El pícaro de Billy Wilder una vez se definió como «un hombre perfecto… al 60%». Tres cuartas partes del chiste radica en la contradicción semántica: o eres perfecto o no lo eres en absoluto. Pero aun siendo laxos con el lenguaje -porque es verdad que a veces decimos que algo fue «casi perfecto», tal como exclamó en la ambulancia el amante de la bellísima cuyo marido los sorprendió- por más laxos que queramos ser, un 60% está muy lejos de cualquier idea de perfección. Por eso es que también nos reímos con el cuento de la muchacha medio preñadita. O sentimos vergüenza ajena ante los nacionalistas de izquierdas.
Bien. ¿Puede un partido político ser asambleario en un 60%? ¿Y en un 85%? ¿Y la puntita-no-más? Me imagino que, en el fondo, la muela picada de mis tormentos es la siguiente: ¿el carácter asambleario de un partido admite matices de grado o, por el contrario, cualquier matiz lo anula? Ahí es que también reside la gracia y veneno de aquella célebre ocurrencia de Rebelión en la Granja: «Todos somos iguales, pero unos más iguales que otros». Si en una granja asamblearia algunos de sus animales siempre marcan de antemano las directrices, y estipulan que esto sí, que eso no, que aquello tal vez, que tú cierra los ojos y abre la boca, pues la existencia de ese asamblearismo sería igual que la de un elefante rosado volador.
La máquina de huevos tampoco existe, pero sería algo bien distinto a una gallina ponedera. En términos ingenieriles, hoy sonaría absurdo invertir recursos en crear una máquina que genere exactamente lo mismo que de toda la vida vienen ofreciendo las gallinas (sin obviar, por supuesto, la inestimable y muchas veces incomprendida aportación del gallo).
Pero las cosas podrían ser mucho peores, el diablo siempre es puerco y burlón. Imagínate que algunos ahora dicen que los huevos son lo peor, y que en adelante desayunaremos manzanas. Que ellos van a construir la máquina de manzanas. Que la máquina de manzanas quienes la van a construir son ellos. Muy bien. De acuerdo. Ahí que se ponen a hacer su diseño, fabricación, puesta a punto y mil ornatos. Y a lo que más se dedican es a hablar de su máquina. A toda hora hablan de ella y sus graciosas peculiaridades. Teorizan, elucubran, metafisiquean. Están absortos ante su propia audacia. Es más, moralizan el asunto. «Nosotros, los manzanistas; ustedes, los amigos del colesterol». Perfecto. Pero imaginemos que llega el día de la inauguración. Está la plaza abarrotada expectante. El ingeniero en jefe, por fin, baja la palanca de arranque. La multitud contiene el aire, la máquina hace sus ruiditos de modernidades y vibra sutilmente con arrogancia urbanita, los carteristas triunfan en medio del gentío extasiado en puntillas, y al final, con triunfal coquetería, lo que sale es… ¡un huevo mondo y lirondo, idéntico al de una gallina ponedera de toda la vida!
Esas máquinas no existen. Pero si tremendo fiasco se diera, por fuerza surgiría una pregunta: a pesar de todo el adorno y discurso, ¿no será que la máquina de manzanas no es más que una copia envuelta en celofán de la máquina de huevos? Al salir un huevo, y no una manzana, se nos quedaría la cara como a la mujer de Jonás cuando éste le dijo que no se había ido tres días de parranda, sino que se lo tragó una ballena.
No siempre los caballeros historiadores se equivocan, y cuando dicen «la democracia de Pericles», dicen bien: aunque formalmente no fuera así, ahí quien mandaba era Pericles (bajo el permiso de Aspasia). Y en Roma, aunque formalmente Augusto reinstauró la República, en la práctica lo que hizo fue apuntalar el Imperio, incluido el trono hereditario, a semejanza de cualquier monarquía bárbara.
El papel lo aguanta todo. Un partido político perfectamente puede guardar formas asamblearias, y sin embargo ser uno donde se toman las decisiones de manera vertical, verticalísima, de vértigo. Tres libras de cadera, no es cadera, y un 60% de asamblearismo, no es asamblearismo.
