Desmontando el “derecho a decidir” (I).

Sobre el privilegio de decidir por otros.

En España se ha instalado una neo-lengua para describir la realidad de forma que tal realidad sea vista como un espejismo. Pareciera que ya no vemos la sombra de la realidad desde la cueva en la que estamos, sino que vemos una proyección de la sombra, un espejismo distorsionado, o –como ahora está de moda decir– una [post]verdad previamente manipulada.

Es evidente que existen mesnadas de cerebros bien lubricados monetariamente para dedicarse en exclusiva a la tarea de generar memes que implantar en el subconsciente colectivo. Lo tienen todo a su favor: los medios de comunicación y la escuela. Es llamativo cómo ciertos memes -o memeces, diría yo- son asumidos acríticamente por medios de comunicación en principio ajenos a la subvención. Me explico: que Cuatro, La Sexta, Antena 3, TV5 e incluso TVE acaben repitiendo como borregos ciertas memeces del nacionalismo catalán y vasco tiene que ver con ese trabajo ingente de esos centros de generación de ideas de los que hablaba. A cualquier cosa le llaman think tank, lo que no es otra que la práctica goebbelsiana de repetir miles de veces una mentira hasta convertirla en [post]verdad.

Sería largo intentar en un artículo como este entrar a desmontar la ingente cantidad de ideas manipuladoras que el nacionalismo catalán –que mayormente es quien más dedicación le ha echado– ha conseguido implantar en el día a día de los españoles, catalanes  incluidos. La mal llamada “inmersión lingüística”, por ejemplo, -(y tal como continuamente me recuerdan Esther y Simón, grandes conocedores de la enseñanza en Cataluña) es en realidad una sumersión o monolingüismo identitario, pues la inmersión siempre es voluntaria- va más allá de la simple sustitución lingüística; pienso que deberíamos hablar de asimilación identitaria, ya que eso es lo que realmente pretende, y con un doble objetivo: el de crear votantes acríticos con el nacionalismo, y el de condenar a ser clases subalternas a los castellanohablantes sometidos a dicha sumersión. Del éxito o fracaso de la sumersión y su superación/supresión hablaremos más adelante.

Este artículo pretende, en principio, centrarse en desmontar el falso, falaz, artificial e imaginario “derecho a decidir” (DaD). Si nos centramos en sus tres palabras podemos afirmar que no forman una oración, es pues un sintagma nominal al que le falta un sujeto, un verbo y un complemento que nos explique sobre qué se quiere decidir. Es evidente que la frase: “El pueblo catalán tiene derecho a decidir su futuro” es una oración completa; igualmente vacía pero se vende como rosquillas porque suena muy bonito. Un meme, una idea simple, positiva, ¡chachi!

Pero dada mi incompetencia en gramática nos centraremos en lo que la idea pretende transmitir. Lo primero, dejar marcado a fuego que es un “derecho” porque sí; un derecho, además, previo a la ley, un derecho que está en el ADN de Cataluña, antes incluso de que Cataluña existiera. Algo así como el iusnaturalismo, como ya se sabe el derecho natural proviene de Dios o por ahí. Y los “españoles” (no catalanistas), que somos muy cazurros, solo atendemos al derecho positivo, ése del que nos dotamos los seres humanos. Y además pensamos, desde la Ilustración, que existe una jerarquía normativa.

Y como somos tan iuspositivistas, comprobamos que no hay ninguna ley escrita, constitución o declaración de la ONU donde se refleje tal derecho. Por lo tanto: no existe, no es un derecho. Aunque, admitámoslo, puede ser una reivindicación.

Pero aún así, debería definir más claramente en qué consiste esa reivindicación o supuesto “derecho”.

“Derecho a decidir” ¿qué?

Es evidente que, sin decirlo, de lo que hablan es de “decidir” la secesión. Porque no parecen interesados en que los catalanes decidamos sobre lenguas vehiculares en la enseñanza o sobre prioridades presupuestarias o sobre modelos de sanidad. No, no lo parece. Entonces, ¿por qué no piden, directamente, el “derecho de secesión”? Tampoco existe, pero al menos no confundiría ni llevaría a equívocos.

Precisamente, existe un interés en equipar el DaD con la democracia, como si constituyeran en sí el mismo concepto. Es evidente que la democracia es algo más que el acto de votar, al que siempre y continuamente alude el nacionalismo cuando se critica el DaD. La democracia, aparte de la voluntad de la mayoría, implica el respeto a las minorías, y también algo muy importante: el respeto a unas reglas de juego que la sociedad se ha autoimpuesto en forma de contrato social. No es posible someter a referéndum todo, y tampoco es legítimo consultar tan solo a una parte sobre cosas que afectan a todos. Alguien me dijo una vez que en democracia las formas son el fondo.

Derecho a decidir ¿Quién?

¿Se imaginan un referéndum para expulsar a una autonomía de España, por ejemplo a Extremadura o a Galicia, donde solo voten el resto de españoles? Y aunque votasen todos, no parecería muy democrático ¿verdad? En el fondo estamos hablando de lo mismo: de una secesión. Y eso es así, cuando hablamos de Cataluña, incluso aunque en Cataluña los independentistas fueran mayoría.

Así pues, el problema no es que ahora sean minoría: el problema es que una parte (nacionalistas) de la parte (Cataluña) quiere decidir por el todo –no por toda la parte (Cataluña) sino por el todo (España)–. Es evidente que con los medios de comunicación monolingües, la submersión en la enseñanza, el monolingüismo de la vía publica, de los servicios públicos, los hospitales y de todas las instituciones al servicio de la “construcción nacional”, y con unos cuantos años más, la sensación de diferencia con el resto de España podría llevar a esa mayoría ansiada.

