CATALUÑA, TIEMPO DE IDEAS

Ya está próximo el momento en que el Tribunal Supremo dicte la sentencia sobre los encausados por el procés. Sea la que sea ésta, sólo va a poder llevarnos a buen puerto si todos los actores políticos asumen la realidad de lo que ha pasado. Todo empezó con el referéndum del 1-O, que había sido declarado ilegal, pero que además era irreal, al menos por cuanto que sus convocantes pretendían que no fuese meramente consultivo, sino que tuviese la categoría de vinculante. Dejando a un lado el tema de la ilegalidad, lo menos que se puede exigir a la convocatoria de un referéndum que pretenda ser vinculante es que estén de acuerdo en su celebración todos los colectivos que después se van a ver afectados por su ejecución. Estos colectivos son todos los catalanes, independentistas o no, todos los españoles y todos los europeos de la Unión. Sobre los catalanes no independentistas las consecuencias hubiesen sido funestas de inmediato: verse de la noche a la mañana privados, contra su voluntad, de la nacionalidad española y de la ciudadanía europea de la Unión. Es evidente que los convocantes, al declarar unilateralmente la independencia aquel funesto 27-O, no se sintieron responsables de tales consecuencias.

Quizá aquí nos pueda iluminar un poco el Brexit inglés. Éste fue legal porque el artículo 50 de los tratados con la UE lo contempla. Entonces, ¿por qué nuestra Constitución no lo puede contemplar igualmente legal para cualquier región española? La diferencia es muy clara: en el caso inglés, la UE se encuentra como interlocutor para el proceso a un Estado soberano, Reino Unido, que se supone tiene todos los recursos legales y materiales para su ejecución. Mas, en el caso de Cataluña, para el gobierno español ¿cuál hubiese sido su interlocutor? ¿El gobierno de la Generalitat? Este gobierno puede representar a todos los catalanes en aquellos asuntos para los que esté facultado por la ley, nunca para cualquier otra cuestión sobre la que previamente no se hubiese consultado a la población. ¿Con qué recursos legales podía contar la Generalitat, con la Ley de Transitoriedad que se había aprobado días antes en el Parlament en ausencia de la oposición? Como bien ya se ha dicho, la declaración unilateral de independencia era poner al Estado español ante hechos consumados y no dejándole otra alternativa que acatar esa ley o ser considerado como un Estado represor.

Volviendo al Brexit inglés, lo que cada vez está más claro es la torpeza de sus promotores al no haberse dado cuenta de que, antes de la celebración del referéndum, tendrían que haber negociado con la UE las consecuencias de la separación. ¿Por qué no lo hicieron? Porque, de haberlo hecho, de haberles dicho a los ingleses la verdad, el resultado del referéndum hubiese sido muy otro. Fue la trampa del mentiroso, que se ha convertido en su primera víctima. Lo mismo hubiese ocurrido en el referéndum catalán, que obvió explicar con verdad a los ciudadanos la realidad que se les echaba encima, ocultándoselo tras una cortina de humo, la de verse Cataluña como un Estado independiente y soberano paseándose triunfal por los campos de Europa, también por los de España. Cataluña tendría todas las ventajas de que ahora disfruta, pero ya sin la servidumbre de tener que acatar las leyes comunes.

Se trata de un ventajismo como el que ya pretendió ejercer el lendakari Juan José Ibarretxe cuando un día presentó en el Parlamento de Madrid un plan para convertir al País Vasco, en lugar de una Autonomía dentro del Estado español, en un Estado Libre Asociado. La pirueta intelectual que este hombre pretendía dar era de vértigo, afectando a los cimientos de cualquier manera de pensar racional: que un Estado asociado pueda ser al mismo tiempo libre. Es decir, asociado para lo que le conviene, pero libre y soberano para interpretar a su sabor lo que no le va.

Los independentistas catalanes, con aquel funesto 27-O de 2017, pretendieron lo mismo que Ibarretxe, sólo que, en lugar de hacerlo como propuesta al Parlamento, lo pretendieron hacer imponiéndoselo al Gobierno a la brava como un hecho consumado. Afortunadamente la aplicación del 155 pudo cortar aquello de raíz dentro de la legalidad. El Tribunal Supremo está en vías de dar una sentencia sobre las responsabilidades penales que pudo haber en aquellas conductas, mientras que hoy los dirigentes independentistas y sus seguidores se están limitando a soltar bravatas para amedrentar a los jueces exigiéndoles como única sentencia aceptable la absolución. La absolución o después el indulto.

Hace veinticinco siglos, Sócrates propuso lo que se ha llamado el intelectualismo moral, que parte del supuesto de que el que obra mal no lo hace por maldad, sino por ignorancia. Consecuentemente, al delincuente no hay que llevarlo a la cárcel para castigarlo, sino a la escuela para que aprenda. Y lo primero que han de aprender estos catalanes es que su derecho a la independencia no se le niega ni se le puede negar nadie, pero sí el derecho a hacerlo a la brava como ya se ha dicho, sin responsabilidad alguna para con los intereses de todos los colectivos a los que va a afectar su ejecución.

Es como si su causa estuviese avalada por una superley, la del catalanismo más primitivo y salvaje, que anula el resto de las leyes y de los derechos de los catalanes no independentistas, del resto de los españoles y de todos los europeos de la Unión. La realidad es así de real y de cruda: la independencia de Cataluña no es imposible, pero no de una manera tan torpe e irresponsable, al menos mientras no se diesen unas condiciones de mala convivencia entre catalanes y no catalanes, que fuesen imposibles de gestionar de manera pacífica. Un ejemplo próximo lo tenemos en la antigua Yugoslavia en los años noventa del siglo pasado, con tres etnias religiosas que acabaron odiándose a muerte. No es esto lo que ocurre hoy en España entre las poblaciones, con una convivencia que se puede calificar de ejemplar. La única esperanza que le queda al independentismo es que, a fuerza de sembrar odio, consiga balcanizar España, y que este odio sea a muerte. Sería una vuelta a la Edad de Piedra, cosa que dudo mucho entre poblaciones en las que impera una creciente sensatez. (Segovia, 30 de agosto de 2019)

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