La aparición hoy de un editorial común en doce de las publicaciones periódicas que se imprimen en Cataluña (no es cierto que sean por ninguna otra causa ‘catalanas’) es, sin duda, un éxito indiscutible del ya largo ejercicio de adoctrinamiento nacionalista. Lo es por el lenguaje y por el estilo: manifiesta ese sello inconfundible que adquirió carácter de liturgia con el caso ‘Banca Catalana’. El editorial es inaceptable por las amenazas explícitas que contiene y por la superioridad moral que adopta, desde la cual dicta la verdad, señala el camino que debe seguir la Justicia e imparte doctrina, dividiendo a la sociedad entre avanzados y reaccionarios y abundando en el insulto a todos aquellos que no están del lado de los ‘buenos’. Un prodigio de tolerancia democrática.
Sin embargo, esta victoria del espíritu nacional catalanista tiene un carácter pírrico por razones que, quienes vivimos aquí, conocemos de sobra. Sólo vale en esa Cataluña virtual, uniforme y unánime, que agrupa –en realidad– únicamente a los irreductibles, pero que se finge de alcance universal porque se supone ligada íntimamente al territorio y al “espíritu del pueblo”. Su invocación permanente no hace más que ahondar la sima que separa en dos a la sociedad catalana, ese abismo en cuya evitación se consagró la inmersión, contra todo criterio racional, con la aquiescencia de una izquierda complaciente, en unos casos, y más que convencida, en otros.
La pieza periodística exhibe con largueza medias palabras (‘complejidad española’, ‘emanación de símbolos nacionales’,…), insultos y descalificaciones (‘enroque’, ‘cirugías de hierro’, ‘cerrojazo institucional’, ‘españolismo oficial’, ‘costuras rígidas del estado-nación’,…) y clamorosos topicazos –para los de la basca– (‘preocupación y hartazgo’, ‘desafecciones’, desequilibrio fiscal, persecución,…). Pero, sobre todo, trata de dejar bien sentado que todo el que no esté por la labor es un conservador recalcitrante, dispuesto a lanzar los tanques a la primera de cambio sobre la plácida, sensible y laboriosa Arcadia, que tan feliz sería, si no fuera por esos condenados españoles empeñados en coartar su gozosa libertad.
Y, sin embargo, tiene razón en varios aspectos.
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El TC está severamente desprestigiado. Los agentes políticos que se han encargado de colocarlo en esa situación son los mismos cuyos pactos se esgrimen como argumento mayor para el trágala. Y los medios de comunicación que más han contribuido a empañar su imagen se encuentran entre los suscriptores del editorial perpetrado en el día de hoy.
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El Constitucional se enfrenta a una decisión ciertamente trascendente. La razón no es que tenga que lidiar por vez primera con una ‘ley fundamental refrendada por los electores’ (algunos, unos pocos, en realidad), sino que aquello que tiene ante sí es un desafío institucional cuya aprobación supondría una modificación radical de la estructura del Estado.
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Hay latente una amenaza al consenso constitucional y al espíritu de la transición, pero no se halla en un hipotético fallo contrario al Estatut, sino en la existencia misma de ese reto institucional cuyo propósito no es otro que violentar la ley haciéndola reventar por sus costuras. La reclamación de fidelidad a los pactos (que merece honores de epígrafe en el editorial) es un sarcasmo viniendo de quienes no han respetado el fundamental y se niegan a admitir el análisis realizado en su nombre.
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El resto de España ve cada vez con mayor claridad que las pretensiones del catalanismo político (no de la identidad catalana) constituyen la más seria amenaza que se cierne sobre el futuro de la nación. No hay prueba más fehaciente que la publicación de este editorial.
¿Cómo se atreven a cuestionar la legitimidad del TC atribuyéndole la pretensión de actuar como una ‘cuarta cámara’? Los editorialistas hacen exactamente lo mismo y, encima, arropándose en falsos oropeles democráticos: el pueblo ha hablado. ¿Quiénes son los directores de esos periódicos para arrogarse una representación que no tienen? ¿Fueron votados, alguna vez? ¿Han sometido el contenido de su editorial a la opinión de sus trabajadores, de sus lectores y, sobre todo, de los que les leen pero son igualmente catalanes? ¿Son más independientes de las presiones políticas que los miembros del alto tribunal? ¿Acaso no depende su subsistencia de las ubres del poder (dado lo escaso de sus respectivas tiradas)?
Señores, en mi nombre no vuelvan a hablar. Cada vez que agitan el fantasma de la patria para ponerlo al servicio de sus propios intereses políticos, me ofenden, le hacen un flaco favor a Cataluña y pierden esa dignidad profesional con la que tratan de recubrir la obscena desnudez de sus objetivos.
Antonio Roig, miembro de la Junta Directiva de la Asociación por la Tolerancia (26.11.2009)