Las recientes elecciones autonómicas celebradas en Cataluña han puesto en evidencia muchas cosas. La mayoría, ya sabidas, pues desde que el “astuto” Artur Mas decidió hacerse el harakiri (aunque él pensó que se ungía como nuevo señor carolingio de la Marca Hispánica) entregándose a los demonios del etnicismo supremacista siempre latente, y ahora destapado y sin complejos, de una gran parte de los habitantes de Cataluña, ésta parece vivir en un perenne día de la marmota. De modo que el 15 de febrero nos hemos encontrado con más de lo mismo que ya teníamos el 14, sólo que con algunas caras cambiadas.
Así, pues, no hablaré de las sabidas (ésas que, de tan sabidas, han acabado aburriendo a la mitad del electorado hasta el punto de inducirlo a la abstención). Pero hay al menos una cuestión que, sin ser nueva, pues se remonta al momento mismo en que Jordi Pujol inició su cruzada nacional gracias al apoyo de la Esquerra Republicana residual de Heribert Barrera (aquel xenófobo de manual) y de la burguesía catalana, temerosa (como siempre, es decir, antes, durante y después del “reinado” de Franco) del coco “social-comunista”, cuestión que sin ser nueva, digo, sí que parece poco sabida o habitualmente ignorada. Y es la siguiente:
Sólo se juntan entre sí los que quieren separarse del resto
Los mal llamados independentistas (mal llamados así porque actualmente no dependen de ningún poder colonial, por más que así lo digan) y con más propiedad llamados secesionistas (porque lo que quieren es quedarse en exclusiva con un trozo del país del que ellos y sus antepasados forman parte desde hace siglos) han hecho suyo un viejo lema (no sé si se remonta a algún discurso de Maquiavelo o a algún autor de la antigua ―y por Maquiavelo admirada― Roma): “los enemigos de mis enemigos son mis amigos”.
En efecto, para ellos, la cruzada contra el catalán “infiel” es lo primero (por no decir lo único) que cuenta. Por eso, y por mucho que desconfíen unos de otros, tienen como regla de oro considerar amigo (estratégico, táctico o “que pasaba por ahí”) a todo enemigo de la permanencia en el marco jurídico de la Constitución española (sea la del 78 o la que pueda algún día sucederla). Son, pues, todos ellos “amigos irreconciliables” (entre sus “virtudes” está la de ser inmunes al chirrido mental que en otros provoca un oxímoron).
En cambio, los “infieles” a quienes aquellos se enfrentan, celosos de sus diferencias políticas, de la heterogeneidad o incompatibilidad de sus respectivos programas, parecen totalmente incapaces de encontrar un común denominador bajo el que unirse, siquiera provisionalmente. Y no será porque la historia no brinde ejemplos señeros de tal capacidad. Churchill, Stalin y Mao, sin ir más lejos: el primero, paradigma del anticomunismo, apoyando el envío masivo de ayuda militar a la URSS bajo el lema: “si Hitler invade el infierno, no queda otra que aliarse con el diablo”; el segundo, disolviendo la Tercera Internacional como garantía de que los partidos comunistas no actuarían como agentes soviéticos en los países capitalistas aliados; el tercero, pactando con su archienemigo Chiang kai-shek para luchar juntos contra los invasores japoneses.
Virtud y defecto de la “político-diversidad”
Claro que esa resistencia a dejar a un lado las diferencias para crear o reforzar coincidencias demuestra mayor honestidad política, y más coherencia con las propias ideas, que el reduccionismo monocorde de los “programas” secesionistas, en que todo se reduce a llegar a la tierra prometida, donde manará a chorros la leche y la miel y todo serán “flors i violes” (algo para lo cual vienen entrenándose desde hace años, pues “pasan” todo lo que pueden de esforzarse en las ingratas tareas que exige una administración pública minuciosa y eficaz, pendientes como están de la “parusía” final en que, como profetizó el muy peculiar filósofo de la primera mitad del siglo XX Francesc Pujols, “los catalanes iremos por el mundo con todos los gastos pagados”).