Lo bueno del cuento es que existe un método infalible para descubrir si un partido que se declara asambleario, en realidad no lo es. Es infalible pero no aséptico, se faja y revuelca con la descalza realidad de las cosas. Sí, porque el otro día unos científicos de la NASA determinaron las leyes de la naturaleza más rigurosamente inexorables. En cuarto lugar quedó la Ley de la Gravedad. De tercera, la Ley del 3% de Jordi Pujol. De virreina, la Ley de la Entropía. Y el primerísimo lugar fue a parar a la Ley de Napoleón: «El que parte y reparte, se lleva su bona parte».
No obstante, si antes ya fuimos laxos con el lenguaje y la perfección de Billy Wilder, ahora también con las leyes científicas y la ecuanimidad del Emperador. Veamos el método que yo digo.
Necesitamos un sobre, una hoja y un lápiz, y asimismo recordar que los humanos somos pésimos pronosticadores. Si alguien pronostica con acierto y detalle el futuro, podemos estar seguros, como que me llamo Reinaldos de Montalbán, de que ahí hay trampa.
El primer paso consiste en identificar dentro del partido de iguales a un grupito de gente más igual que el resto. Si tenemos las artes adivinatorias oxidadas, sigamos estas pistas: veamos si hay un grupo que, justo antes de la Asamblea, lanza expresiones del tipo «algunas de nuestras propuestas son irrenunciables», propone la creación de «un documento único», amenaza con que «si nuestra propuesta no es aprobada, no seguimos», y promueve un sistema electoral del tipo «el que gana se lo lleva todo».
Una vez identificado el grupito de los más iguales, esculcamos, dentro de su paquete de propuestas, las seis o siete principales – no las dulcecitas, sino aquellas que por su peso y contundencia sean susceptibles de encontrar oposición. A partir de ellas, hacemos seis o siete predicciones acerca de los resultados de la Asamblea. Tienen que ser concisas y claras, que hagan emerger el contenido real y sustantivo una vez eludidas las trampas de la retórica democrática y los guiños a los comeflor. Tienen que redactarse de tal manera que luego les encaje a la perfección el sayo de «verdadera» o «falsa» (por ejemplo: «El partido no se presentará a las municipales». Otro ejemplo: «El partido respaldará las posiciones de los nacionalistas de toda la vida»). Las copiamos en el papel, lo doblamos, guardamos en el sobre, lo sellamos, y nos quedamos sentaditos a la espera.
Una vez finalizada la asamblea, y conocidos sus dictámenes, abrimos el sobre. Si las seis o siete predicciones que hicimos resultaron ser verdaderas, entonces ahí tenemos un problema. Y sólo se me ocurren dos soluciones: o es que de verdad somos adivinos – los nuevos Anfiarao- o es que el partido en cuestión no es asambleario. Que se organice una gran Asamblea, y que miles de buenas personas crean en ella, no implica el asamblearismo. En absoluto.
Nadie ha demostrado la imposibilidad del asamblearismo. Muchos creemos en ello, pero sospechamos que está lejos. Cuando cada uno haya logrado emanciparse -inmunes a la sofisticada retórica y a la retorcida sofística- y distinga los intereses propios de los ajenos, y sea amo y señor de su criterio, pues tendremos razones para el optimismo. Cada tanto renace la bonita ilusión de que ya llegó el momento. Pero es nuestro deber moral intentar verificar que nuestra ilusión se corresponda con la realidad. Las ilusiones de muchos, si resultan vanas, conducen siempre al provecho de unos pocos.
Para una omelette, dame aceite de oliva virgen extra y huevos de gallina ponedera. No me vengan con máquinas redundantes y estrafalarias. Ahora, lo que verdaderamente me exasperaría es que, convencido de las ventajas de la manzana, me cobren un impuesto en tiempo e ilusión para crear la máquina manzanera y, al apretar el botón, lo que salga sea un huevo mondo y lirondo de los de toda la vida.
Pensando en el asamblearismo, en hombres perfectos al 60% y muchachas medio preñaditas, recuerdo aquello que el gran Sancho Panza, gobernador de la Ínsula Barataria, les dijo a los miembros de su séquito, una vez ya los había «desengañado» en lo esencial: «Y no se burle nadie conmigo, porque o somos o no somos».
Jaime Romero Sampayo
huffingtonpost.es 29/10/2014
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