Anna Gabriel (CUP), en la entrevista del El País de 15/04/2017, cuando le preguntan “¿De qué sirve hacer el referéndum si nadie lo reconoce?”, afirma “De mucho… y es una victoria: sitúa a Cataluña como sujeto político soberano”. Y tiene toda la razón: hacerlo es reconocer una soberanía diferenciada. Por eso es tan importante evitar un referéndum -el del 1 de octubre o cualquier otro-, tanto como revertir las políticas de asimilación identitarias.

Y, por otro lado, si el DaD ya no se basa ni en situaciones de opresión, ni en derechos históricos, sino tan solo en el deseo de una parte de una comunidad dada, no parece improbable que a tal derecho se puedan adherir entidades como la ciudad de Barcelona, o cualquier otro pueblo. En el más que improbable caso de realizarse dicho referéndum, las entidades de cualquier tipo –el distrito de Nou Barris, por ejemplo–, ¿podrían decidir por mayoría de votos mantenerse como parte de España?

Parece una reducción al absurdo, pero nada tan absurdo como el DaD. Si se acepta la premisa de que no se necesita otra justificación que la voluntad de una mayoría de una comunidad dada, habrá que aceptar la posibilidad aquí indicada, ya que lo que determina qué es una comunidad, es el propio DaD.

 Derecho a decidir ¿cómo? Y, ya puestos, ¿cuándo, y cuántas veces?

Hasta el momento las leyes de desconexión que está aprobando el Parlament de Catalunya se hacen gracias a una mayoría parlamentaria que no coincide con la mayoría electoral. Y ello es así gracias a la ley electoral que determina la composición del legislativo catalán, que no es otra que la española. La sobre-representación de las provincias de Lérida y Gerona y, sobre todo, la infra-representación de la de Barcelona, determinan la generación de una mayoría ficticia, pero que detenta todo el poder legal. Y otra cosa, además, es la extralimitación en las competencias que, como parlamento o gobierno autonómico, se están realizando.

Lo que parece claro es que el DaD es una estrategia coyuntural al servicio del nacional-catalanismo. Si en algún momento se realizara un referéndum que llevara a la secesión de Cataluña, ese supuesto “derecho” desaparecería en el acto, ya que no se permitiría que fuera invocado (lo que ahora reivindican como democrático dejaría de serlo) ni por parte de la población para revertir dicha separación, ni por partes del territorio (por ejemplo Barcelona, o el Valle de Arán) para reclamar la secesión del nuevo estado y/o su adscripción a España. Automáticamente, el acto se convertiría en el definitivo acto de autodeterminación del “milenario” pueblo catalán, y por tanto no habría lugar a repetir referéndums. La repetición de referéndums –ahí sí, los que sean necesarios– se acaba en el momento en que gana el “Sí”, y se llega al fin último y único del Procés: la secesión, lo que ellos llaman engañosamente en su terminología “la independencia”.

El DaD, la DUI (Declaración Unilateral de Independencia), el RUI (Referéndum Unilateral de Independencia) o, incluso, el Referéndum Pactado, son todo entelequias al servido de un proyecto profundamente antidemocrático y totalitario, y las llamadas a la democracia son una estafa al servicio de un proyecto identitario y –por tanto– supremacista.

El 12% de la población de Letonia y el 6% de Estonia son, ahora, apátridas; y resultaría paradójico, a toro pasado, el hecho de que muchos de ellos –es más que posible– participaran en su momento en sus respectivos referéndums de independencia. Con la distancia entre la situación entre Cataluña y la de las Repúblicas Bálticas, lo cierto es que el nacionalismo ha realizado una labor ingente para intentar atraer a sus postulados a la mayoría de la población castellanohablante. No parece haberlo conseguido, al menos globalmente, pero la adhesión a la idea del DaD como equivalente democrático sí parece lograda parcialmente. Porque para ellos es muy importante la celebración de un referéndum y que la participación supere el 50%, cosa que no lograron el 9N de 2014, donde sólo participó el 37% del censo.

Necesitan “noes” que legitimen la secesión.

Las autonómicas del 27S de 2015 fueron el momento de mayor apoyo electoral al independentismo, y un máximo histórico en torno al 36% del censo –algunas lecturas magnánimas lo acercarían al 40%–. Pero lo más llamativo es que los partidarios del soberanismo (DaD) no superaron el 44% del censo, muy lejos del 80% que ellos afirman que existe. Imagínense un referéndum con una participación del 51% del censo del que el 40% (supuesto) sería para el independentismo y un 11% para los contrarios. Eso, en términos electorales (votos válidos), es un 78,4% favorable a la secesión y un 21,5% contrario. Imagínense, la moto está vendida y con prácticamente la mitad de la población sin votar.

La aceptación “buenista” de cierta izquierda que plantea el referéndum como solución a la demanda del catalanismo, aderezada de razonamientos pseudo-democráticos (DaD), tan solo contribuye al enquistamiento del problema. Además de legitimar un inexistente derecho a la secesión y de contribuir a la misma, no ya con votos afirmativos, sino con los votos negativos de una izquierda ingenua contraria a la secesión pero dispuesta a entregarles sus noes legitimadores a quien precisamente no cree en la democracia ni en la igualdad entre ciudadanos.

Vicente Serrano

Presidente de Alternativa Ciudadana Progresista

Autor de “EL VALOR REAL DEL VOTO” Editorial El Viejo Topo. 2016

Publicado en Crónica Popular

1 comentario en «Desmontando el “derecho a decidir” (I).»

  1. Acertadas reflexiones

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