Artículo de nuestro compañero Jordi Cuevas. Publicado también en “El Papel” de El Jacobino el 24/10/2022.
El pasado domingo 18 de septiembre miles de personas nos manifestamos en Barcelona en defensa de la covehicularidad de la lengua española –junto a la catalana– en las escuelas de Cataluña, y en defensa de la aplicación de las resoluciones judiciales emitidas al respecto tanto por el Tribunal Supremo como por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. La manifestación había sido convocada por la plataforma transversal Escuela de Todos / Escola de Tothom, formada por 15 entidades sociales de diversa o ninguna orientación política, pero inmediatamente fue calificada por buena parte de la prensa española y catalana –y por la práctica totalidad de los corifeos del nacionalsecesionismo que pululan por las redes sociales– como una manifestación “de partidos de extrema derecha”.
Son muchas las razones por las que cabe denunciar la situación actual de exclusión en que se encuentra la lengua española en las escuelas catalanas: dicha exclusión es inconstitucional, causa perjuicios pedagógicos al alumnado catalán (tanto al castellanohablante como al catalanohablante), y ha sido motivo de un auténtico calvario –con situaciones de grave acoso social y mediático incluidas– para aquellas familias que han tenido la osadía de atreverse a reclamar, ante los tribunales, el legítimo derecho de sus hijos y sus hijas a poder estudiar por lo menos alguna asignatura en español en sus escuelas.
Pero lo que me mueve a redactar las presentes líneas es el exponer las razones por las que, desde las diversas entidades y partidos de izquierdas que participamos en la manifestación del pasado 18 de septiembre en Barcelona (como Alternativa Ciudadana Progresista, Alianza de la Izquierda Republicana de España, Asamblea Social de la Izquierda de Cataluña o el Partido Feminista de España), consideramos que la reivindicación de una escuela bilingüe debe ser, también, una reivindicación de la izquierda.
Y me mueve, sobre todo, exponer por qué algunas personas de izquierdas consideramos que ha sido un gravísimo error de la izquierda (de la izquierda catalana y, por extensión, de la mayoría de la izquierda española) el dejar que la defensa del bilingüismo se la haya apropiado en exclusiva la derecha españolista. Y no ya la derecha, sino, muchas veces, la derechona más rancia y reaccionaria.
Espero que el lector comprensivo me disculpe por comenzar mi exposición con un vehemente exabrupto. Pero es que algunos ya estamos hasta las mismísimas narices de que nos llamen “fachas” por defender cosas tan evidentes y tan de sentido común como que en Cataluña tenemos dos lenguas oficiales y que ambas deberían poder ser utilizadas con normalidad en cualquier ámbito de la vida pública. Y que ello significa, entre otras cosas, que las escuelas deberían poder utilizar ambas lenguas como lenguas vehiculares en la enseñanza, y no sólo una de ellas, con exclusión de la otra, como pasa en la actualidad.
Porque en Cataluña, si alguien se atreve a decir cosas tales como que la escuela debería ser bilingüe –o que las Universidades catalanas deberían contar, también, con impresos de matriculación en español, o que los carteles informativos del Ayuntamiento o de los centros sanitarios deberían estar redactados, al menos, en catalán y en castellano para que los pueda entender todo el mundo, o cualquier afirmación en un sentido parecido– es automática e inapelablemente calificado como facha. Y da igual que se trate de alguien que lleve años y años afiliado a un sindicato de clase, o que haya ido de piquete en todas las huelgas habidas y por haber, o que lleve votando a partidos de izquierdas desde que cumplió la mayoría de edad, o que acuda a todas las manifestaciones del uno de mayo y del ocho de marzo y del catorce de abril, o que sea el primero en ir a aplaudir entusiasmado a las carrozas arcoíris el día del Orgullo LGTBI. Da lo mismo. Quien defienda el bilingüismo, es que tiene que ser un facha.
