Artículo de Juan Antonio Rodríguez. Miembro de la Junta Directiva de ACP.
Puede decirse que las pensiones públicas, a pesar de las agresiones a las que sistemáticamente se están viendo sometidas por los gobiernos de turno, por los agentes sociales y lógicamente por los sectores empresariales están sobreviviendo.
Son muchas las cuestiones y de muy distinta índole sobre las que se ha discutido y polemizado a lo largo de muchos años, en relación a la financiación de la Seguridad Social y la sostenibilidad de las pensiones.
Pero es digno de resaltar la temeridad que supuso la desvinculación de la financiación de la Seguridad Social (y pensiones) de los Presupuestos Generales del Estado (PGE) en los Pactos de Toledo de 1995, ya que no tenían en cuenta (o quizá, alguno sí), y ya podían entreverse los efectos negativos que la evolución del modo de producción estaba teniendo en los niveles de empleo. También, relacionar todo esto con “el crecimiento”, fundamento y razón de ser del modo de producción capitalista.
Hasta la década de los 80, por poner fecha, y a pesar de la desindustrialización, entonces llamada cínica y eufemísticamente “reconversión industrial”, las inversiones que se hacían, todavía cumplían con la teoría económica de que, a mayor inversión, mayor empleo. El crecimiento de la producción (y de las rentas del capital) llevaba aparejado un aumento en la compra de bienes productivos y el aumento del empleo, tanto para aumentar esa producción como para la fabricación de más bienes productivos. El aumento del empleo y también las mejoras de las condiciones de trabajo contribuyeron al incremento de las rentas del trabajo. Estos aumentos podrían servir para mejorar la financiación de la Seguridad Social.
Sin embargo, a partir de los ochenta, los incrementos de inversión se han destinado, por una parte, y cada vez más, a inversiones especulativas. Y por otra, consecuencia de las evoluciones y revoluciones tecnológicas, han provocado que las inversiones productivas supongan la paulatina sustitución de tareas realizadas por trabajadores.
Es decir, paradójicamente, “el crecimiento” provoca disminución de empleo. Para aumentar la producción y las rentas del capital, ya no es necesario generar más empleo sino sustituirlo en términos absolutos y relativos, provocando una disminución de las rentas del trabajo globales y que, a pesar de la creación de otros puestos de trabajo nuevos y especializados y de nuevos servicios, éstos no pueden compensar la disminución del empleo global, máxime, cuando el incremento de productividad redunda fundamentalmente en las rentas del capital y no en disminuir el tiempo de trabajo o aumentar sus rentas.
Aunque en aquella época no se podían prever los efectos más recientes de la globalización y las deslocalizaciones de la producción, son cambios que también han contribuido al empeoramiento del empleo y de las condiciones laborales.
El dejar que se financien las pensiones mediante las aportaciones de las cuotas (según el empleo o rentas del trabajo) de empresarios y trabajadores, no era un cambio inocente, suponía una carga de profundidad al sistema que, solo por la inercia del desarrollo del modo de producción y la previsible disminución del empleo, debía haber generado un colapso del sistema de financiación de la Seguridad Social. No ha sido así. ¿Qué ha fallado?
En las previsiones económicas es difícil tener en cuenta todas las variables y su intensidad. Cabe preguntarse si ese 20% aproximado de migrantes recientes y sus descendientes, ciudadanos venidos de otros lugares, sus lares, rechazados por algunos, no deseados por muchos y no planificado por nadie, que sí han generado nuevas necesidades, son los que están posibilitado el “milagro”.
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