Todos a izquierda y derecha ha revisado principios anteriormente irrenunciables, menos los nacionalistas que siguen considerando sus "razones" como dogmas y un "trágala" que infecta la vida nacional
No les falta razón a quienes insisten en que la transición española pasó silbando sobre muchos aspectos de la vida política. Sencillamente, quienes estaban en condiciones de decidir, decidieron que, al menos por un tiempo, “no tocaba”. Hubo silencio sobre los que habían mandado, entre otras razones porque seguían mandando, pero también hubo silencio sobre los que llegaban. Cada cual sabía de qué iba la cosa y no le parecía mal. Aunque los primeros tenían el poder bruto, los segundos disponían de otro más sutil: otorgaban los créditos de democracia. Si ellos no jugaban, si no sancionaban el proceso como santo y bueno, aquello no se llamaría “democracia”. Y el precio que reclamaban no era cualquier cosa en años en los que la izquierda señoreaba intelectualmente la cultura europea y sus dirigentes políticos hablaban de cosas como “la transición al socialismo”. La izquierda no daría su nihil obstat a ningún marco político que no contemplase la posibilidad de redistribuciones fiscales, nacionalizaciones, participación en la gestión de las empresas, planificación y tirones de oreja al mercado, o más exacta y radicalmente, al propio capitalismo. Es posible que por aquel entonces el joven Aznar, que no era nadie, fuera franquista, pero Felipe González, que ya pintaba lo suyo, era marxista, anticapitalista, autogestionario y otras cosas no menos colosales. Eso González, que otros, ya talluditos, que han mandado después, andaban entusiasmados por la revolución cultural.
Sobre ese paisaje ideológico se pactaron las reglas del juego. Conviene no olvidarlo. Si hoy, atendiendo al peso de cada cual y, sobre todo, a los vientos ideológicos, se iniciara otro proceso constituyente, resulta improbable que las cosas le fueran mejor a la izquierda, sobre todo en lo que atañe a los negocios económicos. Quizá Izquierda Unida intentaría colar alguna morcilla radical, nada exagerada, de las que entonces defendía hasta el más contenido de los democratacristianos; pero Izquierda Unida, contados los votos, tendría muy poco que decir, desde luego, bastante menos que lo que podía decir entonces el PCE. En el título viii de la Constitución se pueden rastrear las huellas de aquella hora ideológica, los peajes a la izquierda por las credenciales de democracia. Hoy, seguramente, ni se le ocurriría mencionar las reclamaciones que entonces le parecían irrenunciables. Ya no las reconoce como suyas.
En todo caso, se diga lo que se diga, andando el tiempo, unos y otros entibiaron sus puntos de vista. La izquierda expurgó de prosa atronadora sus papeles y congresos hasta acompasar sus palabras con sus acciones, con el modesto quehacer de gestionar el orden capitalista, y la derecha, con no menos discreción, se deshizo de sus adherencias reaccionarias, y cuando le llegó la hora de gobernar, si hay que sopesar las proporciones, reclutó sus cuadros menos entre lectores de Camino, en la cada vez más extinta prole del nacional catolicismo, que entre gentes que en su juventud habían malgastado las horas leyendo a Marta Harneker, gentes que, aunque habían cambiado –como casi todos– sus ideas económicas, sostenían puntos de vista bastante progresistas en asuntos morales, en usos y costumbres, y que, por supuesto, no tenían intención alguna de tocar una coma de las leyes sobre el divorcio, el aborto y el consumo de drogas. Y un 20 de noviembre, cuando la derecha disponía de mayoría absoluta, en sede parlamentaría, no dudó en condenar el franquismo, honrar a los perdedores de la guerra y apoyar las iniciativas de recuperación de cadáveres sin identificar llevadas a cabo por las familias de las víctimas. Aunque no es memoria histórica, es saludable recordarlo.
Félix Ovejero
Letras Libres (10.12.2008)