Aunque, a decir verdad, eso no pasa tan sólo con el tema del bilingüismo. Lo mismo ocurre con quien se atreve a opinar cosas tales como que es legítimo defender públicamente cualquier idea pero que no lo es, en cambio, violar las leyes aprobadas por un Parlamento democrático, ni saltarse la Constitución para convocar referéndums ilegales a los que se pretende otorgar la condición de vinculantes, ni quemar contáiners por las calles de Barcelona cuando una resolución judicial no nos gusta. Todo ello son, obvia y claramente, ideas de fachas.
Porque en Cataluña, sólo tienes derecho a que te consideren “progre” y “de izquierdas” si piensas y dices lo que los nacionalistas te dan permiso para decir o pensar. Y eso, aunque a ti el cuerpo te esté diciendo que los despropósitos que defiende el nacionalismo son, en puridad, lo más facha y lo más carca del mundo, y que, en cualquier país civilizado de Europa, a los que dicen las barbaridades que dicen aquí los Puigdemont o los Torra los considerarían, sin dudarlo un momento, como de extrema derecha.
Y hay que decir que hoy, en Cataluña, es realmente desesperante tratar de militar en un partido o en un sindicato de izquierdas si no se comulga con todos los dogmas y los mantras habituales del nacionalismo. Como, por ejemplo, con el dogma de que la inmersión lingüística es un sistema de éxito que garantiza la cohesión social en Cataluña. Porque, como digas que no te lo crees, automáticamente te estigmatizan y te condenan al ostracismo. Y, por supuesto, te califican de facha.
Si se me permite hacer un poco de historia personal, me gustaría contar que yo milito en organizaciones de izquierdas más o menos desde los veinte años, cuando me afilié al antiguo PSUC.
A mi pareja la conocí en la Universidad, haciendo activismo estudiantil de izquierdas. Y, ya en aquella época, ella era la única que se atrevía a sugerirles, a los compañeros de la asociación en la que ambos militábamos, que algunos de nuestros carteles a lo mejor podríamos redactarlos también en castellano para que llegasen a más gente y nadie se sintiese excluido, y no todos sólo en catalán, tal como hacíamos porque eso era lo que tocaba. Ante lo cual, como ya alguno se estará imaginando, el resto de los compañeros lo único que acertaban a contestarle era “no, home, no, això no ho podem fer. Hem de defensar el català”. Y con eso ya quedaban todas las explicaciones dadas.
Por aquella misma época, en cambio, los estudiantes de una asociación estudiantil de derechas que estaba vinculada a las “Nuevas Generaciones” del PP (por aquel entonces todavía Alianza Popular), habían colgado en alguna ocasión, en el vestíbulo de la Facultad, una pancarta muy original y que a mí me hacía mucha gracia. En ella se veía el dibujo de un chico y una chica dándose un espectacular beso de tornillo, y junto al mismo habían hecho constar el lema: “Une tus dos lenguas”. Idea que a mí siempre me pareció una ocurrencia maravillosa y con la que, en el fondo, yo también estaba de acuerdo, aunque no me atreviese a decirlo. Y aunque aquello lo dijesen desde un partido que defendía una visión del mundo totalmente opuesta a la mía en temas tan diversos como los derechos reproductivos de la mujer, los derechos civiles del colectivo LGTBI, la protección del medio ambiente o –por supuesto– los derechos sociales y económicos de las clases trabajadoras. Porque está claro que el PP, entonces como ahora, era y sigue siendo la derecha pura y dura.
Pero, al margen de batallas personales, lo que me gustaría plantear aquí es el meollo de la cuestión, es decir: ¿Por qué la izquierda ha asumido tan acríticamente el dogma de la inmersión lingüística? Y ¿por qué tiene que ser “de derechas” el defender el derecho de la ciudadanía a poder utilizar también, en todos los ámbitos, la lengua española, siendo como es el español lengua oficial junto al catalán, y siendo, además, la lengua socialmente mayoritaria en Cataluña?
