Querido P.
(…) Tienes la razón cuando refieres que eso que nos queda aun en los peores momentos –nuestra desnudez humana- es lo que mantiene nuestras vidas, en todos los lugares y en todas las épocas, y más cuando simplemente faltan, porque nunca se han tenido o, entre nosotros, porque se desmoronan, los techos protectores que creíamos conseguidos. Lo que ocurre es que eso no es bastante. Uno no puede vivir en una pocilga social y política ni uno puede hacer dejación de su dignidad como persona y como ciudadano. Y hete aquí que, después de todo lo pasado y vivido, nos vemos presos de unas circunstancias que me tienen perplejo y doliente con la sensación de flotar en la vida como un náufrago.
Viendo la situación que nos depara cada despertar y, más aún, la pendiente por la que nos deslizamos cada día, parece que sin freno y cada vez más acelerados, y viendo dónde están y a qué se dedican los más de quienes fueron nuestros compañeros y socios de travesía y navegación, uno tiene la sensación de que los empeños, compromisos y entrega que han dado sentido a nuestras vidas, tras la libertad, la justicia y la dignidad ciudadana, han sido un espejismo, una precipitación al vacío o una hoguera evanescente alimentada por nuestros propios sueños e ilusiones.
La crisis económica ha sido, en realidad y en general, un acabóse la fiesta para los que se vieron seducidos por el señuelo de la especulación, es decir, para la mayoría que se ha dejado guiar por los timoneles políticos y sociales de las dos últimas décadas. Pero, olvidamos con facilidad, o nos parecen lejanas esas dos décadas recientes en que, entre nosotros, lo normal era cada vez que la gente que se apuntara a vivir de la especulación pura y dura o de de sus modalidades y derivaciones domésticas, entre ellas la del clientelismo profesional, cultural y social que propiciaba el nepotismo político de la partitocracia. Es lo que Rafael Chirbes, a quien conocí de estudiante en Madrid y también militó en la misma izquierda radical que yo, cuenta en «Crematorio» con una lucidez que lacera.
Que la burbuja la inflaran global y especialmente otros en el corazón de Wall Street o que explotara lejos de aquí, no cambia sustancialmente nada. Intelectuales e ideólogos del sistema político de partidos, junto a los voceros mediáticos de partidos y sindicatos, nos toman, al parecer, por angelitos asexuados que ignoran que estábamos y estamos satelizados a ese epicentro político y financiero. Parece como si condenando el neoliberalismo, el imperio y los mercados financieros, estuviéramos ya libres de toda culpa y al margen de las salpicaduras de la historia, como si las condenas del mal nos convirtieran en extraterrestres de Spielberg. Pero resulta, eso pienso desde el principio, que vivimos en sociedades políticas caracterizadas como Estados nacionales y que esa globalización (al igual que la antiglobalización), las realmente existentes, no las visionarias de los asexuados y extraterrestres, discurren en y desde el marco político de os estados nacionales y de las relaciones políticas y económicas que se establecen entre ellos.
En esta dimensión política nuestra (que concierne inexcusablemente a nuestra propia responsabilidad política), esa normalidad de la partitocracia nos incrustó cristales en los ojos para no vernos tal cual y, ensimismados en el pesebrismo y en la recreación de identidades propias y entelequias progres, no veíamos o no queríamos ver las evidencias de cuanto estaba pasando. Lo peor es que ese acabóse la fiesta entre nosotros nos ha cogido, como me decía un amigo hace unos días, aquejados de una «anomia» social (ese término tan preciso de Durkheim), con una desestructuración y quiebra tal de los comportamientos de los individuos, de las redes sociales de solidaridad más elementales y de la ética ciudadana, que nos hemos visto abocados a una situación a la que no se le ve fácil tratamiento ni cura.