Esa especie de “ética protestante”, incompatible con el “viva la virgen” (de Montserrat, por supuesto) al que parecen abonados los chicos y chicas del lazo amarillo, hace virtualmente (no sé si virtuosamente) imposible un pacto constitucionalista en Cataluña. Porque los hipotéticos firmantes de ese pacto quieren gobernar, cada uno a su manera, y no están dispuestos a renunciar, ni siquiera provisionalmente, de cara a una simple investidura, a esas diferentes maneras de gobernar. Lo malo es que esa virtuosa fidelidad a las propias ideas oscila demasiado a menudo entre el cainismo y el puro y simple cerrilismo.
Y cuidado: no es sólo ni principalmente cosa de las cúpulas partidarias. No es verdad que si PSC y Ciudadanos, por citar dos partidos cuyas diferencias mutuas son comparativamente menores que las existentes entre otros, hubiesen suscrito un acuerdo preelectoral de mínimos, como por ejemplo el simple compromiso de apoyar la investidura del candidato respectivo más votado (y nada más), no es verdad, repito, que eso hubiera dado más votos a ambos: con toda probabilidad la suma habría sido algebraica, con pérdida de votos para los dos.
Si eso ocurrió cuando Izquierda Unida y Podemos, probablemente los partidos con más afinidad mutua de todo el espectro, presentaron candidatura conjunta a las elecciones generales repetidas después de fracasar el primer intento de investidura de Pedro Sánchez tras las elecciones de diciembre de 2015 (juntos obtuvieron aproximadamente un millón de votos menos que la suma de ambos cuando se presentaron por separado), fácil es suponer lo que ocurriría en caso de pactos preelectorales entre fuerzas más heterogéneas. (Aunque, en el caso de IU y Podemos, algo tendrían que ver también las “memorables” ―aunque hoy nadie las recuerda― declaraciones de Pablo Iglesias júnior poniendo a caer de un burro a los comunistas y su simbología).
Intolerancia de base
No es, pues, fundamentalmente un problema de dirigentes ególatras o sectarios (aunque en parte y en algunos casos, como el recién citado, también), sino de falta de cultura democrática en la mayoría del cuerpo electoral. Porque no es que el elector que abomina de esos pactos conozca, siquiera superficialmente, los programas de unos y otros (la prueba de que la ignorancia general al respecto es masiva la brindan continuamente las encuestas y estudios de opinión). No, la inmensa mayoría rechaza instintivamente los pactos porque tiene una concepción primitiva, cuasi tribal, de la confrontación política, en que todo adversario (o simple discrepante) es considerado enemigo mortal, por lo que sólo cabe, como leales legionarios, “vencer o morir” (razón por la cual la gran mayoría no paramos de “morirnos” políticamente elección tras elección).
Claro que los campeones de esa concepción (pseudo)política son precisamente los queridos (al menos por Pablo Iglesias) secesionistas. Entonces ¿a qué se debe su éxito en coaligarse? Ya lo hemos dicho: a la reducción práctica de sus programas a un solo punto (resumible, como diría Jesulín de Ubrique, en tres palabras: “In-, inde-, independencia”). Así, cualquiera.
Pero toda esta reflexión depende de un concepto clave: el concepto de “enemigo”. Y lo primero que hay que hacer al respecto es aplicar la navaja de Ockham y procurar no multiplicar los enemigos sin necesidad. No todo conflicto ni toda divergencia de intereses equivale a una oposición frontal cuyos polos deban considerarse entre sí absolutamente irreconciliables. Incluso cabe la posibilidad de una cierta asimetría en esa relación, de manera que uno no considere enemigo a quien sí lo considera a él como tal. Si se aplicara esta cautela a la vida política, probablemente ganaría ésta en serenidad y utilidad para todos.
Adversarios y enemigos
Ahora bien, tampoco hay que negarse a reconocer que existen situaciones límite en que los defensores de ciertos intereses se convierten realmente en enemigos para otras personas. En ese caso no hay más remedio, para estas últimas, que defenderse con la energía necesaria. Y el llamado “procés” secesionista es, por la actitud de una gran parte, seguramente mayoritaria, de sus seguidores, un auténtico “casus belli”.
