A medida que se acerca la fecha de las elecciones europeas arrecian en el escenario oficial las manifestaciones que pretenden convencernos de la importancia de estos comicios. Hay quien, como Cospedal, afirma que “creer en Europa no es una obligación, es una necesidad”. Muy revelador de un cierto discurso que disfraza de “necesidades” las opciones ideológicas que benefician a determinados intereses económicos. También Schröder para defender su nefasta Agenda 2010 mantenía tajantemente que la globalización no es una alternativa, sino una realidad. Pero ni la globalización ni La Unión Europea son realidades necesarias, son opciones, instrumentos de un capitalismo darwinista y depredador que nos retrotrae a los escenarios económicos y políticos del siglo XIX.
En el PSOE y en alguna otra formación de la izquierda el discurso se centra en las dos Europas. Venden la idea de que todos los males que nos acechan se deben a la Europa de Merkel y de la derecha, y que por eso es tan importante la composición del nuevo Parlamento resultado de las próximas elecciones de mayo y tan vital que se vote a la izquierda. Pero, en realidad, ni ellos mismos pueden de creerse la relevancia del Parlamento. Esta institución carece de eficacia, es casi un adorno, un cementerio de elefantes, una jubilación honrosa para los políticos que van de retirada.
Además, no existen dos Europas. La Unión Europea y la moneda única se han construido sobre tales premisas que hacen imposible o al menos muy difícil toda política de izquierdas; quizá sería mejor decir toda política, como no sea la del neoliberalismo económico. La política se ha subordinado a los intereses económicos, que son los que realmente mandan e imponen las condiciones. No solo el Parlamento europeo, también el resto de las instituciones comunitarias y los gobiernos, sean de derechas o de izquierdas, son simples servidores de los auténticos dueños, anónimos, pero no por eso menos reales.
La integración de los mercados sin llevar a cabo en paralelo un proceso similar en la política tiene que quebrar la democracia y trasladar el poder a las fuerzas económicas. Quizá sea en el proyecto de Unión Europea donde aparezca de forma más clara el intento de insurrección del capital de los lazos democráticos, puesto que los mercados, tanto los de mercancías como los financieros, son supranacionales, mientras los aspectos políticos quedan confinados en los Estados nacionales. A lo largo de todos estos años, los distintos tratados han ido configurando un espacio mercantil y monetario único, sin que apenas hayan existido avances en la unidad social, laboral, fiscal y política.
Nadie se plantea en serio la unión política, ni tienen como objetivo factible la creación de los Estados Unidos de Europa. Si estas cosas se dicen es tan solo para engañar a los ciudadanos, pero conscientes de que constituyen una total utopía. El mismo proyecto de Constitución estaba muy lejos de merecer este nombre, tan solo tenía la apariencia de tal y, como después se ha visto, incluía mucha hojarasca capaz de resumirse en un tratado de unos pocos folios. Lo que los poderes están dispuestos a mantener como sea es la integración conseguida en el ámbito comercial, financiero y monetario, y para ello necesitan que permanezca la farsa, de la que las próximas elecciones forman parte.
Si aún existía alguna duda, la crisis económica ha venido a confirmar hasta qué punto la Unión Europea puede destruir los mecanismos democráticos y los derechos sociales que precisamente creíamos ya afianzados en los países europeos. La enmienda debe ser, por tanto, a la totalidad, sin que quepan parches. Ante las próximas elecciones europeas deberíamos preguntarnos si acaso no es la abstención la postura más coherente.
Juan Francisco Martín Seco
República de las Ideas (25.02.2014)