En estos últimos días, he leído algunos escritos reivindicando el papel de las generaciones que tienen más de 60 años. Parece como si quisieran ponerla como referencia de esa «areté» (decía mi amigo) ciudadana y como ejemplo de moral, responsabilidad y abnegación social. Desde luego es probablemente la generación que peor lo ha tenido para emerger de la ruina, cenizas y hambrunas de la posguerra, para levantar el país y conseguir unas condiciones de vida dignas y mínimamente equitativas. Son los que han sacrificado buena parte de sus vidas para el bienestar de sus hijos. No les han regalado nada. De jóvenes tuvieron que trabajar para sus padres, se han pasado la vida de adultos para levantar a sus familias y ahora mantienen, muchos de ellos, a sus hijos y nietos. Todo eso es cierto. Pero, también nos hemos traicionado empezando por el que no sufran lo que yo he sufrido y acabando por aquello de que ¡al fin! ya gobiernan los nuestros.
Concesión moral y política tras concesión, se acabaron aplaudiendo los fastos de nuevos ricos del 92 (corrupción institucional incluida, que si no se aplaudía se condescendía) y toda la secuencia incesante que ha venido después del dinero fácil, de aprobados fáciles, del clientelismo, del usufructo y corrupción de las instituciones públicas, de la mediocridad y degeneración de la vida política, de la justificación de las tropelías y privilegios de los representantes políticos (sobre todo, si eran de los nuestros o pillábamos algunas migajas) y de la altanera despreocupación por los principios éticos, sociales, cívicos y de exigencia y responsabilidad personal. La política devino en partitocracia y los ciudadanos en gregarios de las siglas de los partidos, como los fans de los clubes de fútbol, a cambio de las tajadas o migajas de la tarta de la especulación y la corrupción. Hasta curas de pueblos de por aquí, viejos conocidos y amigos míos, me decían que no convenía ponerse muy radical y que ya estaba bien que la gente que no había tenido oportunidades se beneficiaran algo del pastel. No exagero lo más mínimo. Eso me quitó horas de sueño. Pocos curas de la liberación de los 60 seguían activos contra la triple B (barriga, bolsillo y bragueta).
Dado que los comportamientos inicialmente individuales se transformaron en moneda corriente de los usos políticos y estos usos y abusos quedaban encubiertos al amparo de las siglas y aparatos de los partidos –unos partidos endogámicos, jerárquicos y herméticos- y dado que estos acabaron okupando las instituciones políticas de los tres poderes sin división significativa entre ellos y manejando sin apenas control todos los recursos públicos, ha sucedido lo que, desde el principio y no ahora, sabíamos que tenía que suceder: que la crisis económica es una gran crisis social, política e institucional, de la misma democracia y que a todos nos alcanza.
Hay un drama social, el de los seis millones de parados (que son los que hay), que debiera estar cada día en portada de todos los medios de comunicación y en las agendas y órdenes del día de las organizaciones políticas y sindicales y de las tertulias y tribunas de opinión. Ese drama social debiera hacerse visible, además, mediante la presencia y protagonismo de plataformas de parados en medios y organizaciones; sin embargo, lo más significativo es precisamente esa paradójica invisibilidad de los parados en la vida pública. Y eso es así porque la crisis institucional y ética es tal que la indignación ciudadana, en particular de los ciudadanos que no se apuntaron a la fiesta, se dirige en primer lugar a la falta de responsabilidad y de ejemplaridad que exhiben impúdicamente los dirigentes financieros, políticos y sindicales y que afecta a la naturaleza y al concepto mismo de la justicia y de la política en un sistema democrático.
El principal daño y lastre que nos acarreará esta crisis, en mi opinión, no es la situación de desesperación en la que se encuentran muchísimas familias y tantísimas tragedias familiares y personales, sino el cinismo y el oportunismo de los dirigentes y responsables ante la corrupción y la total carencia de legitimidad social y democrática de las políticas económicas y sociales. Pedir sacrificios, amputar prestaciones sociales, desmantelar servicios públicos, imponer tasas y tributos, que golpean particularmente a los más indefensos y a las víctimas de la crisis, mientras los principales inductores y responsables se mantienen, incluso como beneficiarios, es lo que más socava la moral de los ciudadanos y la legitimidad del sistema mismo. Y más aún, cuando estos beneficiarios lo son y la situación es la que es porque actúan como agentes de los grandes estafadores financieros. A lo largo de estas décadas, han demostrado ser eficaces valedores de los intereses de los banqueros, de los defraudadores del fisco y de escándalos permanentes como los de las SICAV, las cuentas en Suiza, etc.
