Alkan, la pianista y el fiscal

Alkan

Me lo había jurado. Esta vez, nada de mezclar churras con merinas: un artículo limpio, sin segundas intenciones sobre la estupidez, la provocación, los plumillas del jijiji-jajaja y su inclinación erótica a la subvención y al cargo en apariencia “no remunerado”, por patriotismo, como en los viejos tiempos del Movimiento Nacional. Esta vez “de cultura y a secas”, elitismo, según el personal tertuliar y mediático; una historia de esas que pretenden ampliar el horizonte de los lectores que uno juzga melómanos aún sin saber si les gusta la copla, la sardana o si tienen otras pretensiones. Alkan, por ejemplo; uno de los músicos más interesantes del siglo XIX y hacia el que yo tenía “una percha” –término periodístico que designa encontrar un motivo para escribir– tan evidente como el bicentenario de su nacimiento (1813) el próximo sábado, casi en vecindad con Santa Cecilia, patrona de la música, tal que ayer viernes.

Y todo se fue al carajo. Es verdad que Alkan había nacido un 30 de noviembre en París, pero hace un par de semanas una joven de Puigcerdà, Laia Martín, pianista como él, cumplía los 28 años sentada en el banquillo de los delincuentes y con una solicitud de condena que no tiene precedentes en la historia de la música, por más que los tenga en la historia de la justicia en Catalunya y en España entera: seis años de prisión por tocar el piano y molestar a una vecina. La puta realidad volvía a descojonar mis mejores intenciones.

Alkan es una figura menos insólita de lo que la gente cree: un músico superdotado del que, como escribía un comentarista hace ya muchos años, no se acuerdan ni los pianistas. Frank Liszt, considerado el más prodigioso de los concertistas de su tiempo, valoraba a Alkan hasta el punto de ofrecerle el cargo que él ocupaba en el Conservatorio de Ginebra. Oportunidad que Alkan rechazó; le gustaba París, su ciudad, en la que llegaría a convertirse en una mezcla de misántropo y eremita, cosa nada fácil en tal lugar.

Los padres de Laia Martín, la pianista de Puigcerdà, el fontanero Luis y su esposa Isabel, descubren con entusiasmo que su hija tiene dotes para el piano y que además le gusta. Viven en la calle Claustre número 5, piso 2.º, y le facilitan que lo estudie, primero en Manresa y luego en Barcelona. Un piano ya se sabe, mete ruido, que diría Napoleón. La vecina de abajo, Sonia Bosom, considera las prácticas de la joven pianista una tortura. Durante varias horas al día, imagino que tocando mejor que una principiante, Laia va formándose como concertista. Denuncias al Ayuntamiento. Deben aislar la sala del piano. Lo intentan en dos ocasiones, al parecer, sin demasiado éxito; incluso llegan a cubrir el piano de mantas y otros artilugios para evitar que la señora Bosom, la vecina, se sienta afectada en su sensibilidad y que no necesite tratamiento psicológico. Pero no funciona. El piano de Laia se convierte en una tortura para la habitante del piso de abajo. Las denuncias prosperan, y por más que se intenta aislar el piano, la vecina sigue padeciendo todo tipo de dolencias psíquicas que alcanzan hasta afectarla en el nacimiento de su hijo, Iker.

Alkan es un enigma incluso después de la biografía que le dedicó Brigitte Sappey (Fayard) hace más de 20 años. Su verdadero nombre era Charles-Valentin Mohrange. A los 7 años ya ingresa en el Conservatorio de París; contemporáneo de Chopin, Liszt y Mendelsshon, que les separa apenas tres o cuatro años. Trata a Victor Hugo y a George Sand. A partir de los 20 se convierte en un concertista de piano y en un tipo raro. Su obra va más allá que la de sus contemporáneos. Su impresionante Gran Sonata de las Cuatro Edades se adelanta en 5 años a la obra de Franz Liszt. Es judío y practicante a medias, por más que tenga su etapa de obsesión bíblica. De ahí viene lo de Alkan, homenaje a su padre Alkan Mohrange, al que dedicará un sentido movimiento de su 2.ª Sinfonía, cuya apelación evita mayores comentarios: Marcha fúnebre para un hombre de bien. Pero dos golpes afectarán a su vida de modo definitivo; un hijo natural y la crítica demoledora de Schumann a sus Tres fragmentos en modo patético (1838). ¡A quién se le ocurre, expresa Schumann en su artículo, que en vez de poner las recomendaciones de rigor sobre el tempo –allegro, adagio…– a Alkan se le ocurre escribir tan sólo: Ámame, El viento, Muerte.

