Con el fallecimiento de Julio Anguita, la izquierda española ha perdido al que fue uno de sus mayores referentes. Para muchos, el referente. Unánimes han sido los reconocimientos a su honestidad y coherencia, incluso entre quienes fueron sus adversarios. Y casi unánime, también, el elogio a su labor como alcalde de Córdoba, ciudad a la que siempre quedará unida su figura. Pero, a partir de ahí, la valoración de su legado político suscita opiniones encontradas: tantas, como suscitó en vida.
Como Coordinador General de Izquierda Unida y Secretario General del PCE, inauguró una etapa de grandes esperanzas para la izquierda, pero también de grandes enfrentamientos y disensiones. Esperanzas que surgían de un desencanto previo: el de la desilusión que, para muchas personas de izquierdas, representaron las políticas del PSOE cuando este partido llegó por fin al poder. La OTAN, las (contra)reformas laborales, la reconversión industrial, el frenazo a la reforma agraria en Extremadura y Andalucía, las primeras privatizaciones de empresas públicas, los retrocesos en progresividad fiscal, el inicio de la burbuja inmobiliaria, la cultura del pelotazo… provocaron un enfrentamiento generalizado en todos los frentes entre los gobiernos de Felipe González y el conjunto de la izquierda social. Y en gran parte de ese descontento social nació Izquierda Unida en 1986.
Electoralmente, Anguita logró para Izquierda Unida recuperar el espacio catastróficamente perdido por Carrillo para el PCE, y en algún momento incluso mejorarlo. Sin embargo, las virulentas disensiones internas dentro de la organización, y el feroz acoso externo desde algunos importantes medios de comunicación como El País –desde donde se acuñó la teoría de “la pinza”, de una extraordinaria eficacia mediática–, frenaron drásticamente su crecimiento y originaron en su seno una gran inestabilidad; inestabilidad que no cesó cuando Julio Anguita dejó por motivos de salud sus cargos, sino que en los años sucesivos no hizo sino aumentar.
A Anguita se le acusó de dividir a la izquierda. Y, frente a eso, su respuesta fue siempre la misma: que la izquierda no se define por las siglas, sino por los programas. Programa, programa, programa. Su negativa a un pacto global con el PSOE en las municipales de 1995 impidió que el comunista Antonio Romero fuese alcalde de Málaga, y otorgó el control de muchas importantes capitales españolas al PP. Dos años antes, sin embargo, Anguita había ofrecido al PSOE la formación de un Gobierno de izquierdas, tras las generales de 1993, y fue entonces la negativa de Felipe González la que frustró la posibilidad de dicho acuerdo; en lugar de ello, González corrió a echarse sin dudarlo en los brazos de Jordi Pujol, inaugurando una larga etapa de concesiones desaforadas a los nacionalistas por parte de todos los Gobiernos de España que acabó conduciendo, a la postre, al estallido del Procés.
Para quienes tuvimos la suerte de vivirlos en directo, los mítines de Anguita eran clases magistrales, en el mejor sentido de la expresión. Clases impartidas por un inmejorable profesor. Claro, didáctico, documentado, con una magnífica oratoria que estaba al servicio del mensaje, y no al del vacío lucimiento del orador, como ocurría con Felipe. En los mítines de ICV –organización “hermana” de IU hasta la ruptura entre ambas en 1997–, o en la fiesta Treball del PSUC, los asistentes esperaban su intervención con impaciencia, le aplaudían con entusiasmo, y se daban la vuelta y se iban cuando Julio terminaba y le llegaba el turno de hablar a Rafael Ribó. El mismo Rafael Ribó que decidió liquidar al PSUC y que ahora, como agradecido Síndic de Greuges¸ se dedica a cepillar las espaldas de Torra o de Puigdemont.
Desde Alternativa Ciudadana Progresista, consideramos que Anguita cometió errores. Todos los cometemos. El más grave, posiblemente, confiar para su sucesión en Gaspar Llamazares y no en el veterano Paco Frutos, que era la opción del PCE; un Gaspar Llamazares que a punto estuvo de hundir a Izquierda Unida por completo, dejándola al borde de la desaparición. Posteriormente, Anguita siguió equivocándose en su elección de amigos con vocación de sucesores, rozando, con ello, en algunos momentos casi casi la deslealtad: como cuando decidió jalear en público al joven lobo Pablo Iglesias, rival confeso de Izquierda Unida y avanzado alumno de Juego de Tronos, mientras un honesto y capaz Cayo Lara se esforzaba en reconstruir y revitalizar a la organización. Acertó, en cambio, cuando dijo que construir Europa tan sólo sobre una moneda, y no sobre la cohesión social, no traería más que sufrimiento a las clases populares; la crisis de 2008 y las políticas welfaricidas que nos impuso entonces la UE, como la actual crisis de solidaridad europea en torno al Coronavirus, han acabado dándole la razón, aunque en su momento muchos, incluso entre sus propias filas, le crucificaran por atreverse a decir la verdad.
Con respecto a Cataluña también cometió errores, que desde ACP criticamos con severidad. Uno, muy importante, fue permitir en 1997 que la nueva Esquerra Unida i Alternativa reprodujese, en sus relaciones con IU, el mismo esquema desequilibradamente confederal que había tenido con la antigua Iniciativa-Verds. Ello acabó conduciendo a las repetidas puñaladas por la espalda del cínico tránsfuga J. J. Nuet, actualmente diputado por ERC –ERC sí paga a traidores– aunque siga mangoneando, por interpuestos, en Catalunya en Comú. Quienes en su momento trataron de defender otro tipo de relación entre IU y EUiA –la Corriente Federal, en la que participaron, participamos, activamente, varios de los miembros actuales de ACP– fueron marginados o ninguneados en la organización. Y otro, más profundo todavía pero quizá más difícil de evitar, fue el no saber liberarse de los viejos dogmas de la izquierda española sobre el derecho de autodeterminación, que han llevado a las falsas equidistancias y disparates de ICV–EUiA y los actuales Comunes con relación al Procés. Todavía en los últimos tiempos, Anguita siguió defendiendo en público el viejo mantra de que un referéndum vinculante sería la mejor solución para Cataluña; aunque eso no le impidió, al mismo tiempo, criticar a los líderes procesistas con considerable mayor dureza de lo que hacían otras muchas voces dentro de su organización. Y también recordaremos que fue el primero en decir que la derecha nacionalista catalana era la peor derecha de España, cosa por la cual también se le arrojaron al cuello muchos de los que se suponían que estaban con él.
Pero a pesar de sus errores, y más allá de sus aciertos, Julio Anguita fue una figura irrepetible. Ojalá hubiésemos podido verle convertido en el primer presidente de la III República.
Ha sido, quizá, el último gran político que ha habido en la izquierda española. Por su coherencia, por su valentía, por su honestidad, y por su capacidad de unir teoría y práctica, o de llevar a la práctica la teoría. Por comparación, todos los Iglesias, Monteros, Colaus, Pisarellos y Asens se nos asemejan una comandita de monigotes. D’homes –i dones– dibuixats, como decía Jaume Sisa.
Ah, y el último de sus errores: decir que los líderes no eran importantes, porque lo importante era el proyecto y la organización. Él demostró que los líderes importan. Y tardará mucho en aparecer otro líder como él.
Junta directiva de Alternativa Ciudadana Progresista.
Barcelona, 22 de mayo de 2020
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