Me parece lógico, por ello, que primero los políticos y después los partidos políticos, sin distinción de izquierdas y derechas (e incluso los grandes sindicatos asociados a los partidos), se hayan convertido en un problema central de esta crisis. La secuencia de la crisis ha sido de la valoración de la política, del sistema de partidos y, por último, de credibilidad de las instituciones políticas y públicas, dada la apropiación de éstas por la partitocracia. Es una crisis política e institucional que no exime a las izquierdas. No podemos, por honestidad y coherencia, pretender atribuirnos ningún patrimonio moral o ético de la vida pública. Los tiempos y las ilusiones de la regeneración ética de la política con las que los socialistas obtuvieron la mayoría social el 1982 han pasado a la historia de los espejismos, enterradas en muy buena parte por sus propios pregoneros.
Pienso que si no consideramos la crisis que padecemos como una crisis asimismo de los modelos que hemos manejado quienes procedemos de la utopía y de la izquierda, no podremos entender ni enterarnos de nada. Y, lo que es peor, abonamos y avalamos el cinismo y oportunismo de lo políticos, partidos y dirigentes que se han apropiado de la cosa pública particularmente en nombre de la izquierda y de la herencia del 68 o, cuando menos, en nombre de las ansias de cambio que generamos en el tardofranquismo y la Transición.
Me parece lógico, por ello, que la situación actual exaspere e indigne especialmente a quienes, procediendo de esa onda, o ajenos a ella, pero atraídos por la prédica, de buena fe han delegado y confiado en ellos. En este segmento (en mi caso, hace tres décadas) la sensación ha sido la de la traición a las ideas, pero, en realidad, más grave que la traición a lo que llamamos izquierda, ha sido la deslealtad de los políticos y de la política hacia los ciudadanos y sus expectativas democráticas. La crisis financiera, económica y social ha agravado esa desafección e indignación entre los ciudadanos porque quienes supuestamente tenían que controlar, regular o pararles los pies a los financieros y especuladores y los Merkel de turno han resultado ser sus cancerberos, además de corruptos y estafadores.
A lo largo de estas tres décadas, he revisado sin cesar mi propia posición y trayectoria, casi siempre instado por el giro de los acontecimientos que nos ha tocado vivir; pienso que todos, da igual que vengamos de la izquierda o no, debemos preguntarnos qué hemos hecho para merecer esto. Siempre hemos dado por sabido que conocemos lo que son las derechas y que la ética era patrimonio de las izquierdas. Pero ¿acaso hemos examinado lo que son las izquierdas, con todo su entramado clientelar y asociativo, vinculado siempre al poder ejercido o por conquistar y, pese a todo ello, siempre dispuestas a encarnar las alternativas? Desde 1979/80, cuando menos, era ya visible el cariz que iba tomando nuestra vida política y cívica y, de un modo muy particular, cómo banqueros y nacionalistas iban construyendo su propio iceberg contra la democracia; no solo los golpistas militares y los de las cloacas del Estado eran la amenaza. .
Como te digo, es algo que me vengo preguntando y tratando de esclarecer y que, a trompicones, va me reportando algunos logros en mi emancipación como ciudadano; claro que para ello hay que atreverse a romper tabúes, como en los tiempos del nacional catolicismo, y a leer, por ejemplo, literatura “prohibida”, que considerábamos políticamente incorrectas o bajo sospecha, que manteníamos silenciada o simplemente desconocíamos; es el caso de André Gide, Georges Orwell, Manuel Tagüeña, Vasili Grosman, Solszenitsin, Artur London, Anna Ajmátova, Bulloten, Chaves Nogales, etc.
Lo inexplicable para mí es que tantos y tantos que han vivido comprometidos la historia del último medio siglo sigan aún prisioneros de falsas percepciones, mitos, siglas e ideologías que permanecen enquistadas en los horrores del siglo XX y que, sorprendentemente, continúan alimentando nuestros posicionamientos políticos y ante la vida. Es anecdótico, pero no deja de sorprenderme que a mucha gente progre le sigue repeliendo leer un diario catalogado de derechas como lo era adentrarse en una revisión elemental de esa historia que hemos “profesado” y que todavía nos mantiene esclavos de una visión maniquea, sectaria y escasamente democrática de la política. Es sintomático, por ejemplo, que la mayoría no sea lectora de prensa sino de la prensa más afín a tal o cual partido como si se tratara de la biblia de cada día y que de vez en cuando se junten antiguos militantes para celebrar las gestas de entonces como nostálgicos excombatientes.