Y la respuesta que se nos da, desde la mayoría de los partidos de la izquierda, viene a ser más o menos siempre la misma. Esto es: que la inmersión fue una conquista de la izquierda, que la derecha nacionalista no la quería, y que salió de la iniciativa de un grupo de padres y madres castellanohablantes, de izquierdas y de clase obrera, que querían que sus hijos e hijas se educasen en catalán para no sentirse discriminados frente a la burguesía y para tener más posibilidades de progresar socialmente gracias al dominio del catalán, que para eso era la lengua propia de Cataluña. Y a eso se le llamó la teoría del “ascensor social”.
Y esto, claro está, es una mentira de las de la peor clase: la clase de mentiras que se hacen pasar por verdades a base de tergiversar la verdad y de utilizar las verdades a medias.
Porque sí es cierto que Convergència i Unió, en un primer momento (allá por el año 77 o 79), defendía en su propaganda electoral un modelo educativo basado en el uso vehicular de la lengua materna, para lo cual, incluso, invocaban las recomendaciones de la UNESCO que ahora tan olímpicamente ignoran.
Pero ello lo hacían de una manera absolutamente tramposa, pues lo que realmente pretendían era consolidar en Cataluña un modelo educativo socialmente dual en el que los hijos de las clases medias y altas –mayoritariamente catalanohablantes– pudiesen formarse en escuelas de alto nivel que utilizarían el catalán como lengua vehicular, mientras que, a los hijos e hijas de las clases trabajadoras urbanas –mayoritariamente castellanohablantes–, pensaban confinarlos en una especie de escuelas-gueto castellanohablantes cuya función fuese, fundamentalmente, la de asegurar la reposición de la mano de obra poco cualificada para las empresas catalanas; empresas –obviamente– de las que los propios dirigentes de Convergència i Unió eran propietarios y gerentes.
Y lo cierto es que –como ya veremos– la derecha nacionalista catalana ha acabado consiguiendo exactamente esos objetivos, aunque, paradójicamente, los haya alcanzado mediante la táctica inversa.
Frente a ese objetivo de la derecha conservadora nacionalista, la izquierda reclamaba –y con razón– una escuela pública y de calidad en la que se formasen conjuntamente niños y niñas de todas las clases sociales, sin separarlos ni por lengua ni por nivel de renta. Y esa reclamación, y la filosofía que la acompañaba, siguen siendo válidas en la actualidad. Pero a aquella escuela “pública y de calidad” que la izquierda reclamaba, la misma izquierda le añadió un adjetivo que, a mi entender, acabó resultando nefasto: el adjetivo catalana. Y por ello el eslogan que entonces se acuñó, y que hoy se sigue machaconamente repitiendo, fue el de “una escola pública, catalana i de qualitat”.
Y no se me entienda mal. Los objetivos que se encomendaba a aquella “escola pública, catalana i de qualitat” que reivindicaba la izquierda eran no sólo legítimos sino, en nuestra modesta opinión, plenamente acertados.
El objetivo de que todos los niños y niñas de Cataluña, al acabar sus estudios, dominasen perfectamente la lengua catalana era importante por dos motivos: en primer lugar, como ya se ha dicho, para favorecer las posibilidades de ascenso social de los niños y niñas de clase obrera. Pero también –y esto era fundamental en la estrategia política de la izquierda de ese momento– para conseguir que todo el conjunto de las clases populares y trabajadoras, en Cataluña, se sintiesen parte de “un sol poble”, tuviesen la lengua que tuvieran.
El lema, en aquella época, fue “que no nos dividan por la lengua”. Porque, ya entonces, eso era precisamente lo que se intuía que pretendía hacer la derecha; la derecha nacionalcatalanista, y en general todas las derechas. La izquierda, frente a ello, lo que pretendía era conseguir la unidad de todas las clases trabajadoras de Cataluña en un mismo proyecto emancipador y de progreso: un proyecto que, en aquel momento, la izquierda catalana se creía en condiciones de poder liderar políticamente, dada la situación de relativa hegemonía cultural que la izquierda –y sobre todo el PSUC– había llegado a conseguir entre amplios sectores sociales durante la Transición y los últimos años del franquismo.