Aunque en el juicio a Laia Martín el papel de fiscal lo ejerció una mujer, Enma Ruiz, yo estaba convencido de que el Informe tenía que estar redactado por un hombre. Si yo fuera aforado y pudiera blandir una sandalia o un exabrupto, hubiera dicho que se trataba de un descerebrado, por buen nombre José Antonio Alonso Fernández, fiscal con antecedentes por otras genialidades de este jaez, pero como no lo soy, no digo nada y considero al señor Alonso Fernández, un tipo muy profesional y característico representante de la justicia, ya sea en Catalunya o en toda España. El texto dice así: “Delito contra el Medio Ambiente por contaminación acústica. 6 años de prisión, multa de 30 meses a razón de una cuota diaria de 12 euros y 4 años de inhabilitación especial para el ejercicio de cualquier profesión u oficio relacionado con el uso de pianos como instrumento musical”. Estoy seguro de que “ese patán de fiscal”, que hubiera dicho un aforado, no sabe que sólo conocemos un uso de pianos exento de instrumento musical, y fue cuando Hitler decidió que los conspiradores en el atentado de julio del 44, fueran ahorcados con cuerdas de piano, que al parecer producen un dolor infinito en “tempo adagio molto lento”. Pero como ciudadano considero una concepción aberrante pensar que a un pianista se le puede inhabilitar durante cuatro años para el “uso de pianos”. ¿De dónde habrá salido esta brillante escuela fiscal? ¿A qué llamará este fiscal “uso de pianos”? ¡A lo mejor incluye tocarlos, limpiarlos o afinarlos!

Alkan se fue retirando de la vida social parisina. Se encerró en su mundo y abandonó su condición de virtuoso del piano. Ni un concierto más. Lo que se tradujo en sorpresa; desde su amigo Liszt, a otros reputados músicos y compositores más cercanos a nosotros, no acabarán de entender cómo el hombre que había construido una música romántica en el límite de su época, como era Alkan, acabaría en el olvido. Lo explicó el italiano Ferruccio Busoni (1866-1924), otro niño prodigio del piano, compositor notable, que dio su primer concierto con siete años, y que convivió en esa época singular de la música: la transición entre el XIX y el XX, donde, como fue su caso, pudo charlar con Liszt y Brahms, y al tiempo dar clases a Kurt Weill, el músico de Bertolt Brecht y de tantas otras cosas.

Tenía que ser una mujer, Enma Ruiz, la que redujera la solicitud de condena a 20 meses, echando a un lado esa frase que no puedo calificar con la contundencia que merece porque no soy aforado: “A partir de octubre del 2003 y hasta septiembre del 2007, la acusada (pianista Laia Martín) alentada y ayudada activamente por sus padres, se dedicó a tocar el piano durante un mínimo de 5 días a la semana…”. La música como delito.

Si este fuera un país normal, con una sociedad civil y unos medios de comunicación interesados en la sociedad y no en la subvención del poder político, yo pediría que fuera expedientado el fiscal señor José Antonio Alonso Fernández. Por razones tan de peso, como escándalo público, humillación de la justicia, burla de la ciudadanía y desprecio hacia la música, que son delitos que no constan en el Código Penal –¡el juicio a la pianista fue por la vía penal!– pero que caracterizan a una persona poco idónea para una sociedad sana.

Por cierto, se me olvidaba. Alkan murió en edad provecta, absolutamente retirado de la vida mundana de París en su gran periodo de esplendor. Falleció a los 76 años; se le cayó encima una estantería de su biblioteca. Por su parte, la pianista Laia Martín necesitó que su padre pidiera un crédito para construir una casa y poder tocar tranquila.

Gregorio Morán

La Vanguardia (23.11.2013)

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