Pienso, a la vista de este guión, que podemos sentirnos afortunados de que en lo que es la política diaria y el vigente sistema de representación política, en lo concerniente a quienes gestionan lo público, vaya cundiendo la objetiva impresión de que casi todos son parte de lo mismo, aunque según el turno gobierno/oposición y de los pactos se van alternando en el papel de poli bueno y poli malo. Es a los ciudadanos –piensan ya muchos afortunadamente- a quienes nos tienen presos y rehenes de su estatus. Ha sido y es una progresión lenta y concienzuda, de la que me siento parte activa y que es una de las razones que me mantienen vivo y esperanzado después de la caída al vacío de cuanto un tiempo “profesé”. Lo importante es que la caída de tales mitos antidemocráticos no le lleve a uno por delante por muy mitómano que uno haya sido, lo importante –me digo- es no dejarse llevar por la desesperación, la impotencia, el nihilismo o la resignación.
Como te digo, un rasgo esperanzador, quizá el más significativo, de las últimas citas electorales es que los grandes partidos han pasado de recibir el 80 % del voto electoral a poco más del 35 %. Primero, empezó a resquebrajarse el bipartidismo y, ahora, también la partitocracia. De hecho, estamos en un proceso lento de la recuperación por parte de los ciudadanos de la porción importante de soberanía que nos han secuestrado; es un proceso lento y laborioso, pero activo, como el de los volcanes dormidos; las grietas del régimen de representación actual y de partidos y las de los mitos identitarios que han venido a suplantar al concepto y principio de ciudadanía democrática empiezan a ser notorias, visibles y significativas. Tengo la impresión de que empieza a ceder el tapón que se formó en nuestra vida política y pública en el desenlace de la transición, debido a la convergencia de unas estructuras de partido autoritarias y de una sociedad civil democrática rara y precaria; mucho más fuertes eran, por ejemplo, las tramas civiles nacionalistas y las agrupaciones sociales en torno a siglas e ideologías del pasado, que han ido coaligadas en la configuración del vigente sistema de partidos.
Es un proceso lento, pero más tiempo llevó superar –como ha historiado Santos Juliá- (y, pese a todo, todavía colea) el guerracivilismo que atenazaba nuestra visión política e ideológica y que con tanto celo mantuvo vivo la dictadura hasta el final. Hemos tardado ¡seis décadas! en leer y “descubrir” a Manuel Chaves Nogales.
Mientras, tenemos que seguir soportando un escenario político que se ha convertido en un espectáculo vomitivo y en una farsa indignante, pero me interesa ver qué trasfondo hay detrás de todo este escarnio a la ciudadanía. Desde hace tiempo, y más a medida que crece el nivel de la ciénaga de corrupción y podredumbre del sistema político, se achacan los unos a los otros las mismas vergüenzas propias que ya no saben ni cómo tapar; vociferando la corrupción del otro les parece que mejor disimulan o encubren las pestilencias de su propia organización; actúan como mafias de intereses. Leyendo uno algunos medios o escuchando algunos voceros da la impresión de que la corrupción y las prácticas delictivas son un invento reciente de algunos periódicos, maniobras políticas del adversario (en realidad, enemigos, pues así se tratan) o que no han existido hasta el caso Bárcenas Olvidamos con facilidad que los partidos se han financiado mediante la corrupción generalizada y sistemática desde hace bastante más de dos décadas ¡Qué lástima que se nos fuera tan pronto -¡y de esto hace bastantes años!- Félix Bayón!