(Sin embargo, lo que nunca le dijo nadie a aquellos padres y madres que fueron los primeros en pedir una educación en catalán para sus hijos es que aquella tan deseada “escola pública, catalana i de qualitat” iba a construirse sobre la base de la exclusión y la proscripción de la lengua española; que el español iba a quedar reducido a la condición de “lengua impropia”, y que iba a ser tratado en la escuela como si fuese una mera “lengua extranjera”, con menos horas de clase, incluso, que las que se asignan al inglés. Y a aquellos padres y madres nadie les dijo aquello porque, seguramente, en aquel momento nadie, o casi nadie, tenía esa idea en la cabeza. Nadie, por lo menos, entre las bases de la izquierda.)
Pero, en cualquier caso, los sueños de hegemonía política de la izquierda catalana se desvanecieron a partir de las primeras elecciones autonómicas catalanas de 1980, en las que el banquero Jordi Pujol salió elegido presidente de la Generalitat de Catalunya con el paradójicamente coincidente apoyo de la Unión de Centro Democrático de Adolfo Suárez y de Esquerra Republicana de Catalunya, que ya por entonces demostraba ser mucho más nacionalista que de izquierdas.
Y lo que pasó a partir de entonces fue que, aquel proyecto de “escola catalana” que con tanto empeño había defendido la izquierda, quien acabó poniéndolo en práctica –pero a su manera y con su propia filosofía– fue la derechona nacionalista de CiU. La cual, desde luego, no tenía ningún interés en crear ninguna escuela “pública y de calidad”, sino más bien en poner el sistema educativo catalán al servicio del proyecto nacionalista de la “construcció nacional de Catalunya”, tal como lo expresó Jordi Pujol en su Programa 2000: es decir, el proyecto de adoctrinar políticamente a los niños catalanes en la idea no ya de ser un solo pueblo, como pretendía la izquierda, sino en la de ser un pueblo diferente al del resto de España. “Una llengua, una nació”: esa fue la consigna que se impartió, a partir de ese momento, desde la escuela pública en Cataluña.
Y esto, desde luego, muy de izquierdas no es, sino que es de derechas y muy de derechas. Porque se trata de una estrategia en la que, en realidad, lo que se busca es romper la unidad de la clase obrera, haciendo que los trabajadores antepongan unos supuestos “derechos nacionales”, etéreos e intangibles, a lo que son sus auténticos derechos e intereses de clase: justo lo contrario de lo que se supone que pretendía el PSUC y el resto de la izquierda.
Lo que la derecha buscaba, entonces y ahora, era conseguir que un trabajador de la SEAT o que una cajera del DIA acaben ingenuamente creyendo que tienen, por el mero hecho de ser catalanes, más intereses en común con los accionistas de La Caixa o de la farmacéutica Grifols que con un temporero andaluz o con una asistenta del hogar extremeña. Que es exactamente lo mismo que hace VOX, o los sectores más fachas del PP, cuando fomentan el miedo a los MENAs o llaman a la COVID “gripe china”, y echan la culpa del paro o de la falta de plazas de guardería o de las listas de espera en la Sanidad a los inmigrantes que vienen de Paquistán o de Marruecos.
Y, después de cuarenta años de governs nacionalistas y de governs del Tripartito (que, en cuestiones identitarias, fueron más o menos igual de nacionalistas que los de Convergència) ¿qué es lo que finalmente se ha conseguido en materia educativa en Cataluña? Pues lo que se ha acabado consiguiendo ha sido que esa tan cacareada “escola catalana” ya no sea ni pública, ni de calidad. El único, y muy sectario, objetivo logrado es que la “escola catalana” sea, no ya catalana, sino nacionalcatalanista hasta la médula.
¿Y en qué me baso para decir que no es ni pública ni de calidad?