Es precisamente en estos casos extremos cuando todos aquellos que se ven amenazados por personas o grupos que se declaran enemigos suyos y obran como tales, si son consecuentes, deben concertar sus acciones en la medida necesaria para conjurar la común amenaza a la que se enfrentan. Sin que ello implique renunciar a perseguir los objetivos propios de cada uno al margen del conflicto en cuestión. Eso es lo que los secesionistas han demostrado ser capaces de hacer (aunque al precio de simplificar al máximo sus respectivos proyectos políticos, precio que tarde o temprano acabarán pagando).
Pero existe un riesgo simétrico al que se corre cuando no se reconoce la necesidad de acciones mancomunadas frente a un auténtico enemigo común. Y no es otro que el de atribuir validez universal sin excepciones a la mencionada máxima “los enemigos de mis enemigos son mis amigos”. Tal es el riesgo que corren fuerzas políticas como UP al considerar que los secesionistas catalanes, como enemigos declarados del orden constitucional vigente, son automáticamente amigos suyos. Porque ciertamente no pongo en duda que UP también tiene el propósito declarado de romper el orden constitucional vigente para sustituirlo por una especie de pacto confederal entre los componentes de la presunta pluralidad nacional presuntamente existente en la (según ellos) “presunta” nación española.
Lo que no sólo pongo en duda, sino que tengo la certeza de que no será así, es lo siguiente: que de la ruptura del orden constitucional actual con la colaboración, por un lado, de sujetos activos como los creyentes en el fantasma de Waterloo, los petits bourgeois airados de Junqueras o los no menos airados pirómanos CDR/CUP, y con el peso muerto, por otro lado, de una gran masa de sujetos pasivos (que se dividen a su vez entre los que no piensan sino en darse la gran vida pasando de todo y los que a duras penas pueden pensar en otra cosa que no sea sobrevivir en medio de una precariedad angustiosamente creciente), de todo eso dudo, o más bien niego, que pueda surgir algo remotamente parecido a un nuevo orden constitucional más escorado a la izquierda que el que tenemos.
Porque en política es bueno a veces simplificar, pero siempre es malo caer en el simplismo. Los ejes a lo largo de los cuales se oponen los distintos intereses humanos son múltiples y suelen estar complejamente entrelazados. De modo que no siempre los enemigos de mis enemigos son mis amigos (ni, por supuesto, amigos y enemigos lo son todos en todo y para siempre). Aquí, como en todo lo que tiene que ver con la acción humana, sustituir el análisis concreto por leyes generales es garantía de fracaso.
La izquierda huérfana
Y, hablando de fracasos, haría bien la izquierda en no regodearse demasiado ante el fracaso de Ciudadanos y PP en las últimas elecciones autonómicas de Cataluña. Porque fracaso es, y de graves consecuencias, no haber sido capaces hasta ahora de dar expresión política organizada a un sector no pequeño de la población catalana harto de que la cruda problemática social quede eclipsada por el falso problema nacional; de que las desigualdades de renta, la precariedad laboral, las dificultades de acceso a la vivienda, etc. pasen a un segundo plano ante la obsesión identitaria de gentes que dicen sentirse oprimidas en chalés con piscina porque un camarero les responde en otra lengua oficial distinta de la suya al pedirle un Martini con poco hielo, sacudido pero no agitado; harto, en fin, de que las propuestas estrella de quienes dicen representar a la verdadera izquierda de Cataluña se cifren en la reivindicación de una constitución y una hacienda catalanas, al tiempo que siguen defendiendo tenazmente la mal llamada “inmersión lingüística” en la escuela (mal llamada así porque sólo se “sumerge” a los niños de una de las lenguas maternas oficiales, mientras que los de la otra simplemente “flotan”).
Pero esto ya sería tema para otro artículo, que podría tal vez titularse “Cuando la sal se vuelve sosa…”