A veces hablo con gente que parece olvidar que el escándalo Bárcenas y la cohorte de casos que lo acompañaba son una continuidad del tres por ciento de la política catalana, de la trama de Filesa y empresas afines, del tráfico de maletines que corrían más que el asfalto por las autovías del 92, de los casos Naseiro, Tragaperras y Casino, de los falsos EREs, de Malaya, de la financiación ilícita o irregular de los partidos por Bancos y Cajas, del encadenamiento de los casos Pallarols, Ballena Blanca, Nóos, Pokemon, Campeón, Baltar, Palau, Gürtel, Mercasevilla, Mercurio, Fabra, de las ITYV, de las millonadas de los Pujol, de los “adosados” financieros en cuentas suizas, de los cerca de 500 evasores de capitales internacionalmente reconocidos (empezado por los Botín)…
Los ciudadanos tenemos que soportar, sin embargo, que se tiren la pelota los unos a los otros, como si lo de ahora fuera un accidente y convirtiendo la política en una especie de derbis futbolísticos, de Madrid-Barça, en los que los ciudadanos somos unos simples espectadores u obligados forofos de uno u otro equipo de mercenarios y profesionales de la política. La verdad, cuando pienso en las energías, expectativas, renuncias y sufrimientos que pusimos de nosotros para acabar con la dictadura y me veo ahora obligado a presenciar este espectáculo canallesco, con unos políticos y partidos autistas además de cínicos y corruptos o cómplices de la corrupción sistémica, hay que acudir a fuerzas interiores muy profundas para no caer en la desesperación o el entreguismo.
Un síntoma ilustrativo de ese ensimismamiento mafioso de los partidos y de sus feligresías es el escaso eco político y mediático que han tenido los debates en el Congreso de la Ley de Transparencia, y algunas propuestas aprobadas a instancias de UPyD sobre ciertas incompatibilidades, como la de estar imputado y ser candidatos. Significativamente los partidos han quedado de momento exentos de la ley de transparencia, aunque ya hay plataformas ciudadanas que demandan que la ley se haga extensiva a las organizaciones políticas. Muchos voceros de partidos se escandalizan porque también los gobiernos locales, esos entes a los que el gobierno de Felipe González los liberó del supervisor de cuentas y que son pequeñas taifas que escapan a debates y controles parlamentarios, tendrán que dar cuenta de sus cuentas ¡Qué pocos debates ha suscitado en la política el incesante “Gomorra” de muchas de nuestras instituciones locales y del poder municipal!
Lo esperanzador es que esos asuntos (ley de transparencia, ley de financiación de partidos, régimen de incompatibilidades, etc.) acaban atravesando incluso los muros del Parlamento y esas medidas, aunque desdibujadas, se acaban aprobando fruto de la floración del 15 M y muy a pesar del actual sistema de partidos. Es esto lo que me mantiene vivo y en lo que quiero diferenciarme de otros muchos (no en el trato fiscal ni en lenguas ni himnos ni en orígenes y pasados singularísimos ni en otras consideraciones diferencialistas ni en adscripción a colores y siglas o tradiciones comunitarias.
El hecho diferencial democrático es que, aunque descafeinadas, las medidas políticas que acaban aprobándose en el Congreso o siendo asumidas a desgana por los partidos constituyen pequeños pasos que venimos dando a instancias de aquel 15 M. Ese amplio y variopinto magma ciudadano, pese a las invectivas de unos y a los afanes de su control y manipulación por otros (los intrusos de las redes sociales y los pregoneros orgánicos de la “rebeldía democrática”, entre ellos), es un pequeño goteo que va removiendo y oxigenando nuestra democracia. Decimos como Galileo que, a pesar de las camisas de fuerza y cerrojos que nos aplican, esto se mueve.
Sé que no es una mutación radical, pero no me parece poco dadas las circunstancias. Sé que es un riesgo quedarnos solo con la imagen negativa de todas esas organizaciones, que contra viento y marea se afanan en hacerse con el timón de las instituciones y recursos públicos, como ratas que han invadido nuestro barco y que amenazan con a llevarnos a un catastrófico naufragio. Si es preciso, de lo que los soberanistas catalanes son un buen ejemplo, se enfrascarán en impunes y divisionistas huidas hacia adelante, hasta donde sea necesario, aun a riesgo de acabar con la democracia, con tal de no quedar expuestos a la aplicación de la ley común. Algo muy propio de los delincuentes fugitivos, de lo que advertía hace poco Félix de Azúa en una entrevista.
