La capacidad de supervivencia de los humanos es asombrosa. Incluso en las situaciones más sombrías la gente sigue aspirando a la felicidad. Somos de un optimismo conmovedor y a prueba de bombas, dicho sea en un sentido literal. La célebre fotógrafa Christine Spengler contaba que, un instante después de cualquier bombardeo sobre Beirut, y antes de que ella hubiera podido salir de detrás del coche donde se había guarecido, la calle humeante ya había sido tomada por vendedores de relojes o de ramilletes de azahar que voceaban tranquilamente su mercancía.
Algo similar ha sucedido en Rafah, la ciudad palestino-egipcia que lleva 25 años dividida por un muro. Ése es el muro que Hamás derribó y que ahora, 11 días después, han vuelto a cerrar. Hablo de una realidad extremadamente trágica: de esa franja de Gaza que, tras padecer sangrientos combates entre palestinos, fue cerrada a cal y canto por Israel y convertida en una asfixiante y degradante ratonera. Pues bien, a las horas de haber sido tumbado el muro ya se estaban celebrando decenas de bodas entre jóvenes de una y otra parte de la ciudad. He visto fotos: ellas con primorosos y crujientes trajes de novia, ellos con ropas elegantes y camisas limpísimas. Viven desde hace meses en condiciones inhumanas, pero lo primero en lo que piensan es en casarse y además en hacerlo a lo grande. No les falta un detalle: las flores, los invitados, las emperifolladas mesas del banquete, los coches adornados con rosas y cintas. La convencionalidad de esas bodas al borde del abismo resulta chistosa y al mismo tiempo heroica. ¿De dónde han sacado todo eso, cómo conservaron esas galas y esas ansias festivas en medio del drama de sus vidas? A la menor oportunidad asoma en su cabeza la alegría, como esos pequeños brotes de hierba capaces de rajar la capa del asfalto con su empuje.
El País (5.02.2008)