Como nosotros, habrán ustedes reparado en que cuando llegan las recesiones algunos aprovechan para atizarle al Estado de bienestar. No dudan en reclamar dinero público para salvar los muebles, como en estos días, pero el Estado redistribuidor ya es otra cosa. Una antigualla, una rémora. Desempleo e ineficiencia. No es que en tiempos de prosperidad se relajen pero, cuando vienen mal dadas el personal se pone cainita, sobre todo cuando los de abajo andan como andan, cautivos y desarmados.
Las andanadas más primitivas equiparan al Estado con Vito Corleone, por ladrón y prepotente. Parece presumirse un paisaje de libertad anterior a la horma de las instituciones. Una ingenuidad. El único paisaje sin instituciones, el paisaje natural, si es que algo así tiene sentido, es el que llevaría a que los energúmenos, solos o en bandería, impusiesen su voluntad. A partir de ahí todo es artificio, incluida la compleja trama que garantiza las transacciones y los derechos en el mercado. Una trama que en ningún caso nos permite hacer lo que queramos con lo nuestro, como lo puede comprobar cualquiera que intente alojar su cuchillo jamonero (incluso el legítimamente adquirido) en el espinazo de algún conciudadano. Los intercambios, los derechos de propiedad y la libertad misma resultan inimaginables sin intromisiones públicas; sin ley.
Pero hay también críticas refinadas. Casi siempre andan a vueltas con un supuesto dilema entre eficacia y equidad donde la izquierda preferiría igualdad en la pobreza a cualquier desigualdad, aun a costa de un mayor nivel de bienestar material generalizado. Una majadería, preferir menos a más. El Estado de bienestar, se aduce, distorsiona acciones e incentivos. Se invierte menos y peor, y se produce menos riqueza de la que podría producirse. Esta cosmovisión entiende la vida como la ascensión a una montaña y la eficiencia como el tiempo empleado. El Estado, en su afán igualador, establecería unas reglas absurdas: lastrar a los veloces y librar de peso a los lentos. Con tales incentivos nadie daría un palo al agua. La ascensión duraría una eternidad y todos llegaríamos frustrados. Hasta aquí el mensaje liberal: el coste de la igualdad es demasiado alto. En el mensaje hay importantes posos de verdad, pero la historia es incompleta y la metáfora engañosa.
Para empezar, aun si se acepta la metáfora y se cree que los costes son importantes, no es insensato preferir un Estado redistribuidor. Primero, porque no se elige ser poco productivo, y no parece decente penalizar por lo que no se es responsable, por el mal fario de venir al mundo en la orilla inconveniente. Segundo, porque pudiera suceder que muchos individuos, incluso una mayoría,estuviesen mejor si se redistribuye: aun si el pastel resulta más pequeño, muchos pedazos serán más grandes. Se puede juzgar valioso mitigar las disparidades a costa de cierta riqueza. Entre otras razones porque no pocas veces nunca llega la hora en la que los de abajo puedan disfrutar de esa mayor riqueza que su pobreza relativa hace teóricamente posible, porque cada vez que preguntan si ha llegado la hora de repartir, el argumento se repite: si no somos ricos no habrá nada que redistribuir.
Pero hay más. No es obvio que los costes económicos de la redistribución sean altos. La metáfora alpinista parte de una visión equivocada de qué es y qué objetivos debería tener el Estado de bienestar. Y es que éste no va sólo de llegar juntos, sino también (y sobre todo) de salir juntos. Pero en serio. Es así, porque asegurar igualdad de oportunidades no es sólo justo, sino que además es enormemente eficiente. Este razonamiento siempre se escamotea.
Una sociedad es más eficiente si la asignación de recursos humanos a tareas está basada en los talentos relativos. Estirando la metáfora: importa no sólo cuánto empuja el que va delante de la cordada, sino también quién es. Si es el más capaz, todos irán más rápido. Pero hay ventajas, muchas y sustanciales, que algunos individuos heredan, sin ser resultado ni de sus talentos ni de sus esfuerzos, sino de buena suerte en el dónde nacer. Son cartas ganadoras que ayudan a algunos a llegar los primeros, pero que no hay que esperar que estén en manos de los mejores jugadores. Los hijos de una pareja rica y afanosa pueden tener talento o no, incluso es muy posible que en términos medios tengan más talento que la mayoría, pero ciertamente tienen ventajas derivadas de que sus padres fueron ricos, no de su talento. Ventajas de las que carecen los hijos de los pobres, tanto si son lumbreras como si son ceporros, y que inducen a gente sin particulares talentos a ser líderes de la cordada.
Ventajas y desventajas que el mercado puede hacer poco por corregir. En un mundo imaginario, con mercados de capitales perfectos, donde no hubiese problemas de acceso al crédito, podrían, en principio, mitigarse las derivadas de diferencias en riqueza… pero ése es un país de Nunca Jamás porque no basta con tener talento para pedir prestado, te tienen que saber con talento. En todo caso, con el mercado a palo seco no hay manera concebible de arreglar la inmensa mayoría de desventajas consecuencia de nacer en el lugar equivocado: la red de amigos, la educación recibida, la accesibilidad a la información, la socialización, el valor que se otorga al trabajo y al esfuerzo, etcétera.
En suma, resulta discutible la equiparación entre Estado de bienestar e ineficiencia. Sus problemas, que los tiene, deben ponderarse por los efectos dinamizadores de corregir las desigualdades de origen. Al disminuir la distancia entre los que llegan antes y los demás minimiza también las desventajas que los hijos de los segundos sufren frente a los hijos de los primeros y asegura que los miembros de la siguiente generación encuentren una comunidad más justa, donde los méritos y esfuerzos determinen quién es qué y qué hace quién; que la arbitrariedad del pasado no descarte a nadie del juego social.
El saldo neto es difícil de ponderar, pero resulta improbable que los efectos positivos de la redistribución sean despreciables. El nivel de movilidad social (la probabilidad de que los humildes asciendan en el escalafón de la riqueza, y viceversa) es una medida de cuán superables son las desventajas asociadas a nacer en la familia equivocada. Existe la creencia extendida de que es enorme en EE UU y baja en Europa y no falta quien achaca esa circunstancia a la presencia del Estado de bienestar en esta orilla. Una creencia sin fundamento. Sabemos sin sombra de duda que la movilidad social es notoriamente más baja en EE UU que en los países del Norte de Europa, quedando los países del Sur de Europa en un punto intermedio: los datos disponibles indican que el principal determinante de la movilidad social es el grado de igualdad en la sociedad. Lo cual bien podría explicar por qué las sociedades del Norte de Europa, donde el papel del Estado es notorio, alcanzan sistemáticamente un mayor nivel de vida. Exactamente lo contrario de lo que debería suceder según los conservadores.
El Estado de bienestar hace posible una sociedad más justa y más cohesionada, y lo hace con costes económicos que, en la peor hipótesis, son escasos. El buen funcionamiento de la sociedad difícilmente puede prescindir de los incentivos, y algunas redistribuciones pueden tener efectos perniciosos. Todo eso es cierto, pero aún lo es más que "liberalizar" no garantiza eficiencia. La debilidad del Estado de bienestar lo único que asegura es la fuerza de los privilegiados.
Este artículo lo firman Félix Ovejero, profesor de la Universidad de Barcelona, y José V. Rodríguez Mora, catedrático de Economía de la Universidad de Edimburgo y profesor de la Universidad Pompeu Fabra.
El País (31.10.2008)