Es, además, una imagen consistente que puede inducir al desánimo. Respaldados por los préstamos condonados de la banca y crecidos por ese trato diferencial y privilegiado de los bancos a las citadas organizaciones políticas respecto al común de los ciudadanos y mortales, esta casta trata denodadamente no solo de mantener su estatus a costa del erario público sino de conseguir la impunidad, lo que el pionero J. Pujol consiguió cuando el gran desfalco de Banca Catalana. Esto lo sufrí en carne propia ¡Cualquiera se ponía pública y declaradamente a favor del proceso a Pujol y reclamaba que acabara en el banquillo y entre rejas!.
Pero, eso no determina la evaporación de los ciudadanos, En el caso Banca Catalana, por ejemplo, no fue la ciudadanía democrática la que le perdonó la vida política al delincuente. Fue indispensable la complicidad de todos los partidos del sistema (todos unidos por el patriotismo) para que con recursos públicos se tapara el gigantesco agujero financiero de la Banca catalana y quedara impune el responsable de todo el saqueo”. Probablemente, con un Tarradellas no hubiera existido tal impunidad ni tal expolio público; como Tarradellas le dijo en su día a Jordi Solé i Tura, “éstos (refiriéndose a Pujol y cia) acabarán jodiéndonos a todos”. Claro que Tarradellas vino como un presidente de ciudadanos (no de una fabricante de catalanets) y tenía muy claras las desventajas que acarreó romper el 1934 el pacto constitucional. Tarradellas venía además como un gobernante que acataba la ley que él personificaba y representaba y al que no se le hubiera ocurrido disponer de los recursos públicos de todos los ciudadanos españoles para montar un aparato institucional y mediático apto solo para los soberanistas y montarse el andamiaje de un Estado propio y excluyente.
Las cosas se han precipitado ¿Por qué? Quiero creer, con los datos que busco y encuentro, que esos políticos y partidos aceleran el intento de escapar o de huir, con el culo pegado a un montón de instituciones, por el espanto que les provocan sombras de las nubes dispersas del 15 M, en asuntos sustanciales como la independencia judicial, la reforma electoral, la aplicación de responsabilidades políticas y penales… y el largo etcétera islandés. La presión social, ciudadana, ha acelerado los acontecimientos. La deriva de los políticos de todo pelaje en la actualidad se me representa como una alocada espantá de cuantas demandas surgieron en torno al 15 M y que tarde o temprano irán socavando la montaña mágica de la especulación financiera y la partitocracia.
Nadie me ha convencido –y todo el circo montado por unos y otros va dirigido a convencernos de lo contrario- de que el espectáculo al que asistimos no es sino pura y llanamente una huida que les ponga a resguardo de la la amenaza democrática, del poder de la ciudadanía, de nosotros, del fantasma del 15 M. Botín se lo encontró hasta en una asamblea de accionistas.
Estoy convencido de que hay clara conciencia por parte de los financieros y especuladores de que los partidos actuales son sus escuderos y por parte de los partidos, que los banqueros y el erario e instituciones públicas son su savia nutriente, pero unos y otros saben a su vez que los ciudadanos son un peligro real en cuanto que cada vez se definen menos como votantes de partidos y más, en cambio, como únicos sujetos de derecho. Así es como me resulta explicable el patético espectáculo de despropósitos con los que no cesan de marear la perdiz y de pasmar a los ciudadanos. Sucede no solo con la corrupción sino en todos los campos en que los ciudadanos han asumido un protagonismo determinante en la vida pública o en los que se ventilan de manera más acuciantes sus derechos sociales. Reculan las organizaciones del régimen de partidos y asociados y cobran protagonismo las plataformas ciudadanas y los sindicatos y organizaciones sectoriales, profesionales, funcionariales, antes denostadas por gremiales o corporativas y ahora únicas valedoras efectivas de lo público.
Ha ocurrido con los desahucios. Sucede con la ley de dependencia, que ya nació en falso, sin presupuestos específicos ni garantías de una atención profesional a los dependientes; así, mientras el gobierno de la Junta de Andalucía y la oposición o el central se enzarzan en peleas sobre los recortes del adversario, se esconden los propios y van cayendo en picado las ayudas para los dependientes y los colectivos sociales más vulnerables (familias numerosas, discapacitados, drogodependencias y otras enfermedades que provocan dramáticas servidumbres familiares, etc.). Lo mismo en la sanidad pública, donde, por ejemplo, los partidos y grandes sindicatos crean la ceremonia de la confusión, focalizando en Madrid lo que es moneda corriente, desmantelamiento bajo diversos modos, en Cataluña o y en Andalucía y otras autonomías. En educación, la farsa trata de eludir el problema previo y principal, el dramático fracaso escolar y social y la evidencia contrastada de que mayor gasto no conduce necesaria y directamente a mejores resultados.
