La España actual, capaz de lo mejor y de lo peor, está instalada en la contradicción
Es evidente que la España actual no duele ni sangra tanto como antaño. Felizmente, España no es hoy un país tan diferente a los de su entorno.
Sin embargo, el alma de España y su valoración como país siguen sujetas a disensiones y a paradojas. La principal indefinición deriva de que el Estado democrático se ha sometido a dos corrientes centrífugas, saludables y necesarias sin duda, pero que parecen estar siempre en construcción y siempre repensadas: una, la descentralización territorial; la otra, la apertura al exterior y, singularmente, la pertenencia a la Unión Europea.
Si hacemos una rápida radiografía de la España actual nos encontramos con otros hechos llamativos, hasta contradictorios, que complican el diagnóstico de en qué país vivimos.
España es, sin lugar a dudas, uno de los países que más se han transformado en los últimos 30 años, indiscutiblemente para bien. De ser un país de emigrantes ha pasado a ser un país de inmigración (el segundo en 2008 por este concepto), sin dejar de ser una potencia turística de primer orden (aún la segunda del mundo). También de ser receptor neto de la ayuda al desarrollo (hasta 1981) ha pasado a ser uno de los más dinámicos contribuyentes.
El resultado de esta metamorfosis es una sociedad más libre, tolerante, moderna y próspera, que, sin embargo, sigue sufriendo la barbarie en forma de terrorismo o de violencia machista.
Este país puede alardear de sus logros. Es la octava potencia económica mundial, sólida aspirante a una silla permanente, y no sólo cedida, en el G-20, grupo llamado a ejercer de gobierno económico mundial de hecho. En cambio, en el índice de desarrollo humano, fijado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo con arreglo a otros criterios de calidad de vida, retrocedemos hasta el puesto decimotercero. Por otra parte, España ha sido la gran beneficiaria del presupuesto europeo (ha recibido el equivalente de más de tres planes Marshall), pero sus bolsas de pobreza y exclusión no han dejado de existir, y proliferarán ahora con la contracción económica.
Precisamente, cuando la moderna España oficial se jactaba de tener más peso en los asuntos internacionales, ese papel fue empleado para arropar la nefasta guerra de Irak, que contribuyó a situarla en el punto de mira del terrorismo yihadista. Y es que, aunque hemos ganado muchos enteros en el plano económico, los escasos recursos diplomáticos nos sitúan muy lejos de ser una potencia política.
El recién terminado boom económico (14 años consecutivos de fuerte crecimiento) se ha cimentado en una burbuja inmobiliaria, en la especulación. El urbanismo salvaje apenas si ha rendido dividendos en instrucción y civismo. Pero no hay desarrollo sostenible sin cuidar del medio ambiente y de la educación. Nuestro déficit exterior -el segundo más abultado del mundo-, el envejecimiento de la población y la extremada dependencia energética hipotecan asimismo el país que legaremos a las generaciones futuras.
Ahora ya sabemos que en el mundo occidental hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, aferrados en parte a un capitalismo golfo basado en la corrupción político-económica y no en la cultura del esfuerzo, la ética y la responsabilidad (Transparency International sitúa a España en el lugar 28 de los países menos corruptos). En España la jornada laboral se prolonga desordenadamente sin resultados provechosos en términos de productividad y competitividad, y sí nocivos para la conciliación familiar y el bienestar personal. Precisamente, ese crecimiento económico descontrolado ha minado la lucha contra el cambio climático, fenómeno que amenaza con africanizar nuestro territorio.
Nuestras empresas han invertido profusamente en el exterior y forjamos alianzas de civilizaciones y contra el hambre, pero también obtenemos pingües beneficios con la venta de armas y con la indulgencia ante gobiernos abominables. Recuperamos ahora la tasa más alta de paro de la OCDE y corregimos el diferencial de inflación con la UE, pero a costa de correr el riesgo de caer en la deflación.
La marca "España" no es bien explotada, pese a contar con campeones del deporte (¡ya hasta la selección nacional de fútbol!), de la cultura e incluso de la economía. La asignatura siempre pendiente del dominio del inglés frena nuestra apertura al exterior.
La verdad es que vivimos instalados en el contraste: participamos en sectores punteros (la aeronáutica, el espacio exterior, la Antártida) y en cambio tenemos nuestro I+D+i en los últimos lugares de la UE. Nuestra lengua es un gran activo que hablarán pronto 500 millones de personas, pero se degrada en nuestro territorio nacional (y no sólo por razones políticas). Somos líderes en ámbitos elogiables como la adopción de menores o la donación de órganos; y también lo somos en aspectos deplorables: abandono de animales domésticos, nivel de ruido, piratería intelectual, consumo de cocaína, siniestralidad laboral…
En realidad, existen tantas españas -tantos estados de la nación- como ciudadanos, coyunturas, lugares o estados de ánimo. Sin embargo, para hacernos una idea de cómo está el mundo, conviene recalcar que España sigue siendo uno de los países donde mejor se vive. Pero es seguro que el estado del mundo afectará cada vez más a nuestro bienestar.
Javier Roldán Barbero es catedrático de Derecho Internacional Público de la Universidad de Granada.
El País (16.03.2009)