Para empezar, no es pública porque la mayor parte del presupuesto para Educación de la Generalitat de Catalunya se desvía hacia la escuela concertada. Y tampoco es de calidad porque los niños y niñas catalanes consiguen cada año peores resultados académicos, y aumenta cada año más el fracaso escolar, sobre todo entre el alumnado castellanohablante y el alumnado inmigrante; alumnado castellanohablante y alumnado inmigrante que, entre otras cosas, se encuentran con el no pequeño obstáculo de no ser educados en su lengua.
Y ese modelo de escuela, desde luego, no está consiguiendo ni que seamos un sol poble cohesionado socialmente, ni que funcione el “ascensor social”. Lo que se ha conseguido con ese modelo es, justamente, todo lo contrario: que Cataluña, hoy, sea una sociedad doblemente escindida por la clase social y por la lengua. O, dicho en plan antropológico: que Cataluña, hoy, sea una sociedad etnoestratificada lingüísticamente.
Porque lo que consigue el sistema educativo catalán –entre otras cosas, gracias a la inmersión monolingüe obligatoria– es perpetuar las desigualdades sociales a través de un modelo clasista estructurado en tres pisos:
Por una parte, hay una escuela pública infradotada económicamente en la cual la tasa de fracaso escolar es de las más altas de España, a la que van sobre todo los hijos de familias de clase obrera o de origen inmigrante, y de la que los niños y las niñas salen desmotivados y mal preparados, dominando mal el catalán y peor aún el castellano, y con la única perspectiva de trabajar, si tienen suerte, como reponedores o cajeras del Mercadona; y ello, por supuesto, tras pasar una larga y disciplinadora temporada en el paro.
En el otro extremo están las escuelas privadas de élite que no aplican la inmersión, sino que en ellas se imparten clases tanto en catalán como en español y en lenguas extranjeras (como la famosa Escola Aula de Barcelona), y que es donde llevan a sus hijos las familias de clase alta o media-alta (incluyendo a todos los altos cargos del Govern de la Generalitat), para que sus hijos salgan de ellas sobradamente preparados y puedan irse a cursar sus masters en Gran Bretaña o en los Estados Unidos.
Y, en medio, por supuesto, hay una decisiva mesocracia que se educa en catalanísimas escuelas concertadas, cuyo principal objetivo es nutrir de cuadros medios a las administraciones públicas catalanas (tanto a las autonómicas, como a las institucionales o locales), y donde es mucho más importante formarse en la identitat nacional catalana que en Ciencias, Artes o Humanidades. Y, desde luego, mucho más importante que desarrollar las potencialidades intelectuales y humanas que podrían desarrollar todos los niños y niñas.
Y es por eso que la izquierda, hoy, debería reformular aquellos objetivos que se fijó en los años setenta y ochenta, y luchar decididamente por una escuela que sea realmente democrática y de calidad, que estimule el desarrollo de las potencialidades intelectuales y humanas de todo el alumnado, sea cual sea su origen o su nivel de renta, y que contribuya a destruir todas las barreras sociales, culturales, económicas y lingüísticas para que los alumnos puedan desarrollarse completamente como personas.
Y eso, en Cataluña, hoy, significa apostar claramente por una escuela pública, de calidad, y bilingüe o multilingüe.
Aunque ello suponga tener que hacer el esfuerzo de vencer las inercias y de replantearse algunas verdades que dábamos por sabidas, haciendo autocrítica y pensando con nuestras propias cabezas, volviendo a pisar la calle y a analizar la realidad concreta en el momento concreto, como decían los teóricos del marxismo.
Y aunque, por el camino, tengamos que aguantar a algunos cabezas cuadradas cuyo nivel de análisis y razonamiento se limite al del exabrupto y al de llamarnos fachas.
Jordi Cuevas
Secretario de Estructura Territorial y Política Lingüística del partido Alianza de la Izquierda Republicana de España.
Miembro de la Junta Directiva de la asociación Alternativa Ciudadana Progresista.
Licenciado en Historia y Derecho.
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