Hay recortes inaceptables y también los hay que se justifican en que es el otro el que recorta el gasto, mientras los acusadores han pasado de dar ordenadores gratuitos a no hacerse cargo siquiera del mantenimiento y reparación de las instalaciones de los centros de secundaria obligatoria. Pero, el gran problema educativo en España, como en otros campos de la vida pública, es la sumisión de lo público, y de la enseñanza en particular, al régimen de partidos, lo que conduce generalmente a abortar cualquier tentativa de mejorar la formación, quizá porque la vara de medir es la mediocridad de la mayoría de los políticos y las verdaderas carreras, al entender de los partitócratas, son las que se inician y desarrollan en el aparato de los partidos.
El espectáculo para la mayoría de los ciudadanos es especialmente lacerante cuando unos “trabucaires” del siglo XXI reclaman en nombre de la democracia tratos diferenciales o privilegiados en la gestión fiscal y el derecho a decidir por su cuenta y al margen de la ley. Es como una parodia mala de los que se levantaban contra la Constitución en nombre de los fueros. La diferencia (y esta no es imaginaria) es que el cinismo y el oportunismo de ahora no encuentra parangón en el pasado, ni tampoco la exigencia de responsabilidad política y penal. Los hay que han apoyado los presupuestos del Gobierno en que participan (sea en Cataluña o en Andalucía) y se apuntan después, sin pudor alguno, a las manifestaciones en contra de sus recortes y de las agresiones a los derechos sociales que esos presupuestos comportan, siempre predispuestos a desnaturalizar, desviar y controlar el malestar de los de abajo.
Me parece doloroso y humillante el pavoneo de algunos dirigentes y partidos aseverando que harán lo que les venga en gana, diga lo que diga la Constitución y diga lo que diga el Tribunal Constitucional. Lo mismo que decían antes los ricachones y los señoritos en tiempos del liberalismo caciquil y de la dictadura y que, he ahí lo más grave, sale impune, gratis política y penalmente. Mi impresión es que esas invectivas contra la democracia y la igualdad indignan a muchos, pero es de esas cuestiones que todavía no han alcanzado la masa crítica de indignación ciudadana (sobre todo en las taifas identitarias) como para que los políticos de turno se lo piensen dos veces antes de amenazar a los demócratas.
A uno, que dedicó unos cuantos años de su vida a socavar la dictadura y devolver la política a los ciudadanos, a la democracia, no puede menos que repatearme el estómago el cinismo de tantos políticos que han convertido en bandera “democrática” la defensa de todas las variantes posibles de asimetrías y desigualdades y en una afrenta la equiparación de derechos y el principio de distribución fiscal.
Esperpéntico. La izquierda defiende y hace suyo el principio nacionalista de “ordinalidad” (federal o autonómica), que no es otra cosa que un límite constitucional (previa reforma) a la solidaridad entre territorios y unas previsiones de inversiones públicas por territorio en función de su grado de riqueza, que llaman de “eficiencia” con un lenguaje muy merkeliano ¿Qué banquero se hubiera atrevido a decir eso tal cual? En nombre de la nebulosa lingüística del soberanismo o del derecho a decidir, se sienten víctimas de un sistema del que en el 2012 obtuvieron 233 euros por ciudadano mientras que los “vividores” o parásitos del sistema tuvieron que conformarse con 177 euros ( a pesar de disponer de menos recursos y equipamientos y servicios públicos) y víctimas asimismo de un Estado de cuyo Fondo de Liquidez Autonómico recibieron el 100% de lo que reclamaban, más del doble de lo que recibieron los supuestos vividores y beneficiarios del sistema.
