarán y le llamarán de todo, lo de menos asesino, y lo demás “que lo despedazarían con sus propias manos”; sin percibir el pequeño detalle de que eso es lo que hizo Giulio Morrone con su esposa.

Pero lo más conmovedor en la ejemplaridad de esta historia es cómo habrá de transformarse la sensibilidad de una niña que perdió a su madre cuando tenía 13 años, al descubrir que ahora, que ya tiene 35, debe invertir los juicios sobre su padre y sobre su madre. No sólo es doblemente huérfana sino que habrá de hacerse a la idea de que una persona puede vivir durante 22 años en la mayor de las tranquilidades sociales, después de estrangular a su mujer, siempre y cuando uno tenga un cura a mano que te alivie de las penas en el más allá. Las del más acá las tiene asumidas y superadas.

Gregorio Morán

La Vanguardia (5.01.2013)

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