Hace unos días, una muy querida amiga mía escribía en las redes sociales que “sólo los catalanes tienen derecho a decidir sobre el futuro de Cataluña”. Y, como se trata de una persona inteligente y generosa, a la que aprecio y respeto, me he tomado un tiempo para pensar la respuesta que me gustaría darle. Que no puede ser una respuesta sencilla.
Los impuestos y las cotizaciones de los ciudadanos/as residentes en Cataluña (con independencia de su lugar de nacimiento, lengua materna o sentimiento de pertenencia nacional), que es un territorio relativamente rico, se destinan, entre otras cosas, a pagar prestaciones por desempleo, escuelas, hospitales e inversiones en infraestructuras en otros territorios claramente más pobres y atrasados del estado, donde esos recursos son necesarios para mantener la cohesión social y estimular el desarrollo. A esto se le llama solidaridad interterritorial, y no es un acto de caridad voluntaria por parte de los ciudadanos/as de Cataluña ni una imposición arbitraria por parte del estado español, sino un imperativo de justicia social: el mismo que hace que los ciudadanos individuales que tienen rentas más altas o grandes patrimonios, deban hacer una contribución fiscal superior para que el Estado pueda garantizar unos mínimos de vida digna a los ciudadanos/as más desprotegidos.
Por otra parte, la desigualdad económica entre los territorios del estado español, que hace que en su seno coexistan territorios industrializados y altamente desarrollados como Cataluña o Euskadi, junto a otros mucho más pobres y subdesarrollados como Andalucía, Extremadura, Murcia, Galicia o Canarias, no es resultado de la voluntad divina, ni tampoco de unas cualidades morales superiores de unos pueblos sobre otros, sino de unas determinadas circunstancias históricas, políticas y económicas. En concreto, las burguesías catalana y vasca se han venido beneficiando durante los últimos tres siglos de la inserción de sus respectivos territorios dentro del mercado español (en el cual vendían sus productos beneficiándose del proteccionismo arancelario frente a las mucho más potentes y competitivas empresas inglesas, francesas o alemanas), del cual obtenían abundantes materias primas e inversiones de capital (porque a los grandes propietarios agrícolas andaluces o extremeños les resultaba mucho más seguro y rentable invertir sus excedentes de capital en las ya consolidadas empresas catalanas o vascas que crear nuevas industrias en sus propios territorios), y del cual les llegaba con generosidad la mano de obra imprescindible para mantener las fábricas en funcionamiento y los salarios a la baja.
En realidad, se puede decir que la desigual estructura económica de los territorios del estado español ha beneficiado por igual a la burguesía catalana y vasca –exportadoras de productos manufacturados– y a los latifundistas andaluces y extremeños –exportadores de materias primas y de mano de obra barata–, en una relación simbiótica en que las clases trabajadoras, explotadas o excluidas, han sido las grandes perjudicadas por el sistema.
En la actualidad, una vez desmanteladas todas las barreras arancelarias y consagrada la libre circulación de mercancías y capitales dentro del territorio de la Unión Europea (y es por ello que resulta tan esencial para el proyecto político del catalanismo conservador que Cataluña sigua siendo, en cualquier caso, “un Estat d’Europa”), la clase dominante catalana ya no considera necesaria la “protección” que brindaba a sus empresas la pertenencia al estado español; antes al contrario, consideran como un lastre para dichas empresas la aportación económica catalana a la solidaridad interterritorial con las tierras y gentes del resto del estado (el famoso “expoli fiscal”), y han descubierto lo fácil y conveniente que resulta culpar a dicha solidaridad de los sangrantes recortes sociales que sus representantes políticos (encabezados por CiU y secundados por ERC) han impuesto a sus propias clases populares, siguiendo los dictados de esa Europa de los banqueros y de las multinacionales a la que tanto se enorgullecen de pertenecer.
Por eso, tras la oleada de masivas protestas y conato de rebelión popular contra las políticas antisociales que significó el 15M, con el punto culminante que en Cataluña supuso la iniciativa “Encerclem el Parlament”, la representación política de la burguesía catalana optó por proteger sus intereses (amenazados, por primera vez en treinta años, por el descontento popular) mediante el sistema de atizar el conflicto nacional, y jugar la carta del independentismo; un independentismo, en su esencia, mucho más cercano al de la Liga Norte Italiana, que al de los movimientos de liberación nacional del Sahara Occidental o de los territorios ocupados palestinos. Independentismo de país rico, cuyas clases altas no quieren solidarizarse con las necesidades de las clases populares. Ni las de “las suyas”, ni las del resto del estado.
Arcadi Oliveres, persona de indudable valía tanto ética como intelectual, que denuncia desde hace muchos años la intolerable injusticia de las desigualdades Norte-Sur, advierte a sus seguidores independentistas de Procés Constituent que no deben utilizarse argumentos económicos para defender la independencia de Cataluña, sino “históricos, políticos y culturales”. Pero, con todo el respeto y aprecio del mundo para Arcadi Oliveres, ¿alguien realmente se cree que en una futura e hipotética Cataluña independiente vayan a destinarse porcentajes sustanciales de su PIB (y no, en el mejor de los casos, puramente testimoniales) a la cooperación con Canarias, Extremadura o Andalucía? ¿No es acaso el “Espanya ens roba” el eje fundamental, desde hace años, de la inmensa mayoría del independentismo “realmente existente”?
Desde una perspectiva “progre” y bienintencionada, es fácil y tentador decir que “sólo los catalanes tienen derecho a decidir sobre el futuro de Cataluña”. E incluso puede parecer la exigencia de un imperativo democrático. Sin embargo, para los ciudadanos y ciudadanas de territorios como Andalucía, Extremadura o Canarias, la eventual independencia de Cataluña supondría la irreversible pérdida de una parte sustancial de los recursos económicos necesarios para mantener su cohesión social y sus perspectivas de desarrollo; recursos que, por otra parte –y aunque se recauden materialmente en Cataluña, Madrid o Baleares–, también han sido cogenerados, en buena medida, dentro de sus mismos territorios. ¿Es realista por nuestra parte, entonces, creer que esos ciudadanos no tienen nada que decir al respecto?
Lo planteo entre interrogantes, como lo que es: como una duda razonable.
Jordi Cuevas
para Alternativa Ciudadana Progresista, 19 de mayo de 2014
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