El espectáculo es aún más patético cuando esas demandas, en pro de tratos diferenciales y privilegiados, con tintes xenófobos hacia los ciudadanos y regiones del Sur y apoyadas en la perversión del lenguaje democrático, se ven apoyadas por sindicatos “de clase” u “obreros”; paradójicamente esos sindicatos poco deben fiarse de los obreros porque se ponen malos de pensar que algún día tuvieran que vivir de sus cuotas y mucho más deben fiarse del Estado que les subvenciona.
De lo que no somos bastante conscientes aún es que todas esas obscenidades políticas, desde una perspectiva democrática, no hubieran sido posible sin el concurso de los progres, de los partidos de izquierdas y de los sindicatos asociados a los mismos. Una buena y significativa muestra es que posiciones como las de Francesc de Carreras en Cataluña, más de un cuarto de siglo después, siguen siendo excepcionales, una rara avis.
Es complejo. Nuestra utopía terminó porque, por un lado, la revolución se hizo (muchas revoluciones estallaron al fin) y los movimientos de los sesenta nos hicieron creer que vivíamos el final de la utopía porque vivíamos ya los inicios de la emancipación de la humanidad. El final de las utopías, por otra parte, han significado paradójicamente el final de los horrores del siglo XX. Visto en perspectiva, parece mucho más gratificante, estimulante y cómodo seguir instalados en esas utopías cuya realización hemos conocido que no ejercer de ciudadanos libres e iguales en una democracia en la que financieros, la casta política y herederos de los 60 han aherrojado la política. Es mucho más difícil, comprometido y desafiante vivir en democracia como ciudadanos libres, sin el amparo o refugio de la siglas e ideologías que otorgaban certezas y seguridad (la religión como opio del pueblo, decíamos), que en una dictadura guerra civilista o en un mundo dividido en bloques, en el que todo era en blanco y negro. Negro sobre blanco o blanco sobre negro.
No había otra alternativa. Dábamos por sentado que las alternativas eran dogmas codificados, que las alternativas nos venían dadas y que lo correcto era acatarlas y que los enemigos eran justamente los revisionistas, los que se atrevían a revisarlas. Ahora pienso que las alternativas no existen, no somos presos del pasado ni de siglas ni de sectas ni de construcciones ideológicas totalitarias. Las alternativas se construyen y las construyen los ciudadanos o no son alternativas. Una alternativa cuya aplicación se fundamenta en la coacción sistemática de la ciudadanía discrepante y en la neutralización de la opinión de la mayoría, cuando no en la liquidación de todos los que no comulgan con el credo del poder, es un deleznable totalitarismo que enlaza con los fundamentalismos del siglo XXI.
Nunca he perdido el aliento ciudadano y social del tardofranquismo y de la Transición. Sobre esas ascuas emergió el 15 M. Del mismo modo que el régimen político financiero secuestró y suplantó la soberanía de los ciudadanos, los submarinos de los partidos instalados en el ala izquierda del sistema vigente de partidos han acabado controlando y manipulando el 15 M. Lo más de difícil muchas veces es evitar que determinados individuos con ambición política, que los gurús, que los aliñados con la jerga de la izquierda radical, etc., acaben hurtando el protagonismo y los significados a los ciudadanos que han auspiciado ese movimiento social, sindical y político.
Este momento es crucial para la recuperación de esos movimientos que son los únicos capaces de frenar la barbarie de la crisis financiera, económica y social en la que estamos inmersos, de reconducir la crisis política que padecemos en España y decidir el curso de la globalización en curso. Y por hoy, termino diciendo, convencido, por ahora al menos, que esa globalización solo puede partir del estatus político actual de Estados nacionales, que es el único marco real y posible, hoy por hoy, en el que existen o pueden reconocerse los derechos de ciudadanía y son posibles los controles democráticos de las instancias del poder. La globalización (o anti globalización) a partir de entes comunitarios, etnias, “pueblos”, adscripciones religiosas, derechos colectivos, naciones culturales, derechos históricos (en realidad, ahistóricos), tradiciones, oenegés, plataformas anti, etc., etc., no son sino aditivos “progres” (aggiornamento) de la globalización neoliberal que necesita que los Estados nacionales renuncien a controlar o regular los mercados y espacios públicos.
Rafa Núñez, 29 de enero de 2013