Razones del independentismo

Foto de Mas en la Plaça Sant Jaume a su vuelta de Madrid (2012)

Durante las pasadas semanas se han ido formulando diversas razones por las cuales se podía ser partidario de la independencia de Catalunya. Casi todas ellas, como es natural, giran alrededor de alguna de las vertientes del nacionalismo.

Una primera, la más común y tradicional, es la del nacionalismo identitario, es decir, la ideología según la cual Catalunya es una nación y, en consecuencia, debe dotarse de un Estado para seguir existiendo como tal o, en palabras recientes de Jordi Pujol, «para no desaparecer». Esta idea parte de que Catalunya es una nación dotada de ciertos rasgos singulares a los que todos los catalanes deben adaptarse. Cuando Artur Mas, el 12 de septiembre pasado, se refirió a los manifestantes del día anterior como «los mejores de Catalunya», estaba aplicando esta idea: quienes allí se congregaron, venía a decir, eran aquellos que mejor se identificaban con esta identidad colectiva definida previamente por los ideólogos nacionalistas. Naturalmente, si allí estaban los mejores, quienes no acudieron debían ser considerados de peor condición, catalanes que se habían desviado de las normas que prescribe el nacionalismo. De ahí la división entre los buenos y malos catalanes.

Esta idea de nacionalismo se contradice con las bases de la democracia y los valores de libertad e igualdad que la sustentan. En efecto, la democracia parte de que las personas son libres, es decir, cada uno tiene capacidad de determinar su forma de pensar y actuar dentro de los límites establecidos por las leyes. A su vez, estas leyes son legítimas siempre que sean aprobadas por los representantes del pueblo y su contenido se justifique en tanto sea necesario para garantizar la libertad del resto de ciudadanos, igualmente libres. En consecuencia, sólo la ley -y no las ideologías- delimita el ámbito de la libertad. Quienes se manifestaron legítimamente el 11 de septiembre no son ni mejores ni peores que aquellos que no acudieron a la manifestación.

La voluntad de separar Catalunya de España no deriva, pues, de los principios de libertad e igualdad, sino que responde al viejo principio de las nacionalidades según el cual a toda colectividad con rasgos identitarios muy definidos le corresponde un Estado propio. Estos rasgos identitarios están hoy muy debilitados ya que Catalunya es una sociedad culturalmente mestiza. Por su parte, el lema Freedom for Catalonia (Libertad para Catalunya) resulta absurdo y hasta ridículo si lo aplicamos a un país que forma parte de un Estado de la UE, está gobernado por una democracia representativa y sus ciudadanos gozan de todos los derechos fundamentales.

Pero la independencia se justifica también desde el nacionalismo económico, idea últimamente en auge. El argumento principal que utiliza este tipo de nacionalismo es el de que los tributos que se pagan en Catalunya revierten de forma excesiva en el resto de España y el ahorro fiscal que supondría la independencia contribuiría a mejorar sustancialmente el bienestar de los catalanes. Se trata de un argumento parecido al de la Liga Norte italiana y no muy lejano de los nacionalismos escocés y flamenco. Al nacionalismo identitario, que probablemente había alcanzado su techo como elemento movilizador, se le añade este nuevo factor: España nos maltrata financieramente y con la independencia los catalanes viviríamos mejor.

El aumento del independentismo en los últimos años es probable que sea debido a este argumento. En estos meses últimos se han publicado suficientes trabajos como para desmentirlo: pertenecer a España ha sido históricamente, y sigue siendo, un buen negocio para Catalunya. No obstante, la machacona propaganda del «España nos roba» todavía ejerce una poderosa atracción y el debate debe seguir.

En tercer lugar, hay otro factor que induce al independentismo, del que casi no se habla y que tiene una gran influencia porque afecta a los intereses de las élites políticas, culturales y profesionales, todas ellas de un gran peso en la opinión pública. Se trata del nacionalismo que podríamos denominar corporativo. Los anteriores nacionalismos, el identitario y el económico, con razón o sin ella, estaban formulados desde los intereses generales, por el bien de todos. Este tercer factor, que naturalmente se oculta, sólo tiene en cuenta los intereses privados de unos pocos.

Pensemos en ejemplos concretos. Si ahora el president de la Generalitat visitase EE.UU. seguramente sería recibido por un funcionario de segunda categoría. Si Catalunya fuera un Estado lo recibiría Obama en la Casa Blanca. Descendiendo algo más: las actuales delegaciones comerciales se convertirían en embajadas, de las de verdad. Pasemos al plano de la sociedad civil: un filósofo o sociólogo, por ejemplo, hoy situado en el tercer rango de filósofos o sociólogos españoles, podría situarse en el primer rango catalán. Y ello es extensible a todos los demás profesionales: el Estado propio recompensaría la mediocridad al reducir el campo de la competencia. Este es el factor que nunca se menciona.

Las elecciones pasadas no cerrarán el debate que está en sus comienzos.

Francesc de Carreras, Catedrático de Derecho Constitucional de la UAB

La Vanguardia (5.12.2012)

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