El fin de semana pasado nos ha dado dos fuertes reality bites electorales: el brexit británico, y el fracaso de la izquierda (de las izquierdas) en las elecciones españolas.
¿Por qué la ciudadanía británica ha decidido irse? ¿Y por qué la española ha decidido que el PP, el partido de la corrupción y los recortes, se quede?
Dicen las malas lenguas que los referéndums los carga el diablo. Y que, salvo la del Quijote, nunca segundas partes fueron buenas. Y aquí, han salido escaldados tanto los que decidieron someter a referéndum la permanencia en la UE del Reino Unido (Cameron) como los que forzaron una segunda vuelta en las elecciones de diciembre (Iglesias).
El euroreferéndum fue una promesa electoral de David Cameron en las últimas elecciones al parlamento británico para frenar el ascenso del UKIP (la ultraderecha xenófoba, básicamente inglesa), que, dado el ultramayoritarismo del sistema electoral británico, podría haber dado el paradójico resultado de una victoria de los laboristas. Y la convocatoria de nuevas elecciones en España fue la consecuencia de dos errores (o de un doble sectarismo) por parte de Pablo Iglesias: el primero, haber rechazado el pacto electoral con Izquierda Unida (que, dado el semimayoritarismo del sistema electoral español, habría permitido unos mucho mejores resultados para la izquierda en su conjunto); el segundo, haber impuesto líneas rojas (el referéndum en Cataluña, u otras) a un posible pacto post-electoral con el PSOE de Pedro Sánchez.
La consecuencia, en ambos casos, es que la ciudadanía ha hablado. Y los resultados podrán no gustarnos, pero son los que son, y hay que aprender de ellos.
El voto antieuropeísta en Gran Bretaña lo ha celebrado como propio –y lo interpreta en clave nacionalista e insolidaria– la ultraderecha xenófoba y los sectores más radicales de los tories, pero lo cierto es que surge del deterioro de las condiciones de vida y de la pérdida de derechos por parte de las clases trabajadoras, cada vez más desencantadas por una Europa de los burócratas y los banqueros. La izquierda más “integrada” y el centroderecha liberal defienden que los problemas de Europa sólo se resuelven con más Europa, pero lo cierto es que en los últimos treinta años no han avanzado un solo palmo, sino todo lo contrario, en la construcción de un modelo más social y democrático para la Unión Europea. Y el amargo despertar del bello sueño que fue Europa está dando, en todas partes, paso –y no sólo en la Gran Bretaña– a la pesadilla del ultranacionalismo populista y xenófobo, al “sálvese quien pueda y a los demás que les den”, que, si en algunos sitios se muestra ya con su rostro más duro y crispado (Le Pen, Pegida, UKIP…), en otros se disfraza aún con sus más festivas y sonrientes espardenyes de domingo para hacer uves y vías independentistas.
Y respecto a España, se ha desperdiciado una oportunidad histórica. Porque si en diciembre la ciudadanía votó con cabreo, pero también con ilusión y con ganas de cambio –y el resultado fue el mayor descalabro electoral de un partido gobernante desde los tiempos de la UCD, pero también el mayor descalabro imaginable del bipartidismo turnista que apuntala al sistema–, ahora en cambio ha votado también con cabreo, pero sobre todo con hastío y desilusión. Y muchos de los votos dormidos que Podemos –y, más que podemos, el reflujo tardío del 15M, y la reacción ante una crisis cada vez más percibida como una estafa– habían venido despertando en las últimas convocatorias electorales –en las europeas, en las autonómicas, en las municipales “del cambio”– han regresado, amuermados y desencantados, a hibernarse de nuevo en los bares y en los sofás de los barrios obreros de nuestras ciudades. O a echarle la culpa de todo al moro, al negro, al gitano